Parto de las recomendaciones que, en su momento, propuso el informe Delors en La educación encierra un tesoro (UNESCO, 1996) como fundamento de la educación para el siglo XXI. Dichos pilares son los siguientes: aprender a conocer para aprovechar las posibilidades que debe ofrecer la educación; aprender a hacer para afrontar situaciones vivenciales; aprender a ser para obrar con autonomía, con responsabilidad; aprender a vivir juntos (con-vivir) desde la comprensión, la aceptación del otro y el respeto a los valores de una sociedad plural. En el pilar de la convivencia es donde tiene cabida el valor de la empatía.
En la escuela siempre nos hemos preocupado por enseñar conocimientos, dejando en un discreto segundo plano la educación en valores o la educación para la convivencia ante la aparición de conflictos. A lo sumo, estas parcelas han sido relegadas a la llamada "transversalidad" que, se supone, es de todos y resulta ser de nadie. Siempre se ha insistido en que a la escuela se va a aprender y punto (¿!?).
Pero la educación ha de ser integral para crear adultos completos que deben tener conciencia del propio yo al reconocerse en los sentimientos personales. La percepción de la propia identidad nos permite detectar emociones y la posibilidad de aprender a controlarlas. Conseguido este nivel estaremos en condiciones de prestar atención a los otros (próximos) por medio de la empatía que, por supuesto, está un escalón superior a la simpatía. Aunque resulte claro que es más fácil ser simpático que empático.
La empatía, como valor, consiste en la capacidad para ponerse en el lugar del otro y percatarse de lo que siente. Sería algo así como saber leer en los demás percibiendo la información de lo que nos transmiten, lo que hacen, cómo lo hacen, la expresión de cara que nos ponen. Estos indicios están relacionados con la inteligencia emocional.
Se trata, en definitiva, de interpretar toda una serie de mensajes que nos envían por medio de un lenguaje tanto verbal como gestual. Todo ello requiere estar atentos a la otra persona, lo que implica no pasar de ella.
Por lo general, caemos en la superficialidad y, con frecuencia, en la indiferencia porque, en definitiva, el otro nos importa poco. Ser empático obliga a algo más que a esbozar una educada sonrisa de cortesía. Se puede ser simpático mientras dura la sonrisa pero no por ello seremos empáticos. La empatía obliga a con-prometerse con el otro. Solo desde la comprensión y la apertura de miras podemos captar el mensaje que envían los demás.
La persona con inteligencia emocional es capaz de ponerse en el lugar del otro para entender sus estados de alegría o de dolor. La alegría ajena, por ser consecuencia de una fase de bienestar, parece que estamos menos propensos a asumirla –supuestamente nos congratulamos e, incluso, hasta la envidiamos–.
Por el contrario, ante el sufrimiento ajeno aparentamos ser más sensibles, más solidarios, más compasivos. Es cierto que un alto grado de empatía conduce a la compasión (sufrir-con) en el sentido más humano del término, hasta el punto de hacer nuestros los sufrimientos ajenos con la intención de compartir su desgracia. Una manifestación de esto es el socorrido –no por ello falso– “le acompaño en el sentimiento” cuando ha fallecido una persona querida.
La empatía viene a ser algo así como nuestra conciencia social, pues a través de ella se pueden apreciar los sentimientos y necesidades de los demás, El proceder con empatía no significa estar de acuerdo con lo que piense el otro, aunque es cierto que tendemos a ser más empáticos con las personas afines a nuestra manera de pensar. ¡Evidentemente! En el proceso de socialización cobran especial importancia, entre otros, valores como la dignidad de la persona, la familia, el diálogo, la convivencia desde el respeto, además de la tolerancia.
¿Dónde se aprende la empatía? Una vez más hay que hacer hincapié en la sufrida –y a la par imprescindible– querida familia. Ella es nuestro colchón emocional en el que, desde la infancia, nos con-formamos (formamos o deformamos) como sujetos sociales. La escuela es la otra parcela que puede terminar de anclar valores socioafectivos como la amabilidad, la amistad, el aprecio, la unión... con los demás.
Ser empáticos obliga a observar y estar muy atentos a las personas que nos circundan, portarles atención. Recuerden que leer requiere conocimiento de los códigos, atención para enterarse de lo leído. Y leer en los demás para poder con-partir una situación emocional demanda todo un esfuerzo de concentración en los mensajes que envía dicha persona.
La empatía como valor es un abono necesario para el crecimiento y el desarrollo mental, emocional y moral, hasta tal punto que hace a la persona abierta, receptiva para ser capaz de ponerse en el lugar del otro. El sujeto empático es comprensivo, solidario y sobre todo tolerante, rasgos que conformarían la personalidad y completarían la madurez emocional de una persona.
Si somos negados para identificarnos mental y afectivamente con el estado de ánimo del otro, significa que, como personas, estamos limitados tanto en capacidad emocional como intelectual. La falta de empatía entraña indiferencia, es una manifestación muy sutil del egoísmo que nos hace pasar del otro y sus problemas.
El no empático –necesariamente no tiene que ser antipático– está abocado al fracaso en sus relaciones con los demás, ya sea con su pareja, con el círculo de conocidos –no digo amigos, porque la ausencia de empatía amputa la amistad–, con los compañeros de trabajo, etcétera.
Dicho en otros términos: la vida es un juego de reciprocidad en la que recibimos lo que damos, lo que sembramos. Expresado así puede sonar a puro egoísmo por aquello de tanto me das, tanto te doy, pero si partimos de aceptar que en la base de la moralidad debe ubicarse la empatía en la cual, a su vez, está la raíz del altruismo como valor capaz de procurar el bien ajeno aun a costa del propio, entonces habremos dejado de ser analfabetos emocionales.
La realidad es que vivimos en una sociedad en la que cada vez escurrimos más el bulto y nos recluimos en nosotros mismos. Solemos justificarnos con un "¡bastante tengo ya con mis problemas!". Poco a poco, la Sociedad de la Información nos ha ido encerrando en una burbuja personal. Hay que reconocer que la televisión, el móvil e internet colaboran en dicho aislamiento, en la medida en que nos transportan a una especie de autismo que nos repliega en nosotros mismos.
Como dato significativo no resulta extraño ver cómo el móvil acapara nuestra atención más que las personas con las que compartimos un rato de asueto. Al igual que podemos sentir muy cercana una catástrofe ocurrida a mucha distancia y no prestar atención a los problemas del entorno más próximo. ¡Maravillas de la técnica!
En la escuela siempre nos hemos preocupado por enseñar conocimientos, dejando en un discreto segundo plano la educación en valores o la educación para la convivencia ante la aparición de conflictos. A lo sumo, estas parcelas han sido relegadas a la llamada "transversalidad" que, se supone, es de todos y resulta ser de nadie. Siempre se ha insistido en que a la escuela se va a aprender y punto (¿!?).
Pero la educación ha de ser integral para crear adultos completos que deben tener conciencia del propio yo al reconocerse en los sentimientos personales. La percepción de la propia identidad nos permite detectar emociones y la posibilidad de aprender a controlarlas. Conseguido este nivel estaremos en condiciones de prestar atención a los otros (próximos) por medio de la empatía que, por supuesto, está un escalón superior a la simpatía. Aunque resulte claro que es más fácil ser simpático que empático.
La empatía, como valor, consiste en la capacidad para ponerse en el lugar del otro y percatarse de lo que siente. Sería algo así como saber leer en los demás percibiendo la información de lo que nos transmiten, lo que hacen, cómo lo hacen, la expresión de cara que nos ponen. Estos indicios están relacionados con la inteligencia emocional.
Se trata, en definitiva, de interpretar toda una serie de mensajes que nos envían por medio de un lenguaje tanto verbal como gestual. Todo ello requiere estar atentos a la otra persona, lo que implica no pasar de ella.
Por lo general, caemos en la superficialidad y, con frecuencia, en la indiferencia porque, en definitiva, el otro nos importa poco. Ser empático obliga a algo más que a esbozar una educada sonrisa de cortesía. Se puede ser simpático mientras dura la sonrisa pero no por ello seremos empáticos. La empatía obliga a con-prometerse con el otro. Solo desde la comprensión y la apertura de miras podemos captar el mensaje que envían los demás.
La persona con inteligencia emocional es capaz de ponerse en el lugar del otro para entender sus estados de alegría o de dolor. La alegría ajena, por ser consecuencia de una fase de bienestar, parece que estamos menos propensos a asumirla –supuestamente nos congratulamos e, incluso, hasta la envidiamos–.
Por el contrario, ante el sufrimiento ajeno aparentamos ser más sensibles, más solidarios, más compasivos. Es cierto que un alto grado de empatía conduce a la compasión (sufrir-con) en el sentido más humano del término, hasta el punto de hacer nuestros los sufrimientos ajenos con la intención de compartir su desgracia. Una manifestación de esto es el socorrido –no por ello falso– “le acompaño en el sentimiento” cuando ha fallecido una persona querida.
La empatía viene a ser algo así como nuestra conciencia social, pues a través de ella se pueden apreciar los sentimientos y necesidades de los demás, El proceder con empatía no significa estar de acuerdo con lo que piense el otro, aunque es cierto que tendemos a ser más empáticos con las personas afines a nuestra manera de pensar. ¡Evidentemente! En el proceso de socialización cobran especial importancia, entre otros, valores como la dignidad de la persona, la familia, el diálogo, la convivencia desde el respeto, además de la tolerancia.
¿Dónde se aprende la empatía? Una vez más hay que hacer hincapié en la sufrida –y a la par imprescindible– querida familia. Ella es nuestro colchón emocional en el que, desde la infancia, nos con-formamos (formamos o deformamos) como sujetos sociales. La escuela es la otra parcela que puede terminar de anclar valores socioafectivos como la amabilidad, la amistad, el aprecio, la unión... con los demás.
Ser empáticos obliga a observar y estar muy atentos a las personas que nos circundan, portarles atención. Recuerden que leer requiere conocimiento de los códigos, atención para enterarse de lo leído. Y leer en los demás para poder con-partir una situación emocional demanda todo un esfuerzo de concentración en los mensajes que envía dicha persona.
La empatía como valor es un abono necesario para el crecimiento y el desarrollo mental, emocional y moral, hasta tal punto que hace a la persona abierta, receptiva para ser capaz de ponerse en el lugar del otro. El sujeto empático es comprensivo, solidario y sobre todo tolerante, rasgos que conformarían la personalidad y completarían la madurez emocional de una persona.
Si somos negados para identificarnos mental y afectivamente con el estado de ánimo del otro, significa que, como personas, estamos limitados tanto en capacidad emocional como intelectual. La falta de empatía entraña indiferencia, es una manifestación muy sutil del egoísmo que nos hace pasar del otro y sus problemas.
El no empático –necesariamente no tiene que ser antipático– está abocado al fracaso en sus relaciones con los demás, ya sea con su pareja, con el círculo de conocidos –no digo amigos, porque la ausencia de empatía amputa la amistad–, con los compañeros de trabajo, etcétera.
Dicho en otros términos: la vida es un juego de reciprocidad en la que recibimos lo que damos, lo que sembramos. Expresado así puede sonar a puro egoísmo por aquello de tanto me das, tanto te doy, pero si partimos de aceptar que en la base de la moralidad debe ubicarse la empatía en la cual, a su vez, está la raíz del altruismo como valor capaz de procurar el bien ajeno aun a costa del propio, entonces habremos dejado de ser analfabetos emocionales.
La realidad es que vivimos en una sociedad en la que cada vez escurrimos más el bulto y nos recluimos en nosotros mismos. Solemos justificarnos con un "¡bastante tengo ya con mis problemas!". Poco a poco, la Sociedad de la Información nos ha ido encerrando en una burbuja personal. Hay que reconocer que la televisión, el móvil e internet colaboran en dicho aislamiento, en la medida en que nos transportan a una especie de autismo que nos repliega en nosotros mismos.
Como dato significativo no resulta extraño ver cómo el móvil acapara nuestra atención más que las personas con las que compartimos un rato de asueto. Al igual que podemos sentir muy cercana una catástrofe ocurrida a mucha distancia y no prestar atención a los problemas del entorno más próximo. ¡Maravillas de la técnica!
PEPE CANTILLO