Tarde lo que tarde, la república será, inevitablemente, la forma jurídica del Estado español. Y lo será porque el hartazgo con los abusos, rapiña y arbitrariedades cometidos por quien porta la corona y su entorno familiar está provocando que el repudio a ese arcaísmo, que instaura reinos en vez de naciones democráticas, se extienda a gran parte de la población.
Y, además, porque, a pesar de la antigüedad histórica de tal régimen en España, basado en un linaje que atribuye derechos más mitológicos y feudales que racionales y que hunde sus raíces en tradiciones obsoletas, privilegios inaceptables y servidumbres indignas, la monarquía no deja de ser una forma anquilosada de representar al Estado mediante herencia familiar.
Se mire como se mire, ese privilegio genético de un apellido, por muy dinástico que sea, es incomprensible, incoherente e incompatible con una sociedad moderna y democrática, como es en la actualidad la española. Las tensiones que genera un régimen así, dadas las demandas de igualdad de una ciudadanía adulta, plural y democrática frente a un modelo de Estado misógino (ley sálica), impuesto (nunca ha sido elegido directamente) y, por su naturaleza, poco igualitario (derechos de primogenitura), son las que están condenando a la monarquía a su desaparición en nuestro país. Como dice el profesor Pérez Royo, se trata de “una anormalidad en un Estado plenamente democrático”.
Por eso está destinada a desaparecer tarde o temprano. Pero el cuestionamiento de la monarquía no es de ahora, cuando el rey emérito, Juan Carlos I, ha huido al destierro a causa de los escándalos económicos y sentimentales que arrastra su persona.
El desprestigio y rechazo que engendra la corona no es siquiera debido a una campaña emprendida por sus adversarios, sino a causa de los errores, caprichos y desmanes cometidos por quienes encarnan la institución y se cubren de oropeles aristocráticos.
Es por ello que, a pesar de los esfuerzos por camuflar sus iniquidades, ocultar sus vergüenzas y exigir una fidelidad ciega a sus súbditos (a quienes se les niega toda crítica), la imagen de la monarquía española es, mal que nos pese, no solo inquietante, sino abiertamente aborrecible.
Tal desmitificación viene de antiguo (si me apuran, desde que Franco decidió por su cuenta), pero la puntilla se la ha dado el propio monarca emérito, el ciudadano Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, más conocido como el “campechano” Juan Carlos I, padre del actual rey Felipe VI.
Es indiscutible que la larga trayectoria histórica de la monarquía española es discontinua y abrupta, llena de traiciones, abdicaciones, infertilidades, huidas y destronamientos, de lo que son ejemplos, por acotar un período, desde Carlos V hasta Alfonso XIII. Es lo que caracteriza su “singularidad” dinástica, expuesta a arbitrariedades en el “orden” sucesorio.
Pero, sobre todo, por ser ajena, en todos los casos, a la voluntad directa de la ciudadanía, a la que se le hurta su derecho a legitimarla democráticamente. En eso consiste, precisamente, el “pecado” capital de la monarquía como forma de gobierno: su alergia al refrendo democrático y, en consecuencia, su interés por “justificarse” vía hereditaria. Nada más arcaico en una sociedad moderna.
Pero las herencias vienen, en muchas ocasiones, envenenadas. No es lo mismo heredar un bien (inmueble, por ejemplo) que una hipoteca. Don Juan Carlos pudo haber transmitido un legado extraordinario a su hijo Felipe VI, si no fuera porque se vio obligado a abdicar, en 2014, debido a los múltiples escándalos de los que ha sido protagonista y que han ido erosionando la imagen pública de su persona, como rey, y de la monarquía como institución.
Incapaz de ajustarse a las demandas de transparencia y ejemplaridad que él mismo exigía a una institución que representa la jefatura del Estado, como al principio de su mandato parecía seguir, ha acabado autoexiliándose del país para no perjudicar aún más el reinado de su hijo Felipe con la mancha de la corrupción y la deshonra que desacreditan al rey emérito.
Tanto es así que ese contexto palaciego, generado por el comportamiento indigno del rey prófugo, explica claramente la osadía de un yerno en querer también enriquecerse por vías espurias, aunque finalmente condenado por no estar protegido con la inviolabilidad del rey. Aprendió en esa casa la desvergüenza, la inmoralidad y la avaricia de los todopoderosos caprichosos.
No obstante, es de humanos errar y pecar. Lo que no es racional es mantener instituciones de gobierno ligadas exclusivamente a un linaje insustituible, independientemente del comportamiento de su titular. Ello estaría justificado en épocas pretéritas de construcción nacional y cuando los reyes obedecían a la voluntad divina. Pero en tiempos democráticos, en los que el poder procede de la voluntad popular, es una “anormalidad” tratar de encajar la monarquía a la soberanía del pueblo. Son términos contradictorios.
Por otra parte, es posible que el prestigio de la república en nuestro país, después de dos intentos por instaurarla, no sea todo lo elogiable que se esperaba. Más por los obstáculos que opuso el “caciquismo” económico, religioso, ideológico y social de sus adversarios que por sus propios errores, las intentonas republicanas siempre fueron truncadas, incluso de forma violenta, a pesar de los avances modernizadores que supusieron muchas de sus iniciativas.
Con todo, ningún presidente republicano fue acusado de corrupción y avaricia. Y aunque así lo hubiera sido, podía ser investigado, juzgado y condenado como cualquier ciudadano que delinque, al no gozar de privilegios que blinden su impunidad.
Un jefe de Estado republicano es un ciudadano más, un rey se asimila a un dios intocable e inviolable, y como tal acaba comportándose, pues su cargo es vitalicio y pertenece a su familia, no depende del pueblo. Esa es la gran diferencia entre un régimen y otro. Y es, justamente, el debate que ha propiciado el rey emérito con su espantada por sus probables problemas con la justicia.
Él mismo le ha dado la puntilla a la monarquía, contagiándole su propio desprestigio. De una crisis reputacional a otra de legitimidad solo dista un paso: el que da la opinión pública al mudar de criterio, perder la confianza y dudar de la honorabilidad de los gobernantes.
Si Adolfo Suárez no quiso someter a referéndum la monarquía, confiado como estaba en que perdería la votación y por eso la incluyó como “dos por uno” en el referéndum constitucional, en la actualidad el debate también haría peligrar a la institución monárquica. Por eso huye quien ayudó que la democracia se asentara en nuestro país, aunque acabara dilapidado su prestigio personal e institucional a causa de su avaricia y vida licenciosa.
Juan Carlos I no pudo evitar que, finalmente, se le cayera la máscara de honorabilidad y honradez con la que se parapetaba y dejara al descubierto la desnudez moral de un rey impresentable. Por todo ello, la república será inevitable. Solo es cuestión de pensarlo un poco. Y de tiempo.
Y, además, porque, a pesar de la antigüedad histórica de tal régimen en España, basado en un linaje que atribuye derechos más mitológicos y feudales que racionales y que hunde sus raíces en tradiciones obsoletas, privilegios inaceptables y servidumbres indignas, la monarquía no deja de ser una forma anquilosada de representar al Estado mediante herencia familiar.
Se mire como se mire, ese privilegio genético de un apellido, por muy dinástico que sea, es incomprensible, incoherente e incompatible con una sociedad moderna y democrática, como es en la actualidad la española. Las tensiones que genera un régimen así, dadas las demandas de igualdad de una ciudadanía adulta, plural y democrática frente a un modelo de Estado misógino (ley sálica), impuesto (nunca ha sido elegido directamente) y, por su naturaleza, poco igualitario (derechos de primogenitura), son las que están condenando a la monarquía a su desaparición en nuestro país. Como dice el profesor Pérez Royo, se trata de “una anormalidad en un Estado plenamente democrático”.
Por eso está destinada a desaparecer tarde o temprano. Pero el cuestionamiento de la monarquía no es de ahora, cuando el rey emérito, Juan Carlos I, ha huido al destierro a causa de los escándalos económicos y sentimentales que arrastra su persona.
El desprestigio y rechazo que engendra la corona no es siquiera debido a una campaña emprendida por sus adversarios, sino a causa de los errores, caprichos y desmanes cometidos por quienes encarnan la institución y se cubren de oropeles aristocráticos.
Es por ello que, a pesar de los esfuerzos por camuflar sus iniquidades, ocultar sus vergüenzas y exigir una fidelidad ciega a sus súbditos (a quienes se les niega toda crítica), la imagen de la monarquía española es, mal que nos pese, no solo inquietante, sino abiertamente aborrecible.
Tal desmitificación viene de antiguo (si me apuran, desde que Franco decidió por su cuenta), pero la puntilla se la ha dado el propio monarca emérito, el ciudadano Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, más conocido como el “campechano” Juan Carlos I, padre del actual rey Felipe VI.
Es indiscutible que la larga trayectoria histórica de la monarquía española es discontinua y abrupta, llena de traiciones, abdicaciones, infertilidades, huidas y destronamientos, de lo que son ejemplos, por acotar un período, desde Carlos V hasta Alfonso XIII. Es lo que caracteriza su “singularidad” dinástica, expuesta a arbitrariedades en el “orden” sucesorio.
Pero, sobre todo, por ser ajena, en todos los casos, a la voluntad directa de la ciudadanía, a la que se le hurta su derecho a legitimarla democráticamente. En eso consiste, precisamente, el “pecado” capital de la monarquía como forma de gobierno: su alergia al refrendo democrático y, en consecuencia, su interés por “justificarse” vía hereditaria. Nada más arcaico en una sociedad moderna.
Pero las herencias vienen, en muchas ocasiones, envenenadas. No es lo mismo heredar un bien (inmueble, por ejemplo) que una hipoteca. Don Juan Carlos pudo haber transmitido un legado extraordinario a su hijo Felipe VI, si no fuera porque se vio obligado a abdicar, en 2014, debido a los múltiples escándalos de los que ha sido protagonista y que han ido erosionando la imagen pública de su persona, como rey, y de la monarquía como institución.
Incapaz de ajustarse a las demandas de transparencia y ejemplaridad que él mismo exigía a una institución que representa la jefatura del Estado, como al principio de su mandato parecía seguir, ha acabado autoexiliándose del país para no perjudicar aún más el reinado de su hijo Felipe con la mancha de la corrupción y la deshonra que desacreditan al rey emérito.
Tanto es así que ese contexto palaciego, generado por el comportamiento indigno del rey prófugo, explica claramente la osadía de un yerno en querer también enriquecerse por vías espurias, aunque finalmente condenado por no estar protegido con la inviolabilidad del rey. Aprendió en esa casa la desvergüenza, la inmoralidad y la avaricia de los todopoderosos caprichosos.
No obstante, es de humanos errar y pecar. Lo que no es racional es mantener instituciones de gobierno ligadas exclusivamente a un linaje insustituible, independientemente del comportamiento de su titular. Ello estaría justificado en épocas pretéritas de construcción nacional y cuando los reyes obedecían a la voluntad divina. Pero en tiempos democráticos, en los que el poder procede de la voluntad popular, es una “anormalidad” tratar de encajar la monarquía a la soberanía del pueblo. Son términos contradictorios.
Por otra parte, es posible que el prestigio de la república en nuestro país, después de dos intentos por instaurarla, no sea todo lo elogiable que se esperaba. Más por los obstáculos que opuso el “caciquismo” económico, religioso, ideológico y social de sus adversarios que por sus propios errores, las intentonas republicanas siempre fueron truncadas, incluso de forma violenta, a pesar de los avances modernizadores que supusieron muchas de sus iniciativas.
Con todo, ningún presidente republicano fue acusado de corrupción y avaricia. Y aunque así lo hubiera sido, podía ser investigado, juzgado y condenado como cualquier ciudadano que delinque, al no gozar de privilegios que blinden su impunidad.
Un jefe de Estado republicano es un ciudadano más, un rey se asimila a un dios intocable e inviolable, y como tal acaba comportándose, pues su cargo es vitalicio y pertenece a su familia, no depende del pueblo. Esa es la gran diferencia entre un régimen y otro. Y es, justamente, el debate que ha propiciado el rey emérito con su espantada por sus probables problemas con la justicia.
Él mismo le ha dado la puntilla a la monarquía, contagiándole su propio desprestigio. De una crisis reputacional a otra de legitimidad solo dista un paso: el que da la opinión pública al mudar de criterio, perder la confianza y dudar de la honorabilidad de los gobernantes.
Si Adolfo Suárez no quiso someter a referéndum la monarquía, confiado como estaba en que perdería la votación y por eso la incluyó como “dos por uno” en el referéndum constitucional, en la actualidad el debate también haría peligrar a la institución monárquica. Por eso huye quien ayudó que la democracia se asentara en nuestro país, aunque acabara dilapidado su prestigio personal e institucional a causa de su avaricia y vida licenciosa.
Juan Carlos I no pudo evitar que, finalmente, se le cayera la máscara de honorabilidad y honradez con la que se parapetaba y dejara al descubierto la desnudez moral de un rey impresentable. Por todo ello, la república será inevitable. Solo es cuestión de pensarlo un poco. Y de tiempo.
DANIEL GUERRERO