Esta mañana me he cruzado con él. Hacía tiempo que no lo veía: desde que cerró aquella coqueta cafetería que hacía esquina y que parecía un pastelito de fresa y vainilla. Hoy iba sin su mujer, esa señora que siempre mira hacia abajo, como si pidiera perdón por existir.
La gente del barrio hablaba de ellos: "Yo creo que él es mariquita y se casó con ella por las apariencias". "Ella trabajaba en un bar de copas de esos en que las mujeres son fáciles si les pagas". Comentarios vomitivos, jueces crueles de una realidad que no se conoce. ¿Qué más da si él, en una sociedad en la que querer a una persona de tu mismo sexo era ser "un vago y maleante", llegó a un acuerdo con ella?
Ella era una mujer que, a lo mejor por sus circunstancias –unas circunstancias que tienen mucho que ver con que la mujer era incapaz legalmente para firmar un contrato–, no le quedó otra que trabajar en aquel bar a donde no debería haber entrado si la historia social hubiese sido otra.
Todo esto es elucubrar: yo solo los conozco de vista, de ir al pequeño café, de saludarlos con un "hola" lejano por la calle. He entrado en el juego de la vecindad sin darme cuenta porque yo no sé si él es homosexual o si ella trabajó en una güisquería. Yo solo sé que los veo pasear juntos y que han tenido unos hijos que han sido queridos, han estudiado y se han buscado su futuro.
¿Y qué mierda le importa a nadie cuál ha sido su vida? Pero venimos de una cultura, de una sociedad, en la que nos ponemos por encima de todos y nos creemos mejores y lo suficientemente buenos o perfectos para tirar piedras a los otros, a los que nos parecen diferentes, porque no cumplen con esa imagen de familia que las fotos ñoñas nos enseñan.
Juzgar y decirles a los demás cómo tienen que ser. Pero, ¿nos conocemos nosotros realmente? ¿Conocemos nuestros lados oscuros, llenos de miedos y debilidades? ¿Nos gustaría que alguien nos mirara como miramos al que creemos "raro"? Pena que una sociedad que ha sido educada por la religión católica no recuerde el potente mensaje del Evangelio: "El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra". ¿Alguien está libre de algo?
La gente del barrio hablaba de ellos: "Yo creo que él es mariquita y se casó con ella por las apariencias". "Ella trabajaba en un bar de copas de esos en que las mujeres son fáciles si les pagas". Comentarios vomitivos, jueces crueles de una realidad que no se conoce. ¿Qué más da si él, en una sociedad en la que querer a una persona de tu mismo sexo era ser "un vago y maleante", llegó a un acuerdo con ella?
Ella era una mujer que, a lo mejor por sus circunstancias –unas circunstancias que tienen mucho que ver con que la mujer era incapaz legalmente para firmar un contrato–, no le quedó otra que trabajar en aquel bar a donde no debería haber entrado si la historia social hubiese sido otra.
Todo esto es elucubrar: yo solo los conozco de vista, de ir al pequeño café, de saludarlos con un "hola" lejano por la calle. He entrado en el juego de la vecindad sin darme cuenta porque yo no sé si él es homosexual o si ella trabajó en una güisquería. Yo solo sé que los veo pasear juntos y que han tenido unos hijos que han sido queridos, han estudiado y se han buscado su futuro.
¿Y qué mierda le importa a nadie cuál ha sido su vida? Pero venimos de una cultura, de una sociedad, en la que nos ponemos por encima de todos y nos creemos mejores y lo suficientemente buenos o perfectos para tirar piedras a los otros, a los que nos parecen diferentes, porque no cumplen con esa imagen de familia que las fotos ñoñas nos enseñan.
Juzgar y decirles a los demás cómo tienen que ser. Pero, ¿nos conocemos nosotros realmente? ¿Conocemos nuestros lados oscuros, llenos de miedos y debilidades? ¿Nos gustaría que alguien nos mirara como miramos al que creemos "raro"? Pena que una sociedad que ha sido educada por la religión católica no recuerde el potente mensaje del Evangelio: "El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra". ¿Alguien está libre de algo?
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ