Opino –querido Luis– que sería saludable para todos –para ti y para mí– aprovechar las restricciones impuestas por el imparable desbordamiento del coronavirus. Estaría bien que, por ejemplo, revisáramos las maneras de divertirnos con nuestros familiares, compañeros y amigos. Es normal que deseemos –a veces son ansiedad– expresar nuestra alegría de manera libre y espontánea.
La dura lucha que libramos diariamente para sobrevivir nos exige descanso, diversión y juerga. Es cierto, además, que las fiestas son las formas características de nuestra cultura y las expresiones directas de nuestra identidad, pero es necesario que, en determinados momentos, seamos capaces de usar el freno con el fin de que el “desenfreno” no nos conduzca a la pérdida del bienestar personal, familiar, profesional y social. A veces no caemos en la cuenta de que la destreza en el manejo de los frenos es uno de los atributos de los seres humanos y uno de los rasgos que nos diferencian de los demás animales.
Los deseos tan vehementes y las apetencias tan extendidas de disfrutar tienen que ver, quizás, con la necesidad de apagar el temor que en estos momentos nos invade de la proximidad de un final inevitable. Es posible que busquemos, de manera inconsciente, que se desvanezca la certeza de nuestra desaparición física y que tratemos de evitar que tan rápidamente se imponga el olvido.
Por eso, quizás empujados por la fuerza deslumbrante de los medios de comunicación, aspiramos a participar en los espectáculos glamurosos, en las concentraciones, en botellones, en fiestas en discotecas y en reuniones familiares y de amigos.
Deberíamos tener en cuenta, sin embargo, que los datos publicados confirman que más de la mitad de los brotes registrados en las últimas semanas están relacionados con fiestas en 'lugares de ocio nocturno', en discotecas, en reuniones familiares o en espacios improvisados que constituyen unos caldos de cultivo ideales para favorecer el contagio del dichoso virus.
Esta urgencia de diversión explica el disgusto que muchos muestran por la supresión de fiestas populares –espacios de alegría– y de espectáculos competitivos –augurios de "victoria"–, que, en esta situación pueden conducirnos a la enfermedad, a la muerte y, por lo tanto, al fracaso.
A todos –a la familia, a la sociedad y a los medios de comunicación– nos compete la obligación de poner los remedios eficaces para crear un clima de convivencia, un ambiente de alegría e, incluso, una atmósfera de fiesta pero cumpliendo con respeto y con exactitud las normas –los frenos– dictadas por las autoridades competentes de acuerdo con las pautas trazadas por los profesionales de la salud.
La dura lucha que libramos diariamente para sobrevivir nos exige descanso, diversión y juerga. Es cierto, además, que las fiestas son las formas características de nuestra cultura y las expresiones directas de nuestra identidad, pero es necesario que, en determinados momentos, seamos capaces de usar el freno con el fin de que el “desenfreno” no nos conduzca a la pérdida del bienestar personal, familiar, profesional y social. A veces no caemos en la cuenta de que la destreza en el manejo de los frenos es uno de los atributos de los seres humanos y uno de los rasgos que nos diferencian de los demás animales.
Los deseos tan vehementes y las apetencias tan extendidas de disfrutar tienen que ver, quizás, con la necesidad de apagar el temor que en estos momentos nos invade de la proximidad de un final inevitable. Es posible que busquemos, de manera inconsciente, que se desvanezca la certeza de nuestra desaparición física y que tratemos de evitar que tan rápidamente se imponga el olvido.
Por eso, quizás empujados por la fuerza deslumbrante de los medios de comunicación, aspiramos a participar en los espectáculos glamurosos, en las concentraciones, en botellones, en fiestas en discotecas y en reuniones familiares y de amigos.
Deberíamos tener en cuenta, sin embargo, que los datos publicados confirman que más de la mitad de los brotes registrados en las últimas semanas están relacionados con fiestas en 'lugares de ocio nocturno', en discotecas, en reuniones familiares o en espacios improvisados que constituyen unos caldos de cultivo ideales para favorecer el contagio del dichoso virus.
Esta urgencia de diversión explica el disgusto que muchos muestran por la supresión de fiestas populares –espacios de alegría– y de espectáculos competitivos –augurios de "victoria"–, que, en esta situación pueden conducirnos a la enfermedad, a la muerte y, por lo tanto, al fracaso.
A todos –a la familia, a la sociedad y a los medios de comunicación– nos compete la obligación de poner los remedios eficaces para crear un clima de convivencia, un ambiente de alegría e, incluso, una atmósfera de fiesta pero cumpliendo con respeto y con exactitud las normas –los frenos– dictadas por las autoridades competentes de acuerdo con las pautas trazadas por los profesionales de la salud.
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO