La fatiga pandémica nos arrastra cada día a una desesperación controlada, a una monotonía agotada, a una necesidad consolidada de aspirar a cambiar los días. No ya de volver a una vida anterior, sino de saber, acaso, si hay un fin posible a estos momentos negros. El pensador esloveno Slavoj Žižek dice que unidos nos salvaremos. Dice también que a todos nos envuelve una fatiga crónica que no nos deja mirar alrededor.
En primavera sufríamos más, pero ahora la gente es indiferente, dice: “Nadie sabe qué va a pasar. La gente está literalmente perdiendo el deseo. En Sarajevo, con los francotiradores en los tejados, la gente luchaba por sobrevivir; después, cuando acabó la guerra, llegaron los suicidios. Me temo que ahora pase lo mismo. En medio año puede que la crisis sanitaria esté controlada, luego vendrá la económica, y la tercera ola será psicológica, los derrumbes emocionales, las generaciones destruidas”.
Vistas las cosas de este modo, el mundo se empequeñece a cada instante, como un laberinto de sensaciones que nos atrapa y nos confunde. Toda crisis amarra sus secuelas en sus últimos golpes. El mundo anterior cayó de golpe y, más tarde, se fue desmoronando pieza a pieza, como una eterna lluvia de granizo que cubrió las calles de un color indefinido y denso, a veces semejante al vacío, y en ocasiones de una delgadez tan invisible que parecía no estar en ninguna parte, solo más adentro de nosotros.
La covid-19 aporta paralelamente otras crisis que no se ven a primera vista pero que, como un iceberg, van mostrando una esquina de su dolor y su amenaza. La tercera ola es un ciclón que ha metido al mundo en una coctelera que gira sobre sí misma a una velocidad de vértigo.
El pasado jueves se alcanzó el punto más alto de casos por contagio. El Informe de la Sociedad Andaluza de Medicina Intensiva y Unidades Coronarias, en su informe de 16 de este mes, ya advertía de que la curva de nuevos casos se incrementaría mucho durante la pasada semana.
Decía también que el estándar de ingresos por casos diagnosticados subía al 1,6 por ciento y que, a partir de una ocupación estimada del 60 por ciento, se aplicaría de nuevo el 1 por ciento por la falta de camas. Y concluía diciendo que la tasa esperada de altas se seguía estimando de nuevo en función de la tendencia de altas respecto a pacientes ingresados.
Las estadísticas no registran en sí mismas la soledad de cada cual, pero encierran de manera incómoda el diagnóstico de estos días de incertidumbre y maldiciones. Se auguran los días peores para los hospitales, las víctimas retorciéndose sin aliento en camas prestadas que pronto abandonarán para que otro enfermo ocupe su lugar.
Y afuera, en la inconsciencia que nos infunden las fiestas que nunca tuvieron que celebrarse, algunos ciudadanos bromean con burlas desgastadas y anacrónicas y piden una risa deshilachada y disuelta como reconocimiento a su ridícula escenificación. También lo ha anunciado Žižek: “Todavía no estamos ahí, pero el humor volverá y será oscuro y brutal”.
Mientras tanto, hay quien alimenta las teorías conspirativas, los acertijos sin solución, las adivinanzas famélicas, los sueños truncados. Hay quien busca todavía una solución en el zinc de los tejados cuando el agua turbulenta de las tempestades castiga las tierras donde llueve sobre mojado.
Hay en cada disparate un argumento vencido y en cada silogismo un enigma nunca resuelto. El mundo se desvanece a nuestros pies y nosotros, cada uno a su modo, lo celebra con una botella de cava y medio de kilo de confetis esparcido por las calles. Con fuegos artificiales, por supuesto.
Hay una fatiga pandémica que llevamos incorporada a la espalda como una tortuga sostiene su caparazón, sin que sepamos todavía si será de por vida y deseando desprendernos de ella en cualquier esquina.
El pensador esloveno tampoco cree en las teorías conspirativas: “La covid no cayó del cielo, no salió de una sopa de murciélago en un rincón de Wuhan, forma parte de un sistema. No en el sentido new age, como una venganza espiritual de la naturaleza contra el capitalismo. La covid es materialismo puro, un proceso vacío de significado, algo que simplemente ocurre, pero por supuesto que lo hace en unas condiciones económicas determinadas. La naturaleza se recuperará, eso no me preocupa, la cuestión es si habrá lugar en ella para nosotros”.
Así que aquí estamos, mientras la tercera ola de la covid se cobra nuevas víctimas y los hospitales se preparan para vivir sus días más duros. Siempre son más duros. Así que aquí estamos con la fatiga a los hombros, cayéndosenos por los brazos como hierro fundido, como lava muerta e invisible y, pese a todo, con unas ganas también duras de vivir, de ponerle margaritas al amanecer, de mirar un paisaje desvaído que procuramos reconstruir cada noche metiéndonos en sueños prefabricados pero reconfortantes, anchos como un día con luz y alegres como eran los días antes de que esta pandemia habitara los últimos rincones de un planeta castigado y arrinconado en el confín del universo.
En primavera sufríamos más, pero ahora la gente es indiferente, dice: “Nadie sabe qué va a pasar. La gente está literalmente perdiendo el deseo. En Sarajevo, con los francotiradores en los tejados, la gente luchaba por sobrevivir; después, cuando acabó la guerra, llegaron los suicidios. Me temo que ahora pase lo mismo. En medio año puede que la crisis sanitaria esté controlada, luego vendrá la económica, y la tercera ola será psicológica, los derrumbes emocionales, las generaciones destruidas”.
Vistas las cosas de este modo, el mundo se empequeñece a cada instante, como un laberinto de sensaciones que nos atrapa y nos confunde. Toda crisis amarra sus secuelas en sus últimos golpes. El mundo anterior cayó de golpe y, más tarde, se fue desmoronando pieza a pieza, como una eterna lluvia de granizo que cubrió las calles de un color indefinido y denso, a veces semejante al vacío, y en ocasiones de una delgadez tan invisible que parecía no estar en ninguna parte, solo más adentro de nosotros.
La covid-19 aporta paralelamente otras crisis que no se ven a primera vista pero que, como un iceberg, van mostrando una esquina de su dolor y su amenaza. La tercera ola es un ciclón que ha metido al mundo en una coctelera que gira sobre sí misma a una velocidad de vértigo.
El pasado jueves se alcanzó el punto más alto de casos por contagio. El Informe de la Sociedad Andaluza de Medicina Intensiva y Unidades Coronarias, en su informe de 16 de este mes, ya advertía de que la curva de nuevos casos se incrementaría mucho durante la pasada semana.
Decía también que el estándar de ingresos por casos diagnosticados subía al 1,6 por ciento y que, a partir de una ocupación estimada del 60 por ciento, se aplicaría de nuevo el 1 por ciento por la falta de camas. Y concluía diciendo que la tasa esperada de altas se seguía estimando de nuevo en función de la tendencia de altas respecto a pacientes ingresados.
Las estadísticas no registran en sí mismas la soledad de cada cual, pero encierran de manera incómoda el diagnóstico de estos días de incertidumbre y maldiciones. Se auguran los días peores para los hospitales, las víctimas retorciéndose sin aliento en camas prestadas que pronto abandonarán para que otro enfermo ocupe su lugar.
Y afuera, en la inconsciencia que nos infunden las fiestas que nunca tuvieron que celebrarse, algunos ciudadanos bromean con burlas desgastadas y anacrónicas y piden una risa deshilachada y disuelta como reconocimiento a su ridícula escenificación. También lo ha anunciado Žižek: “Todavía no estamos ahí, pero el humor volverá y será oscuro y brutal”.
Mientras tanto, hay quien alimenta las teorías conspirativas, los acertijos sin solución, las adivinanzas famélicas, los sueños truncados. Hay quien busca todavía una solución en el zinc de los tejados cuando el agua turbulenta de las tempestades castiga las tierras donde llueve sobre mojado.
Hay en cada disparate un argumento vencido y en cada silogismo un enigma nunca resuelto. El mundo se desvanece a nuestros pies y nosotros, cada uno a su modo, lo celebra con una botella de cava y medio de kilo de confetis esparcido por las calles. Con fuegos artificiales, por supuesto.
Hay una fatiga pandémica que llevamos incorporada a la espalda como una tortuga sostiene su caparazón, sin que sepamos todavía si será de por vida y deseando desprendernos de ella en cualquier esquina.
El pensador esloveno tampoco cree en las teorías conspirativas: “La covid no cayó del cielo, no salió de una sopa de murciélago en un rincón de Wuhan, forma parte de un sistema. No en el sentido new age, como una venganza espiritual de la naturaleza contra el capitalismo. La covid es materialismo puro, un proceso vacío de significado, algo que simplemente ocurre, pero por supuesto que lo hace en unas condiciones económicas determinadas. La naturaleza se recuperará, eso no me preocupa, la cuestión es si habrá lugar en ella para nosotros”.
Así que aquí estamos, mientras la tercera ola de la covid se cobra nuevas víctimas y los hospitales se preparan para vivir sus días más duros. Siempre son más duros. Así que aquí estamos con la fatiga a los hombros, cayéndosenos por los brazos como hierro fundido, como lava muerta e invisible y, pese a todo, con unas ganas también duras de vivir, de ponerle margaritas al amanecer, de mirar un paisaje desvaído que procuramos reconstruir cada noche metiéndonos en sueños prefabricados pero reconfortantes, anchos como un día con luz y alegres como eran los días antes de que esta pandemia habitara los últimos rincones de un planeta castigado y arrinconado en el confín del universo.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO