Hoy abrí la puerta de la terraza, y el sol iluminaba toda la habitación. Afuera, el ruido del mundo, a veces también el silencio del mundo, rompían el clímax que necesitaba para la lectura. De fondo, el piano de Glenn Gould me ayudó a aislarme en mi sillón relax de la vida que fluía detrás de los cristales.
Hay días, como hoy, que me echo en el sillón y abro un libro, y pasan las horas sin la conciencia de que también pasa la vida. Pero no me preocupa. Para mí, la lectura es parte inalienable de la vida. No sé qué hubiera sido de mí sin los libros.
Ahora releo. Sé que hay muchos volúmenes en los que nunca lograré decodificar mi alma. Sin embargo, la relectura se me hace un ejercicio imprescindible en un mundo en el que el olvido nos muestra sus aristas cada vez más estrechas, cuyos bordes se tropiezan unos con otros como si quisieran cubrir la misma superficie.
Releo algunos libros de mi vida, y su segunda lectura, en ocasiones, me parece la primera o bien otra distinta. Como si alguien, en esta realidad fantasmagórica que atraviesa nuestras biografías, hubiera vuelto a reescribir esas mismas páginas que las creíamos parte de nosotros y que ahora, años después, viven su propia existencia ajenas a nuestra primera mirada.
Otros libros, en cambio, perduran en la memoria sin apenas rasguños ni dobleces, como si cada uno de nosotros hubiéramos escrito una a una cada una de sus páginas y su recuerdo se mantuviera imperturbable pese al paso de los años.
Pero los más enigmáticos son aquellos que, siendo lo que son o lo que fueron, mantienen una capa de enigmática magia que los hace los mismos y otros al mismo tiempo, como si sus páginas pudieran abarcar tantas vidas como lectores, y tantas interpretaciones como el lector fuera capaz de abarcar o de imponerles.
He leído –releído– hoy, durante todo el día, con la sensación baldía de que tal vez haya perdido la jornada entre volúmenes que ya me son propios. Pero no ha sido así.
Releyendo mis libros de cuando era un estudiante de periodismo en Madrid, he recreado no solo el contenido de estos volúmenes, sino los días de una juventud que administrábamos como buenamente podíamos, porque nadie nos había dado instrucciones al respecto. En aquel mundo que nacía sin que nadie nos hubiera advertido de que iba a ser así, dibujamos un horizonte, nunca equivocado, pero sí más ancho que el ya diseñado por otros sin nuestra previa consulta.
Tan jóvenes, jugábamos a cambiar el mundo, pero ya el mundo lo modelaban acorde a las demandas de unos y de otros, nunca de nosotros. En el mundo cabemos muchos, decía un amigo. Claro, somos demasiados.
Y ahora cuesta identificar a aquellos si no es por los libros que leíamos, y las calles que transitábamos de noche con algunas copas de más, y las películas que nos aburrían, pero nos hacían pensar, y los profesores, algunos tan estirados y tan bien hablados, que nos descifraban este mundo como otro mundo posible.
Era ayer, pero ahora que miro la puerta entreabierta de la terraza y veo otro paisaje que nunca soñé y que tampoco rechazo, no sé por qué apagamos los sueños incandescentes de los años jóvenes.
Releo aquellos libros y veo esos días idos para siempre y nuestras dudas intachables, y nuestros sueños justificados a ninguna manera, y aquellos proyectos ilusionantes y marchitos que siguen viviendo en la memoria. Releo para vivir, me digo. O para no morir, pienso a veces.
Releo porque no me basta una mirada a la calle, porque el lenguaje oral de las tabernas se acartona como el menú de ayer y porque el presente, si no lo alimentamos, no alcanzaremos a compararlo con otros momentos vividos.
Hoy me he metido a solas con mis libros, como si el mundo fuese un dúplex al que nunca subo, o solo lo hago a veces, y en esa planta baja de la comodidad encuentro sin buscar trozos de una existencia olvidada, desmaquillada, que amo y que, en ocasiones, sin ambages, ella misma me busca, porque la existencia es un todo inabarcable, una historia escrita a cachos, a trozos, a empujones, a veces con la tristeza de frente y otras con la algarabía en exceso, pero siempre empujando a favor o en contra de nuestra voluntad.
Y ahí andamos nosotros, metiéndonos las manos en los intestinos para ver qué nos encontramos o para descifrar un destino maltrecho o libre, o sencillamente respirando para no morir de inanición.
Hoy estuve encerrado entre libros, entre los libros de una juventud que nunca se va del todo si la retienes con la seducción de quien la alimenta con pasión y no con la incredulidad de quien no cree en los actos eternos, en los momentos que solo se parecen a los sueños, en las circunstancias intangibles que nos mueven de allá para acá, con la sorpresa irreductible de quien no cree en nada, tan solo en los amores inexplicables que siempre vuelven y te pillan releyendo un libro de entonces.
Hay días, como hoy, que me echo en el sillón y abro un libro, y pasan las horas sin la conciencia de que también pasa la vida. Pero no me preocupa. Para mí, la lectura es parte inalienable de la vida. No sé qué hubiera sido de mí sin los libros.
Ahora releo. Sé que hay muchos volúmenes en los que nunca lograré decodificar mi alma. Sin embargo, la relectura se me hace un ejercicio imprescindible en un mundo en el que el olvido nos muestra sus aristas cada vez más estrechas, cuyos bordes se tropiezan unos con otros como si quisieran cubrir la misma superficie.
Releo algunos libros de mi vida, y su segunda lectura, en ocasiones, me parece la primera o bien otra distinta. Como si alguien, en esta realidad fantasmagórica que atraviesa nuestras biografías, hubiera vuelto a reescribir esas mismas páginas que las creíamos parte de nosotros y que ahora, años después, viven su propia existencia ajenas a nuestra primera mirada.
Otros libros, en cambio, perduran en la memoria sin apenas rasguños ni dobleces, como si cada uno de nosotros hubiéramos escrito una a una cada una de sus páginas y su recuerdo se mantuviera imperturbable pese al paso de los años.
Pero los más enigmáticos son aquellos que, siendo lo que son o lo que fueron, mantienen una capa de enigmática magia que los hace los mismos y otros al mismo tiempo, como si sus páginas pudieran abarcar tantas vidas como lectores, y tantas interpretaciones como el lector fuera capaz de abarcar o de imponerles.
He leído –releído– hoy, durante todo el día, con la sensación baldía de que tal vez haya perdido la jornada entre volúmenes que ya me son propios. Pero no ha sido así.
Releyendo mis libros de cuando era un estudiante de periodismo en Madrid, he recreado no solo el contenido de estos volúmenes, sino los días de una juventud que administrábamos como buenamente podíamos, porque nadie nos había dado instrucciones al respecto. En aquel mundo que nacía sin que nadie nos hubiera advertido de que iba a ser así, dibujamos un horizonte, nunca equivocado, pero sí más ancho que el ya diseñado por otros sin nuestra previa consulta.
Tan jóvenes, jugábamos a cambiar el mundo, pero ya el mundo lo modelaban acorde a las demandas de unos y de otros, nunca de nosotros. En el mundo cabemos muchos, decía un amigo. Claro, somos demasiados.
Y ahora cuesta identificar a aquellos si no es por los libros que leíamos, y las calles que transitábamos de noche con algunas copas de más, y las películas que nos aburrían, pero nos hacían pensar, y los profesores, algunos tan estirados y tan bien hablados, que nos descifraban este mundo como otro mundo posible.
Era ayer, pero ahora que miro la puerta entreabierta de la terraza y veo otro paisaje que nunca soñé y que tampoco rechazo, no sé por qué apagamos los sueños incandescentes de los años jóvenes.
Releo aquellos libros y veo esos días idos para siempre y nuestras dudas intachables, y nuestros sueños justificados a ninguna manera, y aquellos proyectos ilusionantes y marchitos que siguen viviendo en la memoria. Releo para vivir, me digo. O para no morir, pienso a veces.
Releo porque no me basta una mirada a la calle, porque el lenguaje oral de las tabernas se acartona como el menú de ayer y porque el presente, si no lo alimentamos, no alcanzaremos a compararlo con otros momentos vividos.
Hoy me he metido a solas con mis libros, como si el mundo fuese un dúplex al que nunca subo, o solo lo hago a veces, y en esa planta baja de la comodidad encuentro sin buscar trozos de una existencia olvidada, desmaquillada, que amo y que, en ocasiones, sin ambages, ella misma me busca, porque la existencia es un todo inabarcable, una historia escrita a cachos, a trozos, a empujones, a veces con la tristeza de frente y otras con la algarabía en exceso, pero siempre empujando a favor o en contra de nuestra voluntad.
Y ahí andamos nosotros, metiéndonos las manos en los intestinos para ver qué nos encontramos o para descifrar un destino maltrecho o libre, o sencillamente respirando para no morir de inanición.
Hoy estuve encerrado entre libros, entre los libros de una juventud que nunca se va del todo si la retienes con la seducción de quien la alimenta con pasión y no con la incredulidad de quien no cree en los actos eternos, en los momentos que solo se parecen a los sueños, en las circunstancias intangibles que nos mueven de allá para acá, con la sorpresa irreductible de quien no cree en nada, tan solo en los amores inexplicables que siempre vuelven y te pillan releyendo un libro de entonces.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO