El Partido Republicano presenta a Donald Trump como su candidato a las elecciones del próximo 3 de noviembre. El controvertido, imprevisible y ególatra empresario metido en política aspira a revalidar el cargo de presidente de los Estados Unidos de América (EEUU), la nación más poderosa del planeta, en contra, incluso, del parecer de algunos de sus pares del Congreso y el Senado.
Todo presidente norteamericano puede prolongar su mandato una segunda legislatura, como máximo, si los electores le renuevan su confianza en las urnas. Se le brinda, así, la posibilidad de consolidar las iniciativas y proyectos que ha puesto en marcha en los primeros cuatro años de presidencia, sin preocuparse, en ese segundo mandato, ni de las encuestas ni de la opinión de los ciudadanos. Y Trump no iba a ser una excepción, pero lo hace movido antes por un afán personalista que por refrendar sus políticas.
A solo una semana de la convención nacional de los demócratas, los republicanos han celebrado la suya para hacer oficial, en un auditorio de Charlotte, en Carolina del Norte, la nominación de Donald Trump como candidato a la Presidencia.
Y, desde el primer día, Trump ha impuesto su sello personal a un evento que, aunque se organiza para dotar de impulso al aspirante en su campaña electoral, se desarrolla, no obstante, ateniéndose a un tradicional protocolo de intervenciones que dejan para el final el discurso de aceptación y programático del candidato, ya oficialmente ratificado.
Trump ha obviado olímpicamente este trámite, apareciendo desde el principio para acaparar absolutamente todo protagonismo, siendo fiel a su estilo convulsivo, desenfrenado e impetuoso, como suele cuando alardea de su labor o arremete contra sus adversarios en Twitter.
No es ninguna extravagancia en el personaje, porque del mismo modo en que acometió su anterior campaña electoral en 2016, sin atenerse ni al respeto ni a la verdad esperada en el comportamiento entre contrincantes que se disputan la adhesión de los ciudadanos, también ahora Trump asume de manera unipersonal y hasta desde el Despacho Oval esta nueva y atípica campaña para permanecer cuatro años más en la Casa Blanca.
Es decir, lo hace desde su consolidado protagonismo visceral y sin renunciar a verter falsedades, tergiversaciones e insidias, más o menos groseras, incluso sobre el sistema electoral de su propio país, el mismo sistema que posibilitó su triunfo en 2016 y que permite el voto no presencial.
Ahora, temeroso de un voto más reflexivo y no presencial a causa de la pandemia, ha pretendido instalar la sospecha en el servicio postal, manipulando a su beneficio un recorte de su financiación presupuestaria y propalando la probabilidad de fraude en el voto por correo.
Tanto es así que, por sistema, Trump no vacila en utilizar su posición privilegiada como inquilino de la Casa Blanca para difundir mensajes propagandísticos sobre su candidatura o para confrontar y demonizar al adversario, algo insólito en los hábitos electorales norteamericanos, acostumbrados a no mezclar la función institucional del presidente con la del candidato en campaña electoral.
El ticket republicano es, pues, exclusivamente Donald Trump y él constituye la única imagen física e ideológica del Partido Republicano, al que ha moldeado a su imagen y semejanza. El histórico partido conservador ha sido absorbido por la impronta de Trump hasta el extremo de que, por primera vez en su historia, ni siquiera elaborará un programa electoral que ofrecer a los ciudadanos, sino que se limitará a apoyar de manera entusiasta las propuestas que se le ocurran a su candidato y sus reiteradas soflamas sobre “America first”.
No queda otra, por consiguiente, que resignarse a asistir al permanente y bochornoso “show” de Donald Trump, a quien ni la pandemia, ni el revés de la economía, ni las imputaciones judiciales en torno a sus tejemanejes, acaso siquiera ni un resultado adverso, podrán disuadirlo de intentar continuar, por todos los medios, irradiando su populismo ultranacionalista desde el sillón presidencial del palacete de la avenida Pensilvania de Washington.
Y para ello se muestra dispuesto a romper las costuras de lo permitido en campañas electorales de la democracia estadounidense, hasta ahora modélica en ofrecer contrapesos a las tendencias omnímodas de sus tres poderes. Algo que a Trump le fastidia sobremanera y que percibe como obstrucción a su labor o “caza de brujas” contra él.
Y es que Donald Trump no persigue sólo su reelección, sino aparecer como un ser providencial y la única persona capaz de levantar a América de su decaimiento imperial. Y lo hará recurriendo a la estrategia que ya usó en su primera elección.
Volverá a valerse de la distracción (construcción de un muro en la frontera con México), la tergiversación (criminalización de la inmigración), el racismo (ley y orden contra las protestas sociales), sus obsesiones (China y su emergencia como potencia mundial), la falsedad (Obama y la izquierda radical), su interés particular (aislacionismo comercial y unilateralismo político) y su capacidad intelectual (suficiente para tuitear compulsivamente). A ello añade su inclinación y facilidad para el espectáculo mediático con el que satisface las demandas de sus seguidores, basado en “fake news” y exageraciones de los problemas y en recetas milagrosas.
De este modo, tildará a los adversarios demócratas de ser radicales “socialistas” al apostar por combatir la desigualdad y la injusticia con, por ejemplo, el proyecto de una sanidad básica universal de carácter público, pero ignorando que la “radicalidad” izquierdista la representa un comunismo que aboga por la abolición de la propiedad privada como fuente de desigualdad, abusos y opresión contra los excluidos de toda pertenencia.
También ignora Trump, en su obrar, que utiliza inconscientemente el recurso psicológico, ya señalado por Freud en su ensayo El malestar en la cultura, de culpabilizar de sus frustraciones (personales, políticas) siempre en el otro, en un chivo expiatorio sobre quien poder descargar las tendencias agresivas que nos provocan.
Lo hicieron los nazis con los judíos, los cristianos con los gentiles, los comunistas con los burgueses y, actualmente, las opulentas sociedades consumistas de Occidente con los inmigrantes y los diferentes que anhelan compartir los recursos de este mundo.
Pero nada de hacer balance ni autocrítica de su gestión, ni reconocimiento de sus mentiras, estafas y fracasos políticos, de sus engaños y su descarado nepotismo. Ni de su tendencia a la manipulación y al sectarismo en la actuación gubernamental. Ni de los continuos abandonos de personas de su equipo a causa de su arbitrariedad, ignorancia y petulancia. Tampoco de la nula transparencia en su proceder particular y público, que incluye el ocultamiento de las declaraciones fiscales de su fortuna, ni sus pagos a prostitutas con fondos electorales.
Ninguna disculpa por el comportamiento miserable de su amigo y anterior jefe de campaña electoral y exconsejero de Seguridad de la Casa Blanca, Steve Bannon, imputado y detenido por lucrarse con las aportaciones privadas solicitadas por el propio Trump para la construcción del famoso muro con México.
Para Trump, la política es el arte de hacer olvidar lo prometido para entusiasmar con nuevas promesas que volverán a incumplirse. Y lo hace groseramente, con total descaro. Porque ni el muro se construirá, ni lo pagará México, ni blindará a EEUU del fenómeno de la migración, ni conseguirá un saldo positivo en todas las transacciones económicas del país, ni vencerá a la pandemia despreciando las indicaciones de expertos y epidemiólogos, ni eliminará la violencia de las calles, ni calmará el hartazgo de las minorías por la discriminación racial, ni podrá evitar que la Justicia acabe alcanzándolo por sus abusos y desmanes recurrentes. Ni siquiera podrá impedir que su recuerdo se diluya entre lo insignificante y anecdótico en la historia de los EEUU.
Este es el ticket ultranacionalista del Partido Republicano que encumbra a un personaje como Donald Trump. Él es el preciado y único valor de la propuesta republicana, aunque le acompañe para el puesto de vicepresidente quien ya ostenta el cargo y cuyo nombre es totalmente indiferente a efectos propagandísticos, políticos y electorales. Mike Pence es, simplemente, el clásico segundón que siempre maniobra a la sombra del jefe, al que presta lealtad incondicional y absoluto servilismo, sin pretender destacar en nada ni contradecir en ningún caso.
Lo verdaderamente relevante del ticket republicano es que presenta a Donald Trump a la reelección para que siga haciendo de las suyas, movido por su populismo ultranacionalista y su neoliberalismo unilateralista y aislacionista, bajo el señuelo de “hacer América grande, otra vez”, sin que nadie le pregunte qué América ni a qué modelo de América se refiere.
Todo presidente norteamericano puede prolongar su mandato una segunda legislatura, como máximo, si los electores le renuevan su confianza en las urnas. Se le brinda, así, la posibilidad de consolidar las iniciativas y proyectos que ha puesto en marcha en los primeros cuatro años de presidencia, sin preocuparse, en ese segundo mandato, ni de las encuestas ni de la opinión de los ciudadanos. Y Trump no iba a ser una excepción, pero lo hace movido antes por un afán personalista que por refrendar sus políticas.
A solo una semana de la convención nacional de los demócratas, los republicanos han celebrado la suya para hacer oficial, en un auditorio de Charlotte, en Carolina del Norte, la nominación de Donald Trump como candidato a la Presidencia.
Y, desde el primer día, Trump ha impuesto su sello personal a un evento que, aunque se organiza para dotar de impulso al aspirante en su campaña electoral, se desarrolla, no obstante, ateniéndose a un tradicional protocolo de intervenciones que dejan para el final el discurso de aceptación y programático del candidato, ya oficialmente ratificado.
Trump ha obviado olímpicamente este trámite, apareciendo desde el principio para acaparar absolutamente todo protagonismo, siendo fiel a su estilo convulsivo, desenfrenado e impetuoso, como suele cuando alardea de su labor o arremete contra sus adversarios en Twitter.
No es ninguna extravagancia en el personaje, porque del mismo modo en que acometió su anterior campaña electoral en 2016, sin atenerse ni al respeto ni a la verdad esperada en el comportamiento entre contrincantes que se disputan la adhesión de los ciudadanos, también ahora Trump asume de manera unipersonal y hasta desde el Despacho Oval esta nueva y atípica campaña para permanecer cuatro años más en la Casa Blanca.
Es decir, lo hace desde su consolidado protagonismo visceral y sin renunciar a verter falsedades, tergiversaciones e insidias, más o menos groseras, incluso sobre el sistema electoral de su propio país, el mismo sistema que posibilitó su triunfo en 2016 y que permite el voto no presencial.
Ahora, temeroso de un voto más reflexivo y no presencial a causa de la pandemia, ha pretendido instalar la sospecha en el servicio postal, manipulando a su beneficio un recorte de su financiación presupuestaria y propalando la probabilidad de fraude en el voto por correo.
Tanto es así que, por sistema, Trump no vacila en utilizar su posición privilegiada como inquilino de la Casa Blanca para difundir mensajes propagandísticos sobre su candidatura o para confrontar y demonizar al adversario, algo insólito en los hábitos electorales norteamericanos, acostumbrados a no mezclar la función institucional del presidente con la del candidato en campaña electoral.
El ticket republicano es, pues, exclusivamente Donald Trump y él constituye la única imagen física e ideológica del Partido Republicano, al que ha moldeado a su imagen y semejanza. El histórico partido conservador ha sido absorbido por la impronta de Trump hasta el extremo de que, por primera vez en su historia, ni siquiera elaborará un programa electoral que ofrecer a los ciudadanos, sino que se limitará a apoyar de manera entusiasta las propuestas que se le ocurran a su candidato y sus reiteradas soflamas sobre “America first”.
No queda otra, por consiguiente, que resignarse a asistir al permanente y bochornoso “show” de Donald Trump, a quien ni la pandemia, ni el revés de la economía, ni las imputaciones judiciales en torno a sus tejemanejes, acaso siquiera ni un resultado adverso, podrán disuadirlo de intentar continuar, por todos los medios, irradiando su populismo ultranacionalista desde el sillón presidencial del palacete de la avenida Pensilvania de Washington.
Y para ello se muestra dispuesto a romper las costuras de lo permitido en campañas electorales de la democracia estadounidense, hasta ahora modélica en ofrecer contrapesos a las tendencias omnímodas de sus tres poderes. Algo que a Trump le fastidia sobremanera y que percibe como obstrucción a su labor o “caza de brujas” contra él.
Y es que Donald Trump no persigue sólo su reelección, sino aparecer como un ser providencial y la única persona capaz de levantar a América de su decaimiento imperial. Y lo hará recurriendo a la estrategia que ya usó en su primera elección.
Volverá a valerse de la distracción (construcción de un muro en la frontera con México), la tergiversación (criminalización de la inmigración), el racismo (ley y orden contra las protestas sociales), sus obsesiones (China y su emergencia como potencia mundial), la falsedad (Obama y la izquierda radical), su interés particular (aislacionismo comercial y unilateralismo político) y su capacidad intelectual (suficiente para tuitear compulsivamente). A ello añade su inclinación y facilidad para el espectáculo mediático con el que satisface las demandas de sus seguidores, basado en “fake news” y exageraciones de los problemas y en recetas milagrosas.
De este modo, tildará a los adversarios demócratas de ser radicales “socialistas” al apostar por combatir la desigualdad y la injusticia con, por ejemplo, el proyecto de una sanidad básica universal de carácter público, pero ignorando que la “radicalidad” izquierdista la representa un comunismo que aboga por la abolición de la propiedad privada como fuente de desigualdad, abusos y opresión contra los excluidos de toda pertenencia.
También ignora Trump, en su obrar, que utiliza inconscientemente el recurso psicológico, ya señalado por Freud en su ensayo El malestar en la cultura, de culpabilizar de sus frustraciones (personales, políticas) siempre en el otro, en un chivo expiatorio sobre quien poder descargar las tendencias agresivas que nos provocan.
Lo hicieron los nazis con los judíos, los cristianos con los gentiles, los comunistas con los burgueses y, actualmente, las opulentas sociedades consumistas de Occidente con los inmigrantes y los diferentes que anhelan compartir los recursos de este mundo.
Pero nada de hacer balance ni autocrítica de su gestión, ni reconocimiento de sus mentiras, estafas y fracasos políticos, de sus engaños y su descarado nepotismo. Ni de su tendencia a la manipulación y al sectarismo en la actuación gubernamental. Ni de los continuos abandonos de personas de su equipo a causa de su arbitrariedad, ignorancia y petulancia. Tampoco de la nula transparencia en su proceder particular y público, que incluye el ocultamiento de las declaraciones fiscales de su fortuna, ni sus pagos a prostitutas con fondos electorales.
Ninguna disculpa por el comportamiento miserable de su amigo y anterior jefe de campaña electoral y exconsejero de Seguridad de la Casa Blanca, Steve Bannon, imputado y detenido por lucrarse con las aportaciones privadas solicitadas por el propio Trump para la construcción del famoso muro con México.
Para Trump, la política es el arte de hacer olvidar lo prometido para entusiasmar con nuevas promesas que volverán a incumplirse. Y lo hace groseramente, con total descaro. Porque ni el muro se construirá, ni lo pagará México, ni blindará a EEUU del fenómeno de la migración, ni conseguirá un saldo positivo en todas las transacciones económicas del país, ni vencerá a la pandemia despreciando las indicaciones de expertos y epidemiólogos, ni eliminará la violencia de las calles, ni calmará el hartazgo de las minorías por la discriminación racial, ni podrá evitar que la Justicia acabe alcanzándolo por sus abusos y desmanes recurrentes. Ni siquiera podrá impedir que su recuerdo se diluya entre lo insignificante y anecdótico en la historia de los EEUU.
Este es el ticket ultranacionalista del Partido Republicano que encumbra a un personaje como Donald Trump. Él es el preciado y único valor de la propuesta republicana, aunque le acompañe para el puesto de vicepresidente quien ya ostenta el cargo y cuyo nombre es totalmente indiferente a efectos propagandísticos, políticos y electorales. Mike Pence es, simplemente, el clásico segundón que siempre maniobra a la sombra del jefe, al que presta lealtad incondicional y absoluto servilismo, sin pretender destacar en nada ni contradecir en ningún caso.
Lo verdaderamente relevante del ticket republicano es que presenta a Donald Trump a la reelección para que siga haciendo de las suyas, movido por su populismo ultranacionalista y su neoliberalismo unilateralista y aislacionista, bajo el señuelo de “hacer América grande, otra vez”, sin que nadie le pregunte qué América ni a qué modelo de América se refiere.
DANIEL GUERRERO