La Transición fue un éxito, pero no fue perfecta. O eso dice José Luis Rodríguez Zapatero, expresidente del Gobierno. Una afirmación llevada a cabo en el contexto de la polémica por su apoyo a Rodolfo Martín Villa, político tardofranquista que jugó un papel relevante durante la Transición y que alcanzaría la presidencia de diferentes empresas clave del país, como Endesa. Y al leer esto, yo me pregunto: ¿Un éxito para quién?
Sí, es cierto. Tal y como nos ha vendido la propaganda del Régimen del 78, la Transición nos trajo la paz social y una relativa prosperidad, que no hace más que menguar en los últimos años. A cambio, los poderes públicos han alimentado y retroalimentado a los grandes empresarios catalanes, vascos y castellano-madrileños que sostienen a la Corona y, de manera paradójica, en el caso de los primeros, a los grandes nacionalismos norteños. Una contradicción que se justifica en la necesidad de ordeñar hasta la extenuación a una vaca, que es el Estado, sin rematarla.
Mientras, la población más nutrida, Andalucía, ha visto perpetuada su marginación de los centros de poder. El andalucismo ha sido atacado por doquier y, sus partido han sido reducidos –en no pocas ocasiones, por cuenta propia–, en meras copias del egoísta nacionalismo norteño.
Andalucía y Extremadura han quedado en manos de vasallos que nunca han sabido reivindicar las necesidades de su tierra. Con un atraso endémico y una migración creciente, el gran Sur ha sido marginado por el Régimen del 78 desde sus inicios, hasta el punto de que Extremadura lleve décadas mendigando por un tren digno.
Sí, tenemos paz y más prosperidad, a cambio de mantener a una Corona parasitaria, de alimentar nacionalismos y de hacer oídos sordos a los crecientes abusos del poder económico.
Los casos de la retirada póstuma de sus reconocimientos a Billy el Niño, la huida del Rey Emérito con el visto bueno del actual jefe del Estado o el caso abierto de Rodolfo Martín Villa demuestran un creciente interés por el Tardofranquismo y la Transición. Si bien, la Memoria Histórica se entendía en un sentido amplio, muchos no diferencian bien los hechos de la Guerra Civil y la Posguerra con una Transición que hasta hace poco parecía intocable.
Sin embargo, no hay cambio posible, ni redención para la Transición, mientras que se mantenga como sistema de gobierno la monarquía parlamentaria. El rey es el garante de ese empresariado ya mencionado, así como de un sistema político podrido que ha vivido la vergüenza de tener a todos sus partidos mayoritarios envueltos en casos de corrupción.
El Régimen del 78 se sustenta tanto desde el punto de vista simbólico como práctico en la Corona. ¿Es pertinente tratar esta cuestión en plena pandemia? Más que nunca, porque se están evidenciando los problemas estructurales del país. Y porque en plena crisis, con toda desfachatez, hemos vivido la supuesta huida –recordemos que, según Carmen Calvo, el Emérito no huye de nada porque no tiene causas abiertas–, de un ex jefe de Estado.
Tratar la cuestión de la República es legítimo. Ahora bien, una república no es más que un sistema de gobierno. Los políticos son los que lo llenan de contenido. Aquel que prometa un cambio de sistema debe ofrecer además un proyecto de país claro, definido, que ilusione, o caeremos en los errores del pasado.
Ya en 1866, los antisabelinos acordaron el derrocamiento de Isabel II en el Pacto de Ostende. Acuerdo que no alcanzó cierta madurez hasta la incorporación, muerto Leopoldo O’Donnell, de la Unión Liberal. Sin embargo, el pacto tenía un defecto: se pusieron de acuerdo en apartar violentamente a la reina del trono, pero no en qué harían después.
Lo que ocurrió después de La Gloriosa en 1868 es bien sabido. Un momento de anarquía fue seguido por el ascenso de un rey extranjero que, a su vez, dio paso a otro momento de anarquía, para concluir en la moribunda I República. Un fracaso previsible y previsto que reforzó a los sectores más conservadores de la población y derivó en el refuerzo de los grandes industriales catalanes y terratenientes andaluces.
Mejor pensado estuvo el Pacto de San Sebastián de 1930, pero no mucho más. Al menos se pusieron de acuerdo en el sistema de gobierno, que no era poca cosa. Al igual que ocurriera en Ostende, la participación de un partido más centrado, y en este caso incluso conservador, como la Derecha Liberal Republicana, permitió un acuerdo amplio que favorecería el exilio de Alfonso XIII. Y por una vía pacífica, ni más ni menos.
Sin embargo, que hubiera más acuerdo no significa que tuvieran un proyecto común o, al menos, de mínimos. Y eso produjo que, ante la reacción de la utraconservadora CEDA y los corruptos del Partido Radical, los diferentes movimientos republicanos acabaran luchando cada uno por su cuenta, con los funestos resultados que todos conocemos. Tanto grandes industriales catalanes como Francesc Cambó, nacionalista catalán que prefería una España fascista a una Cataluña comunista, como los terratenientes latifundistas andaluces apoyaron al Movimiento Nacional para mantener sus posiciones de poder.
En la actualidad, la mayor parte de los partidos republicanos se contentan con gritar sus proclamas y enseñar banderas que, a muchos, se nos antojan tan rancias como las del águila de San Juan. Por no hablar de los partidos separatistas, cada día más descerebrados, egoístas y pirómanos, que atacan a la monarquía como símbolo del Estado, olvidando que sustenta a los mismos que los financian.
Los republicanos no cuentan ni con la unidad, ni con las ideas, ni con las ganas de entendimiento necesarios para promover el cambio. Hasta el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) se atreve a llamarse republicano en este contexto, mientras que sus miembros justifican la necesidad de la monarquía.
La única manera pacífica de expulsar a la monarquía a día de hoy es a través de los mecanismos de reforma constitucional previstos en su Título X. Sin embargo, hemos de tener en cuenta que ello requiere la aprobación por dos tercios de cada cámara, la disolución de las Cortes, una nueva votación en las que se formasen y, finalmente, un referéndum. No hace falta señalar que pocos estarían dispuestos a meterse en tales faenas si no hay algo más que un cambio de sistema político.
Andalucía y, con ella, España necesitan un proyecto amplio de país, que ilusione a su población, y pasa por acabar con el Régimen del 78. Un régimen que ha beneficiado a los empresarios catalanes, vascos y castellano-madrileños, a unos vividores cuyos excesos ya no nos escandalizan, a los nacionalismos y a una monarquía parasitaria cuya presencia es injustificable en una sociedad moderna y democrática.
Haereticus dixit.
Sí, es cierto. Tal y como nos ha vendido la propaganda del Régimen del 78, la Transición nos trajo la paz social y una relativa prosperidad, que no hace más que menguar en los últimos años. A cambio, los poderes públicos han alimentado y retroalimentado a los grandes empresarios catalanes, vascos y castellano-madrileños que sostienen a la Corona y, de manera paradójica, en el caso de los primeros, a los grandes nacionalismos norteños. Una contradicción que se justifica en la necesidad de ordeñar hasta la extenuación a una vaca, que es el Estado, sin rematarla.
Mientras, la población más nutrida, Andalucía, ha visto perpetuada su marginación de los centros de poder. El andalucismo ha sido atacado por doquier y, sus partido han sido reducidos –en no pocas ocasiones, por cuenta propia–, en meras copias del egoísta nacionalismo norteño.
Andalucía y Extremadura han quedado en manos de vasallos que nunca han sabido reivindicar las necesidades de su tierra. Con un atraso endémico y una migración creciente, el gran Sur ha sido marginado por el Régimen del 78 desde sus inicios, hasta el punto de que Extremadura lleve décadas mendigando por un tren digno.
Sí, tenemos paz y más prosperidad, a cambio de mantener a una Corona parasitaria, de alimentar nacionalismos y de hacer oídos sordos a los crecientes abusos del poder económico.
Los casos de la retirada póstuma de sus reconocimientos a Billy el Niño, la huida del Rey Emérito con el visto bueno del actual jefe del Estado o el caso abierto de Rodolfo Martín Villa demuestran un creciente interés por el Tardofranquismo y la Transición. Si bien, la Memoria Histórica se entendía en un sentido amplio, muchos no diferencian bien los hechos de la Guerra Civil y la Posguerra con una Transición que hasta hace poco parecía intocable.
Sin embargo, no hay cambio posible, ni redención para la Transición, mientras que se mantenga como sistema de gobierno la monarquía parlamentaria. El rey es el garante de ese empresariado ya mencionado, así como de un sistema político podrido que ha vivido la vergüenza de tener a todos sus partidos mayoritarios envueltos en casos de corrupción.
El Régimen del 78 se sustenta tanto desde el punto de vista simbólico como práctico en la Corona. ¿Es pertinente tratar esta cuestión en plena pandemia? Más que nunca, porque se están evidenciando los problemas estructurales del país. Y porque en plena crisis, con toda desfachatez, hemos vivido la supuesta huida –recordemos que, según Carmen Calvo, el Emérito no huye de nada porque no tiene causas abiertas–, de un ex jefe de Estado.
Tratar la cuestión de la República es legítimo. Ahora bien, una república no es más que un sistema de gobierno. Los políticos son los que lo llenan de contenido. Aquel que prometa un cambio de sistema debe ofrecer además un proyecto de país claro, definido, que ilusione, o caeremos en los errores del pasado.
Ya en 1866, los antisabelinos acordaron el derrocamiento de Isabel II en el Pacto de Ostende. Acuerdo que no alcanzó cierta madurez hasta la incorporación, muerto Leopoldo O’Donnell, de la Unión Liberal. Sin embargo, el pacto tenía un defecto: se pusieron de acuerdo en apartar violentamente a la reina del trono, pero no en qué harían después.
Lo que ocurrió después de La Gloriosa en 1868 es bien sabido. Un momento de anarquía fue seguido por el ascenso de un rey extranjero que, a su vez, dio paso a otro momento de anarquía, para concluir en la moribunda I República. Un fracaso previsible y previsto que reforzó a los sectores más conservadores de la población y derivó en el refuerzo de los grandes industriales catalanes y terratenientes andaluces.
Mejor pensado estuvo el Pacto de San Sebastián de 1930, pero no mucho más. Al menos se pusieron de acuerdo en el sistema de gobierno, que no era poca cosa. Al igual que ocurriera en Ostende, la participación de un partido más centrado, y en este caso incluso conservador, como la Derecha Liberal Republicana, permitió un acuerdo amplio que favorecería el exilio de Alfonso XIII. Y por una vía pacífica, ni más ni menos.
Sin embargo, que hubiera más acuerdo no significa que tuvieran un proyecto común o, al menos, de mínimos. Y eso produjo que, ante la reacción de la utraconservadora CEDA y los corruptos del Partido Radical, los diferentes movimientos republicanos acabaran luchando cada uno por su cuenta, con los funestos resultados que todos conocemos. Tanto grandes industriales catalanes como Francesc Cambó, nacionalista catalán que prefería una España fascista a una Cataluña comunista, como los terratenientes latifundistas andaluces apoyaron al Movimiento Nacional para mantener sus posiciones de poder.
En la actualidad, la mayor parte de los partidos republicanos se contentan con gritar sus proclamas y enseñar banderas que, a muchos, se nos antojan tan rancias como las del águila de San Juan. Por no hablar de los partidos separatistas, cada día más descerebrados, egoístas y pirómanos, que atacan a la monarquía como símbolo del Estado, olvidando que sustenta a los mismos que los financian.
Los republicanos no cuentan ni con la unidad, ni con las ideas, ni con las ganas de entendimiento necesarios para promover el cambio. Hasta el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) se atreve a llamarse republicano en este contexto, mientras que sus miembros justifican la necesidad de la monarquía.
La única manera pacífica de expulsar a la monarquía a día de hoy es a través de los mecanismos de reforma constitucional previstos en su Título X. Sin embargo, hemos de tener en cuenta que ello requiere la aprobación por dos tercios de cada cámara, la disolución de las Cortes, una nueva votación en las que se formasen y, finalmente, un referéndum. No hace falta señalar que pocos estarían dispuestos a meterse en tales faenas si no hay algo más que un cambio de sistema político.
Andalucía y, con ella, España necesitan un proyecto amplio de país, que ilusione a su población, y pasa por acabar con el Régimen del 78. Un régimen que ha beneficiado a los empresarios catalanes, vascos y castellano-madrileños, a unos vividores cuyos excesos ya no nos escandalizan, a los nacionalismos y a una monarquía parasitaria cuya presencia es injustificable en una sociedad moderna y democrática.
Haereticus dixit.
RAFAEL SOTO