Releo algunas páginas de Patria, la novela de Fernando Aramburu publicada en septiembre de 2016 y que Aitor Gabilondo (San Sebastián, 1972) ha adaptado para crear la serie de título homónimo para HBO y que se estrena hoy viernes en el Festival de Cine de San Sebastián y el 27 de septiembre en HBO, plataforma que la ha producido.
Gabilondo compró los derechos cuando el libro aún no se había publicado. Aramburu se mantuvo en todo momento al margen del proyecto televisivo, y le dijo a Gabilondo: “Yo ya hice mi novela, ahora haz tú tu serie”. La novela, imprevisiblemente, vendió un millón de ejemplares, un superventas en tiempos de bajas tiradas y cuando el nivel de lectura anda por los suelos.
El primer sorprendido fue el propio novelista. Me lo dijo entonces, recién publicado el libro. Me dijo que él era un escritor de minorías, que de cada libro se tiraban dos mil ejemplares, como mucho. Tiene su mérito. Él también escapó del País Vasco, pero no por miedo, sino por amor. Se enamoró y se expatrió en Alemania.
No engañó a su mujer. Ella le apoyó. Le dijo que quería ser escritor y que abandonaba la docencia. Ella aceptó ese reto sin sentido, al menos por un tiempo. Él aportaba al matrimonio los beneficios por sus derechos de autor y los complementaba con los beneficios que recibía por sus crónicas deportivas. En 2014, cuando publicó Ávidas pretensiones, me confesó que había decidido dedicarse al periodismo deportivo y tomarse unas vacaciones literarias. “Me permiten pagar mis facturas mensuales, claro”, me dijo. Pero, en realidad, andaba ya pergeñando las páginas de Patria.
Lo conocí en 2012, con motivo de la publicación de una novela breve, Años lentos. En ella hablaba del terrorismo de ETA, de aspectos acaecidos en su niñez y que, como ciudadano, no le dejaban indiferente. La novela dibujaba el perfil de un cura, de aquellos curas, que adoctrinaban a jóvenes para ingresar en la banda terrorista.
Él mismo, lo dijo en aquellos años, pudo ser miembro de la banda. El adoctrinamiento no funcionó con él. Quién sabe por qué razón. En aquellos días ya andaba metido en otro libro que todavía no sabía que sería Patria. Decía que quería contar más cosas y que aquellas cosas estuvieran relacionadas con su pasado y con su país.
Volví a verlo en 2014, cuando publicó Ávidas pretensiones, una novela en la que predominaba el humor de un autor que, al menos aparentemente, era de todo menos gracioso. Podría decirse que es un humorista modesto. El libro era una sátira en la que recreaba lo que sucedía en un congreso de poetas celebrado en un colegio de monjas.
Ni los poetas ni las monjas lo distrajeron de volver a su tierra y meterse de lleno a desenredar la telaraña oxidada del terrorismo. En un hombre como él, poco dado a las risas, sorprendía su interés por un humor avieso, retorcido, negro, que “no prescinde de la inteligencia”. Porque él no asociaba el humor a la alegría, ni al optimismo ni a la fiesta.
De golpe, como si un huracán invadiera su vida, dejó de ser un lector de tiradas pequeñas. Ni él mismo se lo esperaba. Patria, una novela 646 páginas, estructurada en capítulos breves y de prosa ágil, supo abrir a todos el dolor que el terrorismo había dejado en Euskadi. No solo era su obra más extensa, sino también la más ambiciosa.
Lo que ocurrió después ya se sabe. En septiembre, sentado frente a mí en mi despacho de la Facultad, sospechaba que aquel invento literario se le escapaba de las manos. Le pregunté si el título, Patria, tan breve, era el más rotundo y certero para una historia que todavía sangraba. Y él me respondió que, para algunos, la patria es un espacio físico. Y, para otros, un espacio sacralizado. Era el título.
En aquella entrevista, lo describí así: “Siempre viste de negro. Hoy su camisa luce diminutas flores blancas sobre un fondo negro. Los vaqueros y las deportivas también son negros. Las gafas, de pasta, negras. La mirada, serena. La calva, in crescendo. Es de ánimo sosegado. No se enciende, incluso cuando se adentra en aspectos de su pasado que le duelen. Es de una oratoria convincente. Sus palabras, medidas y correctas, sin dar pie al malentendido o a cualquier sentimiento indomable. Dice que ahora no hay atentados, pero reconoce también que algunos presos vuelven investidos en homenajes, rodeados de pancartas y parapetados de bandas de música”.
De aquellos años de fuego ha quedado, sobre todo, el dolor y sus secuelas. No sabemos su opinión sobre la serie televisiva. Sabemos, eso sí, que Gabilondo le envió a Hannover los guiones antes de rodar, sin que él se lo hubiera pedido. Aunque tampoco él espera ver en la pantalla su novela.
Hace solo unos años vendía dos mil ejemplares, como mucho, de cada novela. Así que igual no le molesta cómo el cine ha interpretado su historia, cómo se ha descrito con otro lenguaje: el audiovisual. Un millón de ejemplares vendidos no es ninguna broma en un mundo en el que la lectura va siendo, cada vez más, el reducto de unos cuantos que, por si acaso, también nos asomaremos a la pantalla para observar cómo un libro bien escrito sobrevive al mismo papel.
Gabilondo compró los derechos cuando el libro aún no se había publicado. Aramburu se mantuvo en todo momento al margen del proyecto televisivo, y le dijo a Gabilondo: “Yo ya hice mi novela, ahora haz tú tu serie”. La novela, imprevisiblemente, vendió un millón de ejemplares, un superventas en tiempos de bajas tiradas y cuando el nivel de lectura anda por los suelos.
El primer sorprendido fue el propio novelista. Me lo dijo entonces, recién publicado el libro. Me dijo que él era un escritor de minorías, que de cada libro se tiraban dos mil ejemplares, como mucho. Tiene su mérito. Él también escapó del País Vasco, pero no por miedo, sino por amor. Se enamoró y se expatrió en Alemania.
No engañó a su mujer. Ella le apoyó. Le dijo que quería ser escritor y que abandonaba la docencia. Ella aceptó ese reto sin sentido, al menos por un tiempo. Él aportaba al matrimonio los beneficios por sus derechos de autor y los complementaba con los beneficios que recibía por sus crónicas deportivas. En 2014, cuando publicó Ávidas pretensiones, me confesó que había decidido dedicarse al periodismo deportivo y tomarse unas vacaciones literarias. “Me permiten pagar mis facturas mensuales, claro”, me dijo. Pero, en realidad, andaba ya pergeñando las páginas de Patria.
Lo conocí en 2012, con motivo de la publicación de una novela breve, Años lentos. En ella hablaba del terrorismo de ETA, de aspectos acaecidos en su niñez y que, como ciudadano, no le dejaban indiferente. La novela dibujaba el perfil de un cura, de aquellos curas, que adoctrinaban a jóvenes para ingresar en la banda terrorista.
Él mismo, lo dijo en aquellos años, pudo ser miembro de la banda. El adoctrinamiento no funcionó con él. Quién sabe por qué razón. En aquellos días ya andaba metido en otro libro que todavía no sabía que sería Patria. Decía que quería contar más cosas y que aquellas cosas estuvieran relacionadas con su pasado y con su país.
Volví a verlo en 2014, cuando publicó Ávidas pretensiones, una novela en la que predominaba el humor de un autor que, al menos aparentemente, era de todo menos gracioso. Podría decirse que es un humorista modesto. El libro era una sátira en la que recreaba lo que sucedía en un congreso de poetas celebrado en un colegio de monjas.
Ni los poetas ni las monjas lo distrajeron de volver a su tierra y meterse de lleno a desenredar la telaraña oxidada del terrorismo. En un hombre como él, poco dado a las risas, sorprendía su interés por un humor avieso, retorcido, negro, que “no prescinde de la inteligencia”. Porque él no asociaba el humor a la alegría, ni al optimismo ni a la fiesta.
De golpe, como si un huracán invadiera su vida, dejó de ser un lector de tiradas pequeñas. Ni él mismo se lo esperaba. Patria, una novela 646 páginas, estructurada en capítulos breves y de prosa ágil, supo abrir a todos el dolor que el terrorismo había dejado en Euskadi. No solo era su obra más extensa, sino también la más ambiciosa.
Lo que ocurrió después ya se sabe. En septiembre, sentado frente a mí en mi despacho de la Facultad, sospechaba que aquel invento literario se le escapaba de las manos. Le pregunté si el título, Patria, tan breve, era el más rotundo y certero para una historia que todavía sangraba. Y él me respondió que, para algunos, la patria es un espacio físico. Y, para otros, un espacio sacralizado. Era el título.
En aquella entrevista, lo describí así: “Siempre viste de negro. Hoy su camisa luce diminutas flores blancas sobre un fondo negro. Los vaqueros y las deportivas también son negros. Las gafas, de pasta, negras. La mirada, serena. La calva, in crescendo. Es de ánimo sosegado. No se enciende, incluso cuando se adentra en aspectos de su pasado que le duelen. Es de una oratoria convincente. Sus palabras, medidas y correctas, sin dar pie al malentendido o a cualquier sentimiento indomable. Dice que ahora no hay atentados, pero reconoce también que algunos presos vuelven investidos en homenajes, rodeados de pancartas y parapetados de bandas de música”.
De aquellos años de fuego ha quedado, sobre todo, el dolor y sus secuelas. No sabemos su opinión sobre la serie televisiva. Sabemos, eso sí, que Gabilondo le envió a Hannover los guiones antes de rodar, sin que él se lo hubiera pedido. Aunque tampoco él espera ver en la pantalla su novela.
Hace solo unos años vendía dos mil ejemplares, como mucho, de cada novela. Así que igual no le molesta cómo el cine ha interpretado su historia, cómo se ha descrito con otro lenguaje: el audiovisual. Un millón de ejemplares vendidos no es ninguna broma en un mundo en el que la lectura va siendo, cada vez más, el reducto de unos cuantos que, por si acaso, también nos asomaremos a la pantalla para observar cómo un libro bien escrito sobrevive al mismo papel.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO