Hay títulos enigmáticos que nunca he logrado decodificar en toda su integridad, como este de Joan Margarit: Amar es dónde. ¿Donde estés? ¿Dónde es un lugar? El poeta escribe: “Recupero/ el viejo impulso, el rayo luminoso/ en esta oscuridad en la que amar es dónde”.
Dicen los doctores en la materia y los letristas de boleros que la distancia es el olvido. Bueno, habrá algo de poesía en poner unos cuantos kilómetros de por medio entre los amantes, pero sin distancia el amor tampoco crece ni se mantiene.
Dicen los doctores en la materia y los letristas de boleros que la distancia es el olvido. Bueno, habrá algo de poesía en poner unos cuantos kilómetros de por medio entre los amantes, pero sin distancia el amor tampoco crece ni se mantiene.
Hay una inseguridad torpe en estas afirmaciones en las que el amor más efectivo se representa como un pájaro enjaulado. Margarit escribe: “La vida nos acostumbra, más allá del mezzo del cammin, a la presencia de lejanías, tanto al mirarnos hacia atrás como si lo hacemos hacia adelante”.
La obra de Margarit es plenamente bilingüe en catalán y castellano. Carles Geli ha escrito que el poeta llevaba un poema en curso siempre en los bolsillos, pero “dentro de una semana, a lo sumo, llevaré dos, que será el poema en castellano, pero no es una traducción: ambos hacen su camino”, decía.
Tal vez llevara muchos más, porque la poesía en sí misma es una traducción imposible de la vida, que solo cobra sentido después de muchas deconstrucciones encriptadas en las vísceras. Margarit lo escribió así: “La lengua en la que hablo y la lengua en la que escribo los poemas es la misma”.
La obra de Margarit es plenamente bilingüe en catalán y castellano. Carles Geli ha escrito que el poeta llevaba un poema en curso siempre en los bolsillos, pero “dentro de una semana, a lo sumo, llevaré dos, que será el poema en castellano, pero no es una traducción: ambos hacen su camino”, decía.
Tal vez llevara muchos más, porque la poesía en sí misma es una traducción imposible de la vida, que solo cobra sentido después de muchas deconstrucciones encriptadas en las vísceras. Margarit lo escribió así: “La lengua en la que hablo y la lengua en la que escribo los poemas es la misma”.
Él sabía, porque lo escribió, que algunos poetas así lo entendían, como Gabriel Ferrater o Philip Larkin. Pero otros, como Josep Carner, acentuaban las diferencias entre la lengua hablada y la del poema. El poeta catalán, finalmente, se reconciliaba con ambos: “Pero todos ellos me han enseñado que la inspiración, por lejano o extraño que parezca a veces el poema, no puede venir más que de la propia vida”.
Claro, solamente hay un dónde que es la vida, que es el dónde donde habitamos y sufrimos y amamos. Ningún gran poeta lo ha sido si no ha escrito en su propia lengua, acostumbraba a decir. Aquí también los caminos se bifurcan y tal vez no hable solo de la lengua como tal, sino de su propia esencia, de la soledad que lo ata a las palabras, de su dificultad de transmitir el afecto.
Claro, solamente hay un dónde que es la vida, que es el dónde donde habitamos y sufrimos y amamos. Ningún gran poeta lo ha sido si no ha escrito en su propia lengua, acostumbraba a decir. Aquí también los caminos se bifurcan y tal vez no hable solo de la lengua como tal, sino de su propia esencia, de la soledad que lo ata a las palabras, de su dificultad de transmitir el afecto.
Después de todo, la poesía está ahí para complementar la vida, aunque su simiente sea la misma existencia. La tristeza que no logra asimilar la vida, el poeta la tritura en la licuadora del verso. Obviamente, el resultado es una tristeza fácil de asimilar y digerir.
La tristeza, ya se sabe, nos vale para la literatura y la música, pero mejor si es prescindible en la vida. Sin tristeza no hay poemas, pero con tristeza tampoco hay vida. Así que lo mejor será amasar los excesos de este combustible para doblegar a las palabras y después bajar a la noche libres de prejuicios, perjuicios y somnolencias.
Margarit lo sabía y escribió: “Debo convivir/ con la tristeza y la felicidad,/ vecinas implacables”. A la batidora de la vida, quién lo diría, le caben muchos más ingredientes, muchos de ellos, en ocasiones, incompatibles, como la tristeza y la felicidad. Y cuando crecen los años en número y en cansancio, la sospecha de que la vida es efímera se agarra a la garganta como una gripe nueva y adhesiva sin solución.
Margarit lo sabía y escribió: “Debo convivir/ con la tristeza y la felicidad,/ vecinas implacables”. A la batidora de la vida, quién lo diría, le caben muchos más ingredientes, muchos de ellos, en ocasiones, incompatibles, como la tristeza y la felicidad. Y cuando crecen los años en número y en cansancio, la sospecha de que la vida es efímera se agarra a la garganta como una gripe nueva y adhesiva sin solución.
El poeta catalán lo iba sospechando, que el final solo es una mala experiencia que nos aguarda al final de nuestra existencia: “Se acerca la última verdad, durísima y sencilla./ Como los trenes que en la infancia,/ jugando en el andén, me pasaban rozando”.
Sí. El fin nos pasa rozando, pero nos lleva de lleno, sin voluntad y sin aviso previo. El coronavirus le impidió recibir el Premio Cervantes con todo el protocolo de la fiesta y sin el discurso propio del reconocimiento. Él se contentaba afirmando que hacer un poema es mucho más difícil que morirse. Lo decía con mucha humildad confundida: “No lo puede hacer todo el mundo, un poema. Morirse está al alcance de todos”.
Sí. El fin nos pasa rozando, pero nos lleva de lleno, sin voluntad y sin aviso previo. El coronavirus le impidió recibir el Premio Cervantes con todo el protocolo de la fiesta y sin el discurso propio del reconocimiento. Él se contentaba afirmando que hacer un poema es mucho más difícil que morirse. Lo decía con mucha humildad confundida: “No lo puede hacer todo el mundo, un poema. Morirse está al alcance de todos”.
Pero los poetas no son tan sinceros cuando se trata de cruzar la última mampara que los aleja imponderablemente de los versos aún no escritos. Porque dejar la vida, así como así, siempre es el poema de más difícil materialización.
Escribió que hay muy pocos libros que le deslumbraran y muy poca música que pudiera consolarlo. Se esforzaba para mantener el brillo del oro humilde “que conservo aún”. Por eso hablaba con “los que no están”. Eso sí, lo hacía sonriendo, pero no iba nunca “a ese lugar donde la muerte/ lo es de oficio y las flores son más feas”. Pero no se confundía con una de las pocas convicciones que inspiraron sus poemarios: “En saber estar triste hay energía./ La última en perderse”.
Leo a Joan Margarit ahora que ya no está con nosotros. Leo sus poemas herméticos como esponjas que todo lo mimetizan, sobre todo el exceso de tristeza que mata tanto como el colesterol o el azúcar o la arritmia.
Escribió que hay muy pocos libros que le deslumbraran y muy poca música que pudiera consolarlo. Se esforzaba para mantener el brillo del oro humilde “que conservo aún”. Por eso hablaba con “los que no están”. Eso sí, lo hacía sonriendo, pero no iba nunca “a ese lugar donde la muerte/ lo es de oficio y las flores son más feas”. Pero no se confundía con una de las pocas convicciones que inspiraron sus poemarios: “En saber estar triste hay energía./ La última en perderse”.
Leo a Joan Margarit ahora que ya no está con nosotros. Leo sus poemas herméticos como esponjas que todo lo mimetizan, sobre todo el exceso de tristeza que mata tanto como el colesterol o el azúcar o la arritmia.
Hay en esa tristeza alegre de sus versos una apuesta firme firmada ante notario, como quien declara que cuanto ha escrito lo suscribirá para siempre, como si cada libro fuese una célula inseparable de su cuerpo. Leo estos versos que, aunque también enigmáticos, los asumo como propios: “Ahí lo descubrí: para ser libre,/ que aquellos que te quieren/ no sepan dónde estás”.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO