En estos tiempos agitados de silencio y aislamiento, son frecuentes los libros de los grandes escritores españoles que apelan a sus vidas pasadas, a sus recuerdos o a sus experiencias durante el confinamiento para manifestarnos los sentimientos y emociones que les invaden, por lo que acuden a relatos que nos aproximan a sus vivencias más íntimas. Es lo que sucede con Julio Llamazares y Luis Landero con sus obras recientes: Primavera extremeña y El huerto de Emerson, respectivamente, y de las que he hablado en este medio.
También, por estas fechas, me encuentro finalizando La escapada, magnífico relato de Gonzalo Hidalgo Bayal, autor extremeño nacido en el pueblecito de Higuera de Albalat, y que podríamos incluirlo en la modalidad de ‘autoficción’, esto es, un relato en el que el escritor se convierte en la voz del narrador, de modo que, acudiendo a hechos que marcaron su vida, acaban entremezclados con las reflexiones que lleva a cabo nacidas a partir de los diálogos mantenidos con un personaje creado ficticiamente.
En el fondo, es un intento de recuperar el tiempo perdido; ese tiempo que se fue definitivamente y que solo a través de la evocación de aquellas imágenes que fueron archivadas en la memoria se hace posible traerlo a un presente cargado de melancolía.
En cierto modo, y salvando las distancias de los estilos literarios que cada cual trabaja, a mi modo de ver, estas tramas suponen un acercamiento por diferentes rutas a la obra magna del escritor francés Marcel Proust: En busca del tiempo perdido.
Tengo que apuntar que Marcel Proust (1871-1922), injustamente, no recibió el Premio Nobel de Literatura. Tampoco lo recibieron Franz Kafka, ni Virginia Woolf, ni James Joyce, ni Jorge Luis Borges, ni Fernando Pessoa, ni Julio Cortázar, ni Antón Chéjov... De todas formas, no es necesario ser reconocido por el jurado de este aclamado premio para encontrarse dentro de los escritores que han dejado una profunda huella dentro de la literatura.
Cierto que Proust no era un filósofo; pero no es necesario ser un autor de ensayos para reflexionar en las obras de ficción sobre los múltiples aspectos de la vida, más aún, cuando un escritor se embarca en la inmensa tarea de basarse en los recuerdos que se han acumulado a lo largo de los años como intento de recobrar el tiempo que se fue o una época que ya la consideramos definitivamente extraviada en la vorágine de hechos que se superponen sin ninguna pausa.
De este modo, a la largo de esta inmensa obra se deslizan reflexiones sobre la propia vida, acerca del poder evocador de la memoria, sobre la nostalgia del tiempo que inapelablemente se marchitó, así como de la fragilidad la existencia humana y, necesariamente, sobre su sentido o su sinsentido.
Todo lo que he indicado es posible rastrearlo en los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido: Por el camino de Swann (CS); A la sombra de las muchachas en flor (S); El mundo de Guermantes (MG); Sodoma y Gomorra (SG); La prisionera (P); La fugitiva o Albertina ha desaparecido (F) y El tiempo recobrado (TR).
Es lo que a continuación realizaré por medio de frases extraídas de esos volúmenes, indicando, al final de cada una de ellas, las obras en las que se encuentran por medio de las iniciales colocadas entre paréntesis. Al final de la lectura, comprobaremos que hay dos ideas que subyacen de forma reiterada en la obra de Proust: el tiempo y la memoria.
“El hombre no tiene la longitud de su cuerpo, sino la de sus años. Debe arrastrarlos con él cuando se mueve, tarea cada vez más enorme y que acaba por vencerle” (TR).
“Con adolescentes que duran un número suficiente de años es con lo que la vida hace ancianos” (TR).
“Cada cual, según su edad, conoció momentos distintos, y la discreción de los ancianos impide a los jóvenes formarse una idea del pasado y abarcar un ciclo entero” (MG).
“Los días de antaño recubren poco a poco los que les precedieron y a su vez quedan sepultados por los que les siguen. Cada día de antaño ha quedado dispuesto en nosotros como en una inmensa biblioteca donde hubiera, entre los libros más viejos, un ejemplar que sin duda nadie irá a pedir jamás” (P).
Marcel Proust vivió solamente 51 años; sin embargo, contemplaba con melancolía el devenir del tiempo, de modo que el futuro era un camino hacia la senectud, hacia un tiempo todavía no escrito, y en el que los recuerdos se almacenan, se arrastran, como parte de una memoria inútil, ya que a los más jóvenes no les interesa ese pasado.
Sin embargo, el autor, en otros momentos, echa de menos el relato de los ancianos para que quienes les siguen puedan hacerse una idea cabal del ciclo completo que es la vida. Entre la necesidad de explicación y el desinterés, cada cual va construyendo su ruta marcada por las sombras de la incertidumbre.
“Nuestros recuerdos nos pertenecen, pero solo a la manera de aquellas propiedades que tienen pequeñas puertas ocultas que ni siquiera nosotros conocíamos y que algún vecino nos abre, de manera que, al menos por un lado por el que nunca habíamos entrado, nos encontramos de nuevo en casa” (F).
“El pasado no solo no es fugaz, es que no se mueve de sitio” (MG).
“Si nuestra vida es vagabunda, nuestra memoria es sedentaria” (TR).
“A los trastornos de la memoria van ligadas a las intermitencias del corazón. Sin duda es la existencia de nuestro cuerpo, que nos parece un recipiente en el que estaría encerrada nuestra espiritualidad, lo que nos induce a suponer que todos nuestros bienes interiores, nuestras alegrías pasadas, todos nuestros dolores, están perpetuamente en nuestra posesión” (SG).
Ciertamente, a medida que avanzamos, a medida que crecemos, sin ser conscientes de ello, vamos construyendo la memoria de lo que hemos sido, que es la que explica y da sentido a lo que somos ahora. Bien es cierto que, como poéticamente dice Proust, en esa memoria hay ‘puertas’ no conocidas y que son otros los que nos las pueden abrir. Son puertas que muchas veces corresponden al tiempo de la infancia y de la adolescencia, épocas en las que todavía no había asomado la capacidad de introspección o de reflexión sobre uno mismo.
Serán otros, entonces, los que en algunos momentos nos aclaran hechos pasados sobre los que no teníamos suficientes datos para dar una interpretación lo más ajustada posible de aquellas imágenes que confusamente asomaban en nuestra mente. Y eran como pasos que se nos abrían e iluminaban la oscuridad de borrosos recuerdos.
“Cuando hemos pasado cierta edad, el alma del niño que fuimos y el alma de los muertos de los que surgimos vienen a lanzarnos a puñados sus riquezas y sus maleficios, pidiendo cooperar con los nuevos sentimientos que experimentamos y en los que, borrando su antigua efigie, los refundimos en una creación original” (P).
“El ser que yo seré después de mi muerte no tiene más razones de acordarse del hombre que soy desde mi nacimiento, de las que tiene este de acordarse de lo que fui antes de nacer” (SG).
“Nuestro más justo y cruel castigo por el olvido total, tranquilo como el de los cementerios, con el que nos hemos alejado de aquellos que ya dejamos de amar, es que entrevemos este mismo olvido referido a aquellos que aún amamos” (F).
Y en este perpetuo movimiento que es la vida, llegará el momento en el que finalmente nosotros también acabemos convertidos en recuerdo. Seremos memoria y tiempo pasado que, quizás, acaben alojándose en la mente o en el corazón de algunos a los que hemos querido a lo largo de nuestra existencia.
También, por estas fechas, me encuentro finalizando La escapada, magnífico relato de Gonzalo Hidalgo Bayal, autor extremeño nacido en el pueblecito de Higuera de Albalat, y que podríamos incluirlo en la modalidad de ‘autoficción’, esto es, un relato en el que el escritor se convierte en la voz del narrador, de modo que, acudiendo a hechos que marcaron su vida, acaban entremezclados con las reflexiones que lleva a cabo nacidas a partir de los diálogos mantenidos con un personaje creado ficticiamente.
En el fondo, es un intento de recuperar el tiempo perdido; ese tiempo que se fue definitivamente y que solo a través de la evocación de aquellas imágenes que fueron archivadas en la memoria se hace posible traerlo a un presente cargado de melancolía.
En cierto modo, y salvando las distancias de los estilos literarios que cada cual trabaja, a mi modo de ver, estas tramas suponen un acercamiento por diferentes rutas a la obra magna del escritor francés Marcel Proust: En busca del tiempo perdido.
Tengo que apuntar que Marcel Proust (1871-1922), injustamente, no recibió el Premio Nobel de Literatura. Tampoco lo recibieron Franz Kafka, ni Virginia Woolf, ni James Joyce, ni Jorge Luis Borges, ni Fernando Pessoa, ni Julio Cortázar, ni Antón Chéjov... De todas formas, no es necesario ser reconocido por el jurado de este aclamado premio para encontrarse dentro de los escritores que han dejado una profunda huella dentro de la literatura.
Cierto que Proust no era un filósofo; pero no es necesario ser un autor de ensayos para reflexionar en las obras de ficción sobre los múltiples aspectos de la vida, más aún, cuando un escritor se embarca en la inmensa tarea de basarse en los recuerdos que se han acumulado a lo largo de los años como intento de recobrar el tiempo que se fue o una época que ya la consideramos definitivamente extraviada en la vorágine de hechos que se superponen sin ninguna pausa.
De este modo, a la largo de esta inmensa obra se deslizan reflexiones sobre la propia vida, acerca del poder evocador de la memoria, sobre la nostalgia del tiempo que inapelablemente se marchitó, así como de la fragilidad la existencia humana y, necesariamente, sobre su sentido o su sinsentido.
Todo lo que he indicado es posible rastrearlo en los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido: Por el camino de Swann (CS); A la sombra de las muchachas en flor (S); El mundo de Guermantes (MG); Sodoma y Gomorra (SG); La prisionera (P); La fugitiva o Albertina ha desaparecido (F) y El tiempo recobrado (TR).
Es lo que a continuación realizaré por medio de frases extraídas de esos volúmenes, indicando, al final de cada una de ellas, las obras en las que se encuentran por medio de las iniciales colocadas entre paréntesis. Al final de la lectura, comprobaremos que hay dos ideas que subyacen de forma reiterada en la obra de Proust: el tiempo y la memoria.
“El hombre no tiene la longitud de su cuerpo, sino la de sus años. Debe arrastrarlos con él cuando se mueve, tarea cada vez más enorme y que acaba por vencerle” (TR).
“Con adolescentes que duran un número suficiente de años es con lo que la vida hace ancianos” (TR).
“Cada cual, según su edad, conoció momentos distintos, y la discreción de los ancianos impide a los jóvenes formarse una idea del pasado y abarcar un ciclo entero” (MG).
“Los días de antaño recubren poco a poco los que les precedieron y a su vez quedan sepultados por los que les siguen. Cada día de antaño ha quedado dispuesto en nosotros como en una inmensa biblioteca donde hubiera, entre los libros más viejos, un ejemplar que sin duda nadie irá a pedir jamás” (P).
Marcel Proust vivió solamente 51 años; sin embargo, contemplaba con melancolía el devenir del tiempo, de modo que el futuro era un camino hacia la senectud, hacia un tiempo todavía no escrito, y en el que los recuerdos se almacenan, se arrastran, como parte de una memoria inútil, ya que a los más jóvenes no les interesa ese pasado.
Sin embargo, el autor, en otros momentos, echa de menos el relato de los ancianos para que quienes les siguen puedan hacerse una idea cabal del ciclo completo que es la vida. Entre la necesidad de explicación y el desinterés, cada cual va construyendo su ruta marcada por las sombras de la incertidumbre.
“Nuestros recuerdos nos pertenecen, pero solo a la manera de aquellas propiedades que tienen pequeñas puertas ocultas que ni siquiera nosotros conocíamos y que algún vecino nos abre, de manera que, al menos por un lado por el que nunca habíamos entrado, nos encontramos de nuevo en casa” (F).
“El pasado no solo no es fugaz, es que no se mueve de sitio” (MG).
“Si nuestra vida es vagabunda, nuestra memoria es sedentaria” (TR).
“A los trastornos de la memoria van ligadas a las intermitencias del corazón. Sin duda es la existencia de nuestro cuerpo, que nos parece un recipiente en el que estaría encerrada nuestra espiritualidad, lo que nos induce a suponer que todos nuestros bienes interiores, nuestras alegrías pasadas, todos nuestros dolores, están perpetuamente en nuestra posesión” (SG).
Ciertamente, a medida que avanzamos, a medida que crecemos, sin ser conscientes de ello, vamos construyendo la memoria de lo que hemos sido, que es la que explica y da sentido a lo que somos ahora. Bien es cierto que, como poéticamente dice Proust, en esa memoria hay ‘puertas’ no conocidas y que son otros los que nos las pueden abrir. Son puertas que muchas veces corresponden al tiempo de la infancia y de la adolescencia, épocas en las que todavía no había asomado la capacidad de introspección o de reflexión sobre uno mismo.
Serán otros, entonces, los que en algunos momentos nos aclaran hechos pasados sobre los que no teníamos suficientes datos para dar una interpretación lo más ajustada posible de aquellas imágenes que confusamente asomaban en nuestra mente. Y eran como pasos que se nos abrían e iluminaban la oscuridad de borrosos recuerdos.
“Cuando hemos pasado cierta edad, el alma del niño que fuimos y el alma de los muertos de los que surgimos vienen a lanzarnos a puñados sus riquezas y sus maleficios, pidiendo cooperar con los nuevos sentimientos que experimentamos y en los que, borrando su antigua efigie, los refundimos en una creación original” (P).
“El ser que yo seré después de mi muerte no tiene más razones de acordarse del hombre que soy desde mi nacimiento, de las que tiene este de acordarse de lo que fui antes de nacer” (SG).
“Nuestro más justo y cruel castigo por el olvido total, tranquilo como el de los cementerios, con el que nos hemos alejado de aquellos que ya dejamos de amar, es que entrevemos este mismo olvido referido a aquellos que aún amamos” (F).
Y en este perpetuo movimiento que es la vida, llegará el momento en el que finalmente nosotros también acabemos convertidos en recuerdo. Seremos memoria y tiempo pasado que, quizás, acaben alojándose en la mente o en el corazón de algunos a los que hemos querido a lo largo de nuestra existencia.
AURELIANO SÁINZ