Los sentidos son los únicos que nos permiten viajar a un tiempo pretérito. A menudo a momentos felices o, cuando menos, alegres. He recuperado aquella camisa de organdí que tanto me acompañó en esas noches de risas y bailes por bares desconocidos, con mi traje sastre y mi reloj con cadena, herencia de algún antepasado.
Aquello era libertad: vestir como quería, ir a clubes llenos de gente diferente donde todo el mundo cabía. "Diversidad" era la palabra. Nadie criticaba a nadie, la música nos unía. La uniformidad me aterra. Jóvenes con salud de hierro capaces de bailar sin parar durante horas.
Nunca probé las drogas, no más allá del alcohol y algún cigarro que me supo a estiércol. Era la novedad: había que probar el maldito cigarro. Gracias que a mí no me atrapó. Mi droga favorita es la música, la buena música, esa que es eterna y está llena de sensaciones, que te libera, a la par que te hipnotiza.
Cuando suenan los primeros acordes de guitarra de Long train running, de The Doobie Brothers, las piernas reviven, cobran independencia: son serpientes indias que solo responden a la flauta. Ese veneno va subiendo por la cintura, se extiende por los brazos y suelta el cuello. La cabeza no puede parar de moverse y los pensamientos desaparecen. Explosión de emociones que me hacen etérea e insuflan mi pecho con un cosquilleo de pura felicidad.
Podría saltar, gritar. Miradas cómplices con mis amigas adictas al baile. Esta nos gusta. Va muriendo la canción y la mente se prepara para la siguiente. Por favor, por favor, que sea Show me love de Robin S. El disc jockey era un mago: mezclaba con tanta elegancia que te mantenía todo el tiempo en una nube de endorfinas, sin parar el ritmo. Y todo por una camisa...
Aquello era libertad: vestir como quería, ir a clubes llenos de gente diferente donde todo el mundo cabía. "Diversidad" era la palabra. Nadie criticaba a nadie, la música nos unía. La uniformidad me aterra. Jóvenes con salud de hierro capaces de bailar sin parar durante horas.
Nunca probé las drogas, no más allá del alcohol y algún cigarro que me supo a estiércol. Era la novedad: había que probar el maldito cigarro. Gracias que a mí no me atrapó. Mi droga favorita es la música, la buena música, esa que es eterna y está llena de sensaciones, que te libera, a la par que te hipnotiza.
Cuando suenan los primeros acordes de guitarra de Long train running, de The Doobie Brothers, las piernas reviven, cobran independencia: son serpientes indias que solo responden a la flauta. Ese veneno va subiendo por la cintura, se extiende por los brazos y suelta el cuello. La cabeza no puede parar de moverse y los pensamientos desaparecen. Explosión de emociones que me hacen etérea e insuflan mi pecho con un cosquilleo de pura felicidad.
Podría saltar, gritar. Miradas cómplices con mis amigas adictas al baile. Esta nos gusta. Va muriendo la canción y la mente se prepara para la siguiente. Por favor, por favor, que sea Show me love de Robin S. El disc jockey era un mago: mezclaba con tanta elegancia que te mantenía todo el tiempo en una nube de endorfinas, sin parar el ritmo. Y todo por una camisa...
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ