“Pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad” es una de las frases que el político italiano Antonio Gramci pronunció a comienzos del siglo pasado en uno de sus discursos. Esta máxima, que se ha hecho muy popular cuando se desea expresar que en medio de las adversidades hay que afrontar el futuro con entereza, en realidad pertenece originalmente al escritor francés Romain Rolland, premio Nobel de Literatura en 1915, cuando hizo la revisión de la novela El discurso de Abraham.
Posiblemente sea en la actualidad, cuando asediados por una pandemia, ambos sentimientos se conjugan con mayor intensidad, puesto que el futuro se nos ha achicado, de modo que miramos hacia adelante día a día, sin tener muy claro qué acontecerá en la semana o en el mes siguiente.
Resulta un tanto curioso pensar en el optimismo y en el pesimismo como si fueran dos valores antagónicos, que nacen de fuentes emocionales separadas y que se encuentran ligados al carácter innato de las personas; sin embargo, como veremos, no están tan alejados el uno del otro.
Y es que si nos detenemos a pensar, comprobamos que la acumulación de adversidades vividas o que las intuimos nos lleva a sentirnos cargados de tristeza y de incertidumbre, sentimientos que son el fundamento de una visión pesimista; a pesar de ello, la fuerza de voluntad que podemos extraer de nuestra experiencia y del propio carácter no ayuda a superar esos sentimientos negativos que nos embargan, con la esperanza de encontrar soluciones de cara al futuro.
Sobre la idea de optimismo, conviene apuntar que se lo solemos atribuir al carácter de ciertas personas, especialmente, a aquellas que crean un clima alegre alrededor suyo. Y es que el optimismo no solo está ligado a la imaginación de un futuro mejor, sino que también se relaciona con las cualidades o rasgos cercanos a la alegría, como son la risa, el buen humor, la espontaneidad, la vitalidad y, especialmente, la jovialidad.
Sobre esto último, viene bien la frase del escritor italiano Ippolito Nievo cuando afirmó que “La juventud es el paraíso de la vida y la alegría es la juventud eterna del espíritu”.
Hermosa frase en la que aparecen unidos el optimismo, la alegría y la felicidad (aunque el autor lo llama ‘el paraíso’). Y es que en el optimismo están ausentes o, al menos, contralados los miedos que nos atenazan, así como las frustraciones que guardamos como heridas que se han acumulado en nuestra memoria, y que inevitablemente conoceremos en el discurrir de la vida.
Si echamos una mirada hacia atrás para encontrar esta cualidad que he indicado, habría que remontarnos a la infancia, etapa que se vive con toda la carga de inocencia y felicidad posibles, puesto que son las madres y los padres quienes cuidan y protegen de las adversidades.
En este sentido, me ha parecido adecuado acudir al gran pintor impresionista Joaquín Sorolla para ilustrar este artículo, pues nadie mejor que él supo plasmar la alegría de vivir en esos años luminosos en el que las risas están a flor de piel.
¿Son, pues, los niños y niñas optimistas por naturaleza? Como respuesta diría que el optimismo no podemos atribuírselo, pues para ellos la vida es presente; es goce a partir de los juegos; es disfrute con la compañía sus amigos o amigas; es comunión con la naturaleza de la que gozan sin atender a los riesgos que puedan aparecer, y todo ello porque viven sin mirar hacia el futuro bajo la protección de sus mayores.
Como ejemplos visuales de lo indicado, nos sirven esos tres críos que pintó Sorolla, desnudos, tumbados en la arena húmeda de la playa, disfrutando del sol y del agua que les moja la piel, riéndose despreocupados de lo que se cuentan entre ellos. También la del pequeño que coloca su barquito para que flote sobre las aguas o esas dos niñas corriendo con sus pies descalzos a la orilla del mar, con sus vestidos blanco y rosa movidos por el viento que las acaricia… ¿Hacia dónde corren? Pues a cualquier parte, ya se trata de compartir la alegría del juego que no tiene ninguna regla, sino la que ellas se marquen entre las dos.
Pero las personas, irremediablemente, crecemos. Se entrará en la adolescencia. Se empezará a otear un horizonte de vida con algunas de sus múltiples complicaciones. Habrán aparecido los momentos de tristeza inesperados que nos revelan que la infancia empieza a alejarse definitivamente para penetrar en el mundo de los adultos, ese mundo que asombra e inquieta al mismo tiempo.
Llegará el momento en el que hay que afrontar el trabajo. Se conocerán los problemas que suscita el entrar en el mundo laboral y el tener que competir dentro de la sociedad.
Y como expresión de la dureza del trabajo, he incluido un cuarto lienzo de Sorolla titulado Aún dicen que el pescado es caro, en cuya escena aparece un pescador joven herido que es atendido por dos mayores. El pintor valenciano, en este caso, abandona los tonos luminosos que utilizaba para plasmar la vitalidad y la alegría de las playas levantinas, sumergiéndose en el cromatismo ocre que domina la escena. La tristeza se refleja no solo en los personajes sino también en el propio cromatismo que utiliza para los objetos.
He citado el trabajo como un elemento que implica la inmersión en el mundo adulto; pero no es solo el trabajo, también habrá que aprender de los numerosos retos que la vida va ofreciendo. La tristeza y el dolor, inevitablemente, surgirán, acercándonos al pesimismo, puesto que vendrán acompañados por otros hechos negativos como son el fracaso, la frustración, la adversidad, las pérdidas o los desengaños.
Optimismo y pesimismo: dos sentimientos profundos que nos irán marcando a lo largo de la existencia y, entre ambos, se encuentra la fuerza de voluntad de la que nos hablaba Gramci como medio para no sucumbir ante los desafíos que todos iremos encontrando en la travesía por este mundo. El mundo que ahora nos toca vivir. El mundo real con el que nos hemos tropezado hace unos meses, y en el que, de repente, la incertidumbre, el miedo y la angustia han hecho presencia de modo que ahora reinan en nuestras vidas cotidianas.
Posiblemente sea en la actualidad, cuando asediados por una pandemia, ambos sentimientos se conjugan con mayor intensidad, puesto que el futuro se nos ha achicado, de modo que miramos hacia adelante día a día, sin tener muy claro qué acontecerá en la semana o en el mes siguiente.
Resulta un tanto curioso pensar en el optimismo y en el pesimismo como si fueran dos valores antagónicos, que nacen de fuentes emocionales separadas y que se encuentran ligados al carácter innato de las personas; sin embargo, como veremos, no están tan alejados el uno del otro.
Y es que si nos detenemos a pensar, comprobamos que la acumulación de adversidades vividas o que las intuimos nos lleva a sentirnos cargados de tristeza y de incertidumbre, sentimientos que son el fundamento de una visión pesimista; a pesar de ello, la fuerza de voluntad que podemos extraer de nuestra experiencia y del propio carácter no ayuda a superar esos sentimientos negativos que nos embargan, con la esperanza de encontrar soluciones de cara al futuro.
Sobre la idea de optimismo, conviene apuntar que se lo solemos atribuir al carácter de ciertas personas, especialmente, a aquellas que crean un clima alegre alrededor suyo. Y es que el optimismo no solo está ligado a la imaginación de un futuro mejor, sino que también se relaciona con las cualidades o rasgos cercanos a la alegría, como son la risa, el buen humor, la espontaneidad, la vitalidad y, especialmente, la jovialidad.
Sobre esto último, viene bien la frase del escritor italiano Ippolito Nievo cuando afirmó que “La juventud es el paraíso de la vida y la alegría es la juventud eterna del espíritu”.
Hermosa frase en la que aparecen unidos el optimismo, la alegría y la felicidad (aunque el autor lo llama ‘el paraíso’). Y es que en el optimismo están ausentes o, al menos, contralados los miedos que nos atenazan, así como las frustraciones que guardamos como heridas que se han acumulado en nuestra memoria, y que inevitablemente conoceremos en el discurrir de la vida.
Si echamos una mirada hacia atrás para encontrar esta cualidad que he indicado, habría que remontarnos a la infancia, etapa que se vive con toda la carga de inocencia y felicidad posibles, puesto que son las madres y los padres quienes cuidan y protegen de las adversidades.
En este sentido, me ha parecido adecuado acudir al gran pintor impresionista Joaquín Sorolla para ilustrar este artículo, pues nadie mejor que él supo plasmar la alegría de vivir en esos años luminosos en el que las risas están a flor de piel.
¿Son, pues, los niños y niñas optimistas por naturaleza? Como respuesta diría que el optimismo no podemos atribuírselo, pues para ellos la vida es presente; es goce a partir de los juegos; es disfrute con la compañía sus amigos o amigas; es comunión con la naturaleza de la que gozan sin atender a los riesgos que puedan aparecer, y todo ello porque viven sin mirar hacia el futuro bajo la protección de sus mayores.
Como ejemplos visuales de lo indicado, nos sirven esos tres críos que pintó Sorolla, desnudos, tumbados en la arena húmeda de la playa, disfrutando del sol y del agua que les moja la piel, riéndose despreocupados de lo que se cuentan entre ellos. También la del pequeño que coloca su barquito para que flote sobre las aguas o esas dos niñas corriendo con sus pies descalzos a la orilla del mar, con sus vestidos blanco y rosa movidos por el viento que las acaricia… ¿Hacia dónde corren? Pues a cualquier parte, ya se trata de compartir la alegría del juego que no tiene ninguna regla, sino la que ellas se marquen entre las dos.
Pero las personas, irremediablemente, crecemos. Se entrará en la adolescencia. Se empezará a otear un horizonte de vida con algunas de sus múltiples complicaciones. Habrán aparecido los momentos de tristeza inesperados que nos revelan que la infancia empieza a alejarse definitivamente para penetrar en el mundo de los adultos, ese mundo que asombra e inquieta al mismo tiempo.
Llegará el momento en el que hay que afrontar el trabajo. Se conocerán los problemas que suscita el entrar en el mundo laboral y el tener que competir dentro de la sociedad.
Y como expresión de la dureza del trabajo, he incluido un cuarto lienzo de Sorolla titulado Aún dicen que el pescado es caro, en cuya escena aparece un pescador joven herido que es atendido por dos mayores. El pintor valenciano, en este caso, abandona los tonos luminosos que utilizaba para plasmar la vitalidad y la alegría de las playas levantinas, sumergiéndose en el cromatismo ocre que domina la escena. La tristeza se refleja no solo en los personajes sino también en el propio cromatismo que utiliza para los objetos.
He citado el trabajo como un elemento que implica la inmersión en el mundo adulto; pero no es solo el trabajo, también habrá que aprender de los numerosos retos que la vida va ofreciendo. La tristeza y el dolor, inevitablemente, surgirán, acercándonos al pesimismo, puesto que vendrán acompañados por otros hechos negativos como son el fracaso, la frustración, la adversidad, las pérdidas o los desengaños.
Optimismo y pesimismo: dos sentimientos profundos que nos irán marcando a lo largo de la existencia y, entre ambos, se encuentra la fuerza de voluntad de la que nos hablaba Gramci como medio para no sucumbir ante los desafíos que todos iremos encontrando en la travesía por este mundo. El mundo que ahora nos toca vivir. El mundo real con el que nos hemos tropezado hace unos meses, y en el que, de repente, la incertidumbre, el miedo y la angustia han hecho presencia de modo que ahora reinan en nuestras vidas cotidianas.
AURELIANO SÁINZ