Se ha dicho y escrito hasta la saciedad que estos días son otros y que la vida ya no es la misma de antes. Dicho así, parece como si todos hubiésemos asumido de buenas maneras otro hábitat que nadie sabe quién diseñó y que todos asimilamos sin parpadear. Si estos son otros tiempos, tal vez habrá que plantearse echar a un lado del camino nuestra identidad y adoptar un nuevo look para lo que se nos viene encima.
Si alguna vez quisimos ser otro u otra, ahora ha llegado el momento en el que estas posibilidades se incrementarán de manera descontrolada, y quienes solo aspiramos a ser quienes ya somos, tenemos entre las manos las herramientas suficientes para aventurarnos en otras situaciones nunca previstas.
Pero hay que ser preventivos y prevenidos. Los cambios de era conducen inexorablemente a la impostura. Ser otro sin serlo ha sido uno de los pecados de la humanidad. Vivir en otro cuerpo creyendo que en realidad sí es otro. Mirarnos al espejo y entender que la mirada tan castigada que se proyecta no es la nuestra. Andar y en la estrechez del camino soñar con un mar bravo o un horizonte que se proyecta hasta el cielo. De vez en cuando, eso sí, la lluvia nos previene de las tormentas no asumidas y de las pesadillas que desmarañan cualquier acción o sospecha ilusas.
Se empieza por poco y acabamos diseñando un porvenir tan abstruso que, una vez ya construido, no nos caben los pies en esos zapatos recién comprados. Porque sabemos que andar descalzos por la vida es como ir desarmados en un conflicto bélico. Se empieza por poco y, cuando miramos de golpe la vida de alrededor, no reconocemos ni nuestra propia piel.
La covid-19, sin duda, ayuda a toda impostura. Pero, hasta para falsearnos a nosotros mismos, necesitamos manejar con destreza la retórica de la mentira. Para que no nos ocurra como a Carlos Galiana, concejal de Innovación de Valencia, cuando la semana pasada defendió la candidatura de su ciudad para ser la Capital Europea de la Innovación. Título que, al final, recayó en la localidad belga de Lovaina.
Galiana fue el único de los seis representantes municipales de las ciudades aspirantes al título que intervino provisto de mascarilla. Su inglés, presumiblemente, sería de aeropuerto, ajeno a cualquier academia. Porque supo hilar toda su alocución en inglés, pero la voz no era la suya. Un playback sin tachaduras, salvo la ética. La mascarilla tapa nuestra boca, pero no es herramienta suficiente para doblegar al discurso. En los políticos, se sabe, el inglés sigue siendo una asignatura pendiente.
De hecho, el confinamiento ya nos trajo a las calles algunas imposturas, mentiras y caras duras que se volvieron videos virales. En este país no hay que esperar a los carnavales para que la sorpresa se proyecte en una mueca, una sonrisa o un rostro de espanto ante lo que nos ocurre.
Todos recordamos aquellos videos que mostraban a personas que desafiaban las normas impuestas por el estado de alarma. En Murcia, alguien salió a la calle disfrazado de dinosaurio y, para colmo, intentó bromear con los agentes de la policía. Que lo detuvieron, obviamente. En Toledo, otro ciudadano se puso una peluca blanca y un disfraz y salió camuflado de perro. En Palencia, un hombre, ni corto ni perezoso, sacó a pasear a su perro de peluche. Otro se superó a sí mismo y sacó a pasear una estufa con ruedas por la calle. Los hubo también quienes entendieron que cualquier animal vivo era válido como pasaporte para salir a dar un paseo y lo hicieron con un cangrejo, una oveja o una tortuga.
La anécdota acaba aquí. Ahora estos días piden a cada cual su propia metamorfosis, su adaptación al vacío, a veces, y su implicación en otra vida que nadie acaba de estructurar del todo. Ya no es una broma. No son pocos los ciudadanos que sufren el síndrome de la cabaña y viven encerrados en su propio dolor incapaces de pisar el barrio donde viven. Los hay que no se adaptan al trabajo de siempre porque las herramientas telemáticas –nadie se engañe– no son válidas ni suficientes en todas las profesiones. Y, sobre todo, el entramado social en el que vivíamos imbuidos se ha hecho trizas.
Ya no estamos confinados, pero nos cuesta vivir con nosotros mismos. Nos cruzamos en los pasillos de casa con nuestra sombra, y no la reconocemos o la evitamos. Nos adentramos en sueños que nos parecen mundos prestados. Hay, en toda suerte, un tamiz liviano que nos separa del pasado y que no confluye en ninguna parte.
En esta búsqueda donde la impostura no ha lugar, ni las bromas vienen a cuento y las dobleces nos recortan el perfil, hay una ausencia de voluntad que se nos rebela en la piel y nos moquea los días de ahora. Hay en cada cuerpo que cruza esta avenida, o sube en aquel ascensor, un deseo irrefrenable de saber qué será de nosotros. Si estamos de paso, como antes, o habitamos un globo sonda que vuela por los aires sin dirección ni objeto.
A veces, observo el video viral de nuestras vidas intentado reconocer en él el disfraz o el perro de peluche o la mascarilla que nos gradúa en cualquier idioma. También en el del alma. Y no lo encuentro. Después miro adentro de mí, y sonrío. Sé que soy yo en otro mundo. Menos mal.
Si alguna vez quisimos ser otro u otra, ahora ha llegado el momento en el que estas posibilidades se incrementarán de manera descontrolada, y quienes solo aspiramos a ser quienes ya somos, tenemos entre las manos las herramientas suficientes para aventurarnos en otras situaciones nunca previstas.
Pero hay que ser preventivos y prevenidos. Los cambios de era conducen inexorablemente a la impostura. Ser otro sin serlo ha sido uno de los pecados de la humanidad. Vivir en otro cuerpo creyendo que en realidad sí es otro. Mirarnos al espejo y entender que la mirada tan castigada que se proyecta no es la nuestra. Andar y en la estrechez del camino soñar con un mar bravo o un horizonte que se proyecta hasta el cielo. De vez en cuando, eso sí, la lluvia nos previene de las tormentas no asumidas y de las pesadillas que desmarañan cualquier acción o sospecha ilusas.
Se empieza por poco y acabamos diseñando un porvenir tan abstruso que, una vez ya construido, no nos caben los pies en esos zapatos recién comprados. Porque sabemos que andar descalzos por la vida es como ir desarmados en un conflicto bélico. Se empieza por poco y, cuando miramos de golpe la vida de alrededor, no reconocemos ni nuestra propia piel.
La covid-19, sin duda, ayuda a toda impostura. Pero, hasta para falsearnos a nosotros mismos, necesitamos manejar con destreza la retórica de la mentira. Para que no nos ocurra como a Carlos Galiana, concejal de Innovación de Valencia, cuando la semana pasada defendió la candidatura de su ciudad para ser la Capital Europea de la Innovación. Título que, al final, recayó en la localidad belga de Lovaina.
Galiana fue el único de los seis representantes municipales de las ciudades aspirantes al título que intervino provisto de mascarilla. Su inglés, presumiblemente, sería de aeropuerto, ajeno a cualquier academia. Porque supo hilar toda su alocución en inglés, pero la voz no era la suya. Un playback sin tachaduras, salvo la ética. La mascarilla tapa nuestra boca, pero no es herramienta suficiente para doblegar al discurso. En los políticos, se sabe, el inglés sigue siendo una asignatura pendiente.
De hecho, el confinamiento ya nos trajo a las calles algunas imposturas, mentiras y caras duras que se volvieron videos virales. En este país no hay que esperar a los carnavales para que la sorpresa se proyecte en una mueca, una sonrisa o un rostro de espanto ante lo que nos ocurre.
Todos recordamos aquellos videos que mostraban a personas que desafiaban las normas impuestas por el estado de alarma. En Murcia, alguien salió a la calle disfrazado de dinosaurio y, para colmo, intentó bromear con los agentes de la policía. Que lo detuvieron, obviamente. En Toledo, otro ciudadano se puso una peluca blanca y un disfraz y salió camuflado de perro. En Palencia, un hombre, ni corto ni perezoso, sacó a pasear a su perro de peluche. Otro se superó a sí mismo y sacó a pasear una estufa con ruedas por la calle. Los hubo también quienes entendieron que cualquier animal vivo era válido como pasaporte para salir a dar un paseo y lo hicieron con un cangrejo, una oveja o una tortuga.
La anécdota acaba aquí. Ahora estos días piden a cada cual su propia metamorfosis, su adaptación al vacío, a veces, y su implicación en otra vida que nadie acaba de estructurar del todo. Ya no es una broma. No son pocos los ciudadanos que sufren el síndrome de la cabaña y viven encerrados en su propio dolor incapaces de pisar el barrio donde viven. Los hay que no se adaptan al trabajo de siempre porque las herramientas telemáticas –nadie se engañe– no son válidas ni suficientes en todas las profesiones. Y, sobre todo, el entramado social en el que vivíamos imbuidos se ha hecho trizas.
Ya no estamos confinados, pero nos cuesta vivir con nosotros mismos. Nos cruzamos en los pasillos de casa con nuestra sombra, y no la reconocemos o la evitamos. Nos adentramos en sueños que nos parecen mundos prestados. Hay, en toda suerte, un tamiz liviano que nos separa del pasado y que no confluye en ninguna parte.
En esta búsqueda donde la impostura no ha lugar, ni las bromas vienen a cuento y las dobleces nos recortan el perfil, hay una ausencia de voluntad que se nos rebela en la piel y nos moquea los días de ahora. Hay en cada cuerpo que cruza esta avenida, o sube en aquel ascensor, un deseo irrefrenable de saber qué será de nosotros. Si estamos de paso, como antes, o habitamos un globo sonda que vuela por los aires sin dirección ni objeto.
A veces, observo el video viral de nuestras vidas intentado reconocer en él el disfraz o el perro de peluche o la mascarilla que nos gradúa en cualquier idioma. También en el del alma. Y no lo encuentro. Después miro adentro de mí, y sonrío. Sé que soy yo en otro mundo. Menos mal.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO