Otra vez encerrados. Otra vez viviendo en cuadrículas. Y todo porque hay gente que hace lo que le da la gana, sin pensar en otra cosa que en su ombligo. No estamos ante la lepra o la peste bubónica; no estamos ante un desconocimiento total de la forma de transmisión de esta pandemia. Estamos ante muchos incívicos que están matando y poniendo en riesgo la salud de los otros.
Solo hay que mantener la distancia de seguridad, llevar la mascarilla y lavarse mucho las manos. Así de fácil. No hay que resolver integrales dobles, ni ecuaciones en diferencias: solo seguir unas pautas sencillas.
Da igual el toque de queda si antes del mismo los parques están llenos de niñatos bebiendo, todos sin mascarilla, apelotonados, como si no hubiera un mañana. Algunos, en su egoísmo, han matado ya a algún padre o abuelo.
Ahora pasemos a las terrazas de los bares. No es que haya que cerrar la hostelería, da igual la hora: grupos de adultos ríen sin mascarilla aunque no estén consumiendo. Juntos. Muy juntos. Los fumadores echan humo y gérmenes a todo el que los rodea. Sin distancias y sin tener en cuenta la salud del otro.
Los que no se ríen son los sanitarios, que tienen que poner día tras día su vida en peligro porque unos cuantos gilipollas están haciendo lo que les sale de las narices. Y así estamos: unos van por libre y practican el libertinaje, y otros pagamos la consecuencias, ya sea con nuestro cuerpo o con nuestra salud mental, que ya no aguanta más.
¡Es una pena que no se hayan inventado máquinas del tiempo! Metería a todos los incautos y a los negacionistas en ella y los trasladaría al siglo XVIII. No voy a ser demasiado cruel y no los voy a llevar a la Edad Media, con las ratas corriendo y la gente muriendo cubierta de bubas pestilentes.
No. Los llevaría a un momento antes de las vacunas, cuando no había penicilina. Una época en la que morir de un resfriado estaba a la orden del día. Y los dejaría allí para siempre, para que descubrieran lo divertido que era vivir sin vacunas, sin higiene y sin conocimiento de lo que ocurría.
Bueno, a lo mejor traía de vuelta a la actualidad a uno o dos de estos negacionistas para que nos contaran su experiencia. Pero, ¿para qué? Total, ya están los libros de Historia y, sin embargo, nadie parece leerlos...
Solo hay que mantener la distancia de seguridad, llevar la mascarilla y lavarse mucho las manos. Así de fácil. No hay que resolver integrales dobles, ni ecuaciones en diferencias: solo seguir unas pautas sencillas.
Da igual el toque de queda si antes del mismo los parques están llenos de niñatos bebiendo, todos sin mascarilla, apelotonados, como si no hubiera un mañana. Algunos, en su egoísmo, han matado ya a algún padre o abuelo.
Ahora pasemos a las terrazas de los bares. No es que haya que cerrar la hostelería, da igual la hora: grupos de adultos ríen sin mascarilla aunque no estén consumiendo. Juntos. Muy juntos. Los fumadores echan humo y gérmenes a todo el que los rodea. Sin distancias y sin tener en cuenta la salud del otro.
Los que no se ríen son los sanitarios, que tienen que poner día tras día su vida en peligro porque unos cuantos gilipollas están haciendo lo que les sale de las narices. Y así estamos: unos van por libre y practican el libertinaje, y otros pagamos la consecuencias, ya sea con nuestro cuerpo o con nuestra salud mental, que ya no aguanta más.
¡Es una pena que no se hayan inventado máquinas del tiempo! Metería a todos los incautos y a los negacionistas en ella y los trasladaría al siglo XVIII. No voy a ser demasiado cruel y no los voy a llevar a la Edad Media, con las ratas corriendo y la gente muriendo cubierta de bubas pestilentes.
No. Los llevaría a un momento antes de las vacunas, cuando no había penicilina. Una época en la que morir de un resfriado estaba a la orden del día. Y los dejaría allí para siempre, para que descubrieran lo divertido que era vivir sin vacunas, sin higiene y sin conocimiento de lo que ocurría.
Bueno, a lo mejor traía de vuelta a la actualidad a uno o dos de estos negacionistas para que nos contaran su experiencia. Pero, ¿para qué? Total, ya están los libros de Historia y, sin embargo, nadie parece leerlos...
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ