En mi adolescencia una melodía edulcorada y melancólica invadió de lleno nuestras vidas. Se escuchaba en todos los bares, en todas las ventanas entreabiertas y en todas las radios, como si el mundo entero se muriera de amor a nuestros pies. Se trata de La distancia, la canción que Roberto Carlos hizo eterna.
En realidad, prácticamente todas las composiciones de verano hablaban de desamor, del sentimiento que un día se diluyó sin razón evidente. La poesía, en cambio, habla más de amores imposibles, de aquellos que no pudieron ser. Y se entiende, porque muchas canciones nacieron al calor de las tabernas y con el olor de la cerveza y el aguardiente.
Tal vez ahí radique su tono a veces cursi y su verdad sin remilgos. Estos días de distancia y de distanciamiento social se me ha venido a la cabeza en ocasiones aquella letra apasionada con la que fustigaba nuestro corazón el cantante brasileño.
La distancia a la que nos somete diariamente la covid-19 no encuentra, desafortunadamente, en el amor su causa más honrosa, sino en el peligro de infectarnos de otras fiebres que a todos nos trae de cabeza. Cabría preguntarse cuántas relaciones se habrá llevado este virus a su paso por cada huésped, cuántos se quedaron a mitad de camino y cuántos sucumbieron a una pérdida definitiva sin haber escuchado la letra trasnochada de aquella canción de mi adolescencia.
Pero no. Esta distancia es otra. Esta es una distancia que nos conduce a un abismo de consecuencias imprevisibles, que sin pretenderlo ya nos ha cambiado y seguirá haciéndolo cuando andamos metidos en sueños y en descuidos cotidianos. Ahora sabemos, como nunca lo aprendimos, lo vulnerables que somos. Pero, como dice la filósofa Claire Marin, muchos ya quieren volver a olvidarlo.
El otro día, hablando con unos amigos, decían que esperaban que el año próximo pudiera celebrarse la Semana Santa y la Feria. Los escuchaba atónito. Aunque así fuera, no pisaré las calles de Sevilla atiborradas de paisanos buscando las imágenes de los santos ni pisaré el real si para acercarme al lugar debo enlatarme en un vagón de metro como si fuera una salchicha empaquetada o una sardina enlatada en aceite.
Este tiempo de distancias y distanciamientos me ha permitido valorar que prefiero los bares moderadamente llenos o vacíos, las calles discretamente habitadas por peatones que caminan con una serenidad aprendida estos días, las playas en las que las gaviotas vuelven a compartir la arena con nosotros.
Había en aquel mundo olvidado por unos meses una sensación de agotamiento total, de espacios arrebatados de unos a otros, como si todos nos arrebujáramos en los mismos rincones y dejáramos el resto del planeta abandonado al caos.
La distancia, claro, provoca heridas que dejan sus secuelas para siempre en nuestra piel, pero también nos oxigena de un mundo acabado que nunca quisimos ver, de un calentamiento global que nos transporta sin remisión a otro planeta que no alcanzamos a imaginar pese a tanta información como recibimos a diario.
Silvia Ayuso pregunta a Claire Marin que, entonces, aunque las rupturas pueden ser una oportunidad, también habrá que calcular bien sus riesgos. Marin responde con esta frase imprescindible: “Sí, está la esperanza de encontrarse, pero también el riesgo de perderse. A menudo tenemos esa idea de que al cambiar seremos mejores. Cuanto más importante es la ruptura más pensamos que todo va a cambiar, y podemos encontrarnos con los mismos problemas en otros contextos. Me alucinan todas esas nuevas vidas que no son más que una repetición de la precedente, en otra ciudad o con una mujer más joven”.
La covid-19 ha llegado y nos ha puesto contra nuestra propia vida, nos ha enseñado a estar solos, nos ha empujado a estar con nosotros mismos. Y tal vez nos hemos acostumbrado o nos hemos asustado, pero ya es imposible mirar a otro lado y no descubrirnos en el espejo, saber que adonde vamos, nos llevamos; adivinar que los sueños, sin que los manejemos a nuestra voluntad, nos deletrea la vida con nuestra propia mano.
Hay entre tantas distancias y tantos distanciamientos impuestos un velo de elegancia, un tono recogido en la voz, un respeto hacia el otro que no lo había antes, donde todo eran voces altisonantes en los espacios públicos, abrazos innecesarios y arrebatados, un humo desvaído que no era precisamente la secuela de un cigarrillo, una terraza atiborrada de parroquianos que solo pensaban en romper la noche con su felicidad alquilada a una nómina insuficiente.
Hay en aquella vida que hemos dejado atrás una turbia mirada de frustración, una sensación inmadura de que algo no andaba bien en este mundo del bienestar social que ya andaba desmoronándose ante nuestras narices. Aquel sueño prefabricado se difuminó de golpe en un solo día, cuando nos aconsejaron confinarnos en nuestras casas y desde nuestras terrazas –quien dispusiera de ellas– observar el mundo parado, cayéndose a pedazos, sin que nosotros pudiéramos hacer nada, partícipes de una guerra muda que nos estaba matando por dentro.
Qué duda cabe. Este es el momento de cambiar aquella vida de saldo. Y volviendo a escuchar los estribillos cansinos y sobrepasados de azúcar de Roberto Carlos, podemos también imaginar, gratuitamente, que una mujer, a la que tal vez no conozcamos –o mejor, a la que ya conocemos–, nos espera para romper toda distancia artificial o artificiosa. Mejor será, porque mi terraza la tengo ya muy vista. Y afuera, el mundo no sé para dónde va.
En realidad, prácticamente todas las composiciones de verano hablaban de desamor, del sentimiento que un día se diluyó sin razón evidente. La poesía, en cambio, habla más de amores imposibles, de aquellos que no pudieron ser. Y se entiende, porque muchas canciones nacieron al calor de las tabernas y con el olor de la cerveza y el aguardiente.
Tal vez ahí radique su tono a veces cursi y su verdad sin remilgos. Estos días de distancia y de distanciamiento social se me ha venido a la cabeza en ocasiones aquella letra apasionada con la que fustigaba nuestro corazón el cantante brasileño.
La distancia a la que nos somete diariamente la covid-19 no encuentra, desafortunadamente, en el amor su causa más honrosa, sino en el peligro de infectarnos de otras fiebres que a todos nos trae de cabeza. Cabría preguntarse cuántas relaciones se habrá llevado este virus a su paso por cada huésped, cuántos se quedaron a mitad de camino y cuántos sucumbieron a una pérdida definitiva sin haber escuchado la letra trasnochada de aquella canción de mi adolescencia.
Pero no. Esta distancia es otra. Esta es una distancia que nos conduce a un abismo de consecuencias imprevisibles, que sin pretenderlo ya nos ha cambiado y seguirá haciéndolo cuando andamos metidos en sueños y en descuidos cotidianos. Ahora sabemos, como nunca lo aprendimos, lo vulnerables que somos. Pero, como dice la filósofa Claire Marin, muchos ya quieren volver a olvidarlo.
El otro día, hablando con unos amigos, decían que esperaban que el año próximo pudiera celebrarse la Semana Santa y la Feria. Los escuchaba atónito. Aunque así fuera, no pisaré las calles de Sevilla atiborradas de paisanos buscando las imágenes de los santos ni pisaré el real si para acercarme al lugar debo enlatarme en un vagón de metro como si fuera una salchicha empaquetada o una sardina enlatada en aceite.
Este tiempo de distancias y distanciamientos me ha permitido valorar que prefiero los bares moderadamente llenos o vacíos, las calles discretamente habitadas por peatones que caminan con una serenidad aprendida estos días, las playas en las que las gaviotas vuelven a compartir la arena con nosotros.
Había en aquel mundo olvidado por unos meses una sensación de agotamiento total, de espacios arrebatados de unos a otros, como si todos nos arrebujáramos en los mismos rincones y dejáramos el resto del planeta abandonado al caos.
La distancia, claro, provoca heridas que dejan sus secuelas para siempre en nuestra piel, pero también nos oxigena de un mundo acabado que nunca quisimos ver, de un calentamiento global que nos transporta sin remisión a otro planeta que no alcanzamos a imaginar pese a tanta información como recibimos a diario.
Silvia Ayuso pregunta a Claire Marin que, entonces, aunque las rupturas pueden ser una oportunidad, también habrá que calcular bien sus riesgos. Marin responde con esta frase imprescindible: “Sí, está la esperanza de encontrarse, pero también el riesgo de perderse. A menudo tenemos esa idea de que al cambiar seremos mejores. Cuanto más importante es la ruptura más pensamos que todo va a cambiar, y podemos encontrarnos con los mismos problemas en otros contextos. Me alucinan todas esas nuevas vidas que no son más que una repetición de la precedente, en otra ciudad o con una mujer más joven”.
La covid-19 ha llegado y nos ha puesto contra nuestra propia vida, nos ha enseñado a estar solos, nos ha empujado a estar con nosotros mismos. Y tal vez nos hemos acostumbrado o nos hemos asustado, pero ya es imposible mirar a otro lado y no descubrirnos en el espejo, saber que adonde vamos, nos llevamos; adivinar que los sueños, sin que los manejemos a nuestra voluntad, nos deletrea la vida con nuestra propia mano.
Hay entre tantas distancias y tantos distanciamientos impuestos un velo de elegancia, un tono recogido en la voz, un respeto hacia el otro que no lo había antes, donde todo eran voces altisonantes en los espacios públicos, abrazos innecesarios y arrebatados, un humo desvaído que no era precisamente la secuela de un cigarrillo, una terraza atiborrada de parroquianos que solo pensaban en romper la noche con su felicidad alquilada a una nómina insuficiente.
Hay en aquella vida que hemos dejado atrás una turbia mirada de frustración, una sensación inmadura de que algo no andaba bien en este mundo del bienestar social que ya andaba desmoronándose ante nuestras narices. Aquel sueño prefabricado se difuminó de golpe en un solo día, cuando nos aconsejaron confinarnos en nuestras casas y desde nuestras terrazas –quien dispusiera de ellas– observar el mundo parado, cayéndose a pedazos, sin que nosotros pudiéramos hacer nada, partícipes de una guerra muda que nos estaba matando por dentro.
Qué duda cabe. Este es el momento de cambiar aquella vida de saldo. Y volviendo a escuchar los estribillos cansinos y sobrepasados de azúcar de Roberto Carlos, podemos también imaginar, gratuitamente, que una mujer, a la que tal vez no conozcamos –o mejor, a la que ya conocemos–, nos espera para romper toda distancia artificial o artificiosa. Mejor será, porque mi terraza la tengo ya muy vista. Y afuera, el mundo no sé para dónde va.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO