La periodista y escritora Laura Fernández ha escrito que la nueva normalidad no es la vieja normalidad con mascarilla. ¿Entonces de qué va esto? Bueno, es un pensamiento de ella pero que también es nuestro o lo ha sido alguno de estos días. No. La nueva normalidad es otra manera de mirar el mundo y de entender la vida.
No hay que recular al pasado, porque, como decía Joaquín Sabina, adonde uno fue feliz nunca has de volver. Esta, qué duda cabe, ya es otra vida. Y la mascarilla solo es el símbolo más visible e insignificante de un cambio mucho más profundo y no siempre negativo.
En aquellos días que dejamos atrás, hemos ganado en salubridad e higiene. Los baños de bares y restaurantes están aseados o más aseados que antes. Antes de sentarte en una terraza desinfectan sillas y mesa, te sirven servilleta personalizada, mantenemos una distancia prudente, aunque no siempre suficiente. Hay un respeto distanciado entre los ciudadanos que antes no alcanzábamos a imaginar. Se grita menos. Qué placer.
Se pone en duda, y con razón, si para ver una corrida de toros tenemos que estar apiñados como sardinas en escabeche. El argumento siempre es el mismo: no es rentable. Tampoco las discotecas son rentables ni otros espacios de ocio. No es así. Son rentables, pero no tanto como antes. Son los negocios del pelotazo. Turismo y restauración generaban generosos ingresos a los empresarios y creaban empleo estacional y precario. Pues tampoco será para tanto.
El permanente pelotazo de las empresas en este país, que nació con el franquismo en los años sesenta y se desarrolló con toda solvencia en plena Transición y años posteriores. Con el turismo, el ocio, el fútbol y la hostelería. Entre otros chiringuitos. Pero que nadie se engañe: esta crisis económica –también sanitaria–, además de apretar el cinturón a los desheredados de siempre, lo hará a su vez a los pilotos de Iberia y otras compañías aéreas –y no me refiero al cinturón de la cabina del avión–. Y a otros asalariados de la elite empresarial. Esta crisis, quién sabe, igual nos hace un poco más iguales.
Es cierto, como escribe Mar Padilla, que en el código del ser humano está escrita a fuego su condición de animal social. Y ahora, tan sociales como somos, resulta que tenemos que aprender a vivir con el imperativo de la distancia social. Incluso con la posibilidad de volver al confinamiento.
Ahora somos especialistas en abrazos rápidos, de lado y con mascarilla. Saludamos con el codo o con el pie, claro, y sonriendo, porque, en esta ceremonia del absurdo, hay aspectos que no entendemos o no queremos descifrar. Viajamos toda la familia en el coche: pero mejor callados y cubiertos.
Hay en esta nueva vida, pero tan real, un postureo de desconfianza que no es de nuestros días, aunque tampoco inventado. El miedo sigue siendo nuestro mejor aliado. Mar Padilla cita a la escritora Helena Fitzgerald cuando dice que el amor es lo contrario de la higiene: “De la saliva al sudor, nuestros flujos íntimos se contienen ante el riesgo de contagio”.
Hanif Kueishi, en su fabuloso libro Intimidad, escribe esta gran verdad antes de que la covid-19 contagiara nuestros hábitos más íntimos: “Por desgracia, nada es tan fascinante como el amor. Sé que el amor es un trabajo sucio; tienes que mancharte las manos. Si te mantienes a distancia, no sucede nada interesante. Además, debes encontrar la distancia adecuada entre las personas. Si están demasiado cerca, te aplastan; si están demasiado lejos, te abandonan”. Me da la impresión, en cualquier caso, que estos ejercicios tan íntimos los hemos abandonado para la última fase de todas las desescaladas que nos esperan.
No vale solo con la comunicación visual, aunque sí es cierto que en la profundidad de los ojos hemos descubierto un lenguaje que se perdía con el rostro descubierto. Aunque también la mirada engaña o puede engañar, claro está. Tal vez, como apunta Laura Fernández, se trata de afinar la puntería, de pensar en pequeño, de reducir nuestras posibilidades de felicidad a un mundo más estrecho, pero también real y cercano, para que no nos despisten de los sueños que se disipan en cualquier amanecer.
Ella siempre quiso pensar y soñar en pequeño, pero la normalidad impuesta hasta ayer se lo impedía, le obligaba a pensar en grande, había algo que siempre perdía y la pérdida, en realidad, eras tú, escribe: “Vivíamos desplazados, lejos de nosotros mismos. Puede parecer absurdo, pero nunca habíamos paseado tanto por el pequeño pueblo en el que vivimos como ahora. No conocíamos a nuestros vecinos, ni ellos a nosotros. La acción, la vida, siempre estaba en otra parte. Pero ¿lo estaba en realidad?”.
Ahora la película ha venido a nuestras propias vidas para meternos en ella, participamos en la redacción del guion, no inventamos, sino que sufrimos todos el mismo dolor y el mismo miedo. Hay un contagio participativo de querer vivir, de reinventarnos, o de inventarnos de una vez por todas, de saber quiénes somos aún con el pánico encendido de saber o de adivinar que todo se puede acabar, que toda película, buena o mala, tiene un final feliz o no. Pero lo escribimos nosotros. Ahora podemos arrimarnos o mantener la distancia con la vida, pero, sobre todo, habrá que inventar un nuevo método para no dejar de ser quienes realmente somos. O de una puta vez, para ser nosotros de verdad.
No hay que recular al pasado, porque, como decía Joaquín Sabina, adonde uno fue feliz nunca has de volver. Esta, qué duda cabe, ya es otra vida. Y la mascarilla solo es el símbolo más visible e insignificante de un cambio mucho más profundo y no siempre negativo.
En aquellos días que dejamos atrás, hemos ganado en salubridad e higiene. Los baños de bares y restaurantes están aseados o más aseados que antes. Antes de sentarte en una terraza desinfectan sillas y mesa, te sirven servilleta personalizada, mantenemos una distancia prudente, aunque no siempre suficiente. Hay un respeto distanciado entre los ciudadanos que antes no alcanzábamos a imaginar. Se grita menos. Qué placer.
Se pone en duda, y con razón, si para ver una corrida de toros tenemos que estar apiñados como sardinas en escabeche. El argumento siempre es el mismo: no es rentable. Tampoco las discotecas son rentables ni otros espacios de ocio. No es así. Son rentables, pero no tanto como antes. Son los negocios del pelotazo. Turismo y restauración generaban generosos ingresos a los empresarios y creaban empleo estacional y precario. Pues tampoco será para tanto.
El permanente pelotazo de las empresas en este país, que nació con el franquismo en los años sesenta y se desarrolló con toda solvencia en plena Transición y años posteriores. Con el turismo, el ocio, el fútbol y la hostelería. Entre otros chiringuitos. Pero que nadie se engañe: esta crisis económica –también sanitaria–, además de apretar el cinturón a los desheredados de siempre, lo hará a su vez a los pilotos de Iberia y otras compañías aéreas –y no me refiero al cinturón de la cabina del avión–. Y a otros asalariados de la elite empresarial. Esta crisis, quién sabe, igual nos hace un poco más iguales.
Es cierto, como escribe Mar Padilla, que en el código del ser humano está escrita a fuego su condición de animal social. Y ahora, tan sociales como somos, resulta que tenemos que aprender a vivir con el imperativo de la distancia social. Incluso con la posibilidad de volver al confinamiento.
Ahora somos especialistas en abrazos rápidos, de lado y con mascarilla. Saludamos con el codo o con el pie, claro, y sonriendo, porque, en esta ceremonia del absurdo, hay aspectos que no entendemos o no queremos descifrar. Viajamos toda la familia en el coche: pero mejor callados y cubiertos.
Hay en esta nueva vida, pero tan real, un postureo de desconfianza que no es de nuestros días, aunque tampoco inventado. El miedo sigue siendo nuestro mejor aliado. Mar Padilla cita a la escritora Helena Fitzgerald cuando dice que el amor es lo contrario de la higiene: “De la saliva al sudor, nuestros flujos íntimos se contienen ante el riesgo de contagio”.
Hanif Kueishi, en su fabuloso libro Intimidad, escribe esta gran verdad antes de que la covid-19 contagiara nuestros hábitos más íntimos: “Por desgracia, nada es tan fascinante como el amor. Sé que el amor es un trabajo sucio; tienes que mancharte las manos. Si te mantienes a distancia, no sucede nada interesante. Además, debes encontrar la distancia adecuada entre las personas. Si están demasiado cerca, te aplastan; si están demasiado lejos, te abandonan”. Me da la impresión, en cualquier caso, que estos ejercicios tan íntimos los hemos abandonado para la última fase de todas las desescaladas que nos esperan.
No vale solo con la comunicación visual, aunque sí es cierto que en la profundidad de los ojos hemos descubierto un lenguaje que se perdía con el rostro descubierto. Aunque también la mirada engaña o puede engañar, claro está. Tal vez, como apunta Laura Fernández, se trata de afinar la puntería, de pensar en pequeño, de reducir nuestras posibilidades de felicidad a un mundo más estrecho, pero también real y cercano, para que no nos despisten de los sueños que se disipan en cualquier amanecer.
Ella siempre quiso pensar y soñar en pequeño, pero la normalidad impuesta hasta ayer se lo impedía, le obligaba a pensar en grande, había algo que siempre perdía y la pérdida, en realidad, eras tú, escribe: “Vivíamos desplazados, lejos de nosotros mismos. Puede parecer absurdo, pero nunca habíamos paseado tanto por el pequeño pueblo en el que vivimos como ahora. No conocíamos a nuestros vecinos, ni ellos a nosotros. La acción, la vida, siempre estaba en otra parte. Pero ¿lo estaba en realidad?”.
Ahora la película ha venido a nuestras propias vidas para meternos en ella, participamos en la redacción del guion, no inventamos, sino que sufrimos todos el mismo dolor y el mismo miedo. Hay un contagio participativo de querer vivir, de reinventarnos, o de inventarnos de una vez por todas, de saber quiénes somos aún con el pánico encendido de saber o de adivinar que todo se puede acabar, que toda película, buena o mala, tiene un final feliz o no. Pero lo escribimos nosotros. Ahora podemos arrimarnos o mantener la distancia con la vida, pero, sobre todo, habrá que inventar un nuevo método para no dejar de ser quienes realmente somos. O de una puta vez, para ser nosotros de verdad.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO