El consumo actual –uno de los pilares de la economía de mercado– se estimula mediante la publicidad que, a su vez, se apoya en la ansiedad de nosotros, los clientes, por consumir, en la seducción que ejercen algunos productos y en los impulsos –a veces incontenibles– de satisfacer sueños personales y espejismos imposibles.
En el fondo de muchos de esos mensajes inquietantes –y, en ocasiones, algo engañosos– que nos lanzan algunos anuncios publicitarios encontramos, como es sabido, unas ofertas de aventuras sexuales secretas e irreales o unas promesas de imposibles éxitos personales.
No hemos de perder de vista que toda esa red laberíntica de imágenes falsas, de valores vacíos y de comportamientos erróneos posee una finalidad exclusivamente económica: la mayoría de los mercaderes de la moda, muchos de los estilistas que presentan lo superfluo como esencial y algunos de esos sublimes vendedores de humo que prometen una salvación total, basada en el aumento de nuestro poder de seducción, poseen fabulosos imperios financieros.
Reconozcamos, sin embargo, que nosotros, los clientes y los consumidores, también colaboramos con nuestros vehementes deseos de soñar despiertos y cooperamos con nuestras permanentes ansias de parecer mejores de lo que somos: más buenos, más ricos, más poderosos, más listos y, sobre todo, más guapos.
No hay duda de que estamos atrapados por nuestros propios sueños, por las representaciones que nosotros mismos hemos creado con la ayuda de las revistas en papel satinado, con las imágenes del cine y de la televisión y, sobre todo, con los reclamos eficaces de la publicidad, con los potentes emisores que nos envían mensajes creadores de hábitos de consumo y de dependencias.
Los oyentes, los lectores y los espectadores, los destinatarios de las campañas publicitarias, somos, no sólo la meta, sino también el punto de partida; nuestros deseos, declarados o reprimidos, y nuestras pasiones, reveladas o inconfesadas, son los que nos hacen víctimas y cómplices de esa vertiginosa feria de vanidades, de esas "tonteras y pamplinas", como las llama Cristina Tejera.
En el fondo de muchos de esos mensajes inquietantes –y, en ocasiones, algo engañosos– que nos lanzan algunos anuncios publicitarios encontramos, como es sabido, unas ofertas de aventuras sexuales secretas e irreales o unas promesas de imposibles éxitos personales.
No hemos de perder de vista que toda esa red laberíntica de imágenes falsas, de valores vacíos y de comportamientos erróneos posee una finalidad exclusivamente económica: la mayoría de los mercaderes de la moda, muchos de los estilistas que presentan lo superfluo como esencial y algunos de esos sublimes vendedores de humo que prometen una salvación total, basada en el aumento de nuestro poder de seducción, poseen fabulosos imperios financieros.
Reconozcamos, sin embargo, que nosotros, los clientes y los consumidores, también colaboramos con nuestros vehementes deseos de soñar despiertos y cooperamos con nuestras permanentes ansias de parecer mejores de lo que somos: más buenos, más ricos, más poderosos, más listos y, sobre todo, más guapos.
No hay duda de que estamos atrapados por nuestros propios sueños, por las representaciones que nosotros mismos hemos creado con la ayuda de las revistas en papel satinado, con las imágenes del cine y de la televisión y, sobre todo, con los reclamos eficaces de la publicidad, con los potentes emisores que nos envían mensajes creadores de hábitos de consumo y de dependencias.
Los oyentes, los lectores y los espectadores, los destinatarios de las campañas publicitarias, somos, no sólo la meta, sino también el punto de partida; nuestros deseos, declarados o reprimidos, y nuestras pasiones, reveladas o inconfesadas, son los que nos hacen víctimas y cómplices de esa vertiginosa feria de vanidades, de esas "tonteras y pamplinas", como las llama Cristina Tejera.
JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO