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Antonio López Hidalgo | Teletrabajo: un sueño de agosto para hacer el agosto

El teletrabajo, promovido por la tempestad del confinamiento, ha levantado un vendaval de despropósitos que el Gobierno ya se ha puesto manos a la obra para intentar reordenarlos. Con este propósito aprobará un anteproyecto de ley para resolver el entuerto. Como toda ley que se preste, también esta establece principios inalcanzables: el trabajo a distancia deberá ser voluntario.



Cuando se enfatiza sobre derechos fundamentales, siempre la realidad viene a desmentir o corregir las intenciones menos perversas. Uno de los principios más hermosos sobre los que se sustentaba la constitución fundacional de los Estados Unidos decía que el hombre tiene derecho a la felicidad. Aprobar una ley fundamentada en que el teletrabajo será voluntario es como obligarnos a creer en la Santísima Trinidad sin más explicación posible.

Pero la futura ley nace con buenas intenciones. El problema es que la realidad se muestra siempre muy tosca con las conquistas laborales. El texto tiene como objetivo “el establecimiento de derechos y garantías de las personas que realizan trabajo a distancia” y “establecer claramente los límites del ejercicio del trabajo a distancia pero que también le permita desplegar sus posibilidades”.

Entre sus retos principales está el de "los tiempos de trabajo y descanso", un factor que deberá estar especialmente protegido por la legislación. Claro, pero si nos atenemos a la experiencia de estos meses, es fácil deducir que, a distancia, la rentabilidad del trabajo es menor y las horas dedicadas al mismo son muchas más. La eficacia, en definitiva, es muy cuestionable.

En principio, el teletrabajo supone un ahorro cuantioso para las empresas: luz eléctrica, conexión con internet, teléfono, limpieza de espacios, material de oficina. La nueva ley plantea que la empresa deberá pagar los costes. Como siempre, se supone que será tirando a bajo coste. La empresa se ahorrará presupuesto en espacios.

El nuevo texto también recoge que la empresa deberá verificar que el lugar de trabajo es idóneo para los criterios de salud laboral. En principio, ya se sabe que no. La vivienda de un ciudadano medio no es excesivamente espaciosa. No digamos ya si trabaja el matrimonio o la pareja. La brecha social, que nos asoma cada día más al abismo después de estos meses de confinamiento, nos ha mostrado la precariedad telemática de muchos hogares.

Hay dos aspectos, a priori, positivos con la implantación del teletrabajo. De una parte, puede facilitar, en cierto modo, la conciliación familiar. De otra parte, el desplazamiento al lugar de trabajo facilitará la circulación del tráfico y podría ayudar a reducir la contaminación en grandes ciudades.

Pero hay un tercer aspecto a debatir. Quién define o estipula qué trabajo se puede ejercer telemáticamente y cuál no. Y esta duda nos conduce inevitablemente a un callejón sin salida. O mejor, a una pregunta sin respuesta: ¿Algunas empresas aprovecharán esta encrucijada tecnológica para abaratar costes y precarizar aún más a los trabajadores? Sin duda.

No obstante, imagino que el impacto será desigual según los sectores. En el marco laboral en el que yo me desenvuelvo, que es la docencia, sospecho que el trabajo a distancia tiene mal arreglo. Sobre todo, en el ámbito universitario.

A raíz de la experiencia de estos meses, la presencialidad es incuestionable en el mundo de la Universidad. Es verdad que buena parte de la gestión se puede resolver a distancia, que algunas asignaturas teóricas podrían vivir eternamente en tiempos de pandemia sin sufrir apenas infecciones. Pero las materias prácticas –como en mi caso ocurre con las escrituras periodísticas– estamos condenados no a reinventar su docencia, sino tal vez a empezar a enterrar en agosto un sueño que durante muchos años fue real.

La presencialidad se hace imprescindible porque, cuando el profesor hace de la empatía el mejor método de enseñanza, los jóvenes alcanzan a entender que la magia de la escritura necesita de un espacio real donde aprenderla. Porque más tarde, cuando el conocimiento es ya parte de sus vidas, es en otro espacio ficticio, a distancia, o desde las nubes o bien desde los sueños, donde la escritura se muestra ya no como un milagro, sino como un género concreto, como un formato sólido, donde la cadencia marca el ritmo de la prosa. Ahí ellos comienzan a respirar. No me imagino a mis alumnos y alumnas esforzándose con pasión frente a una pantalla donde alguien les habla del origen del periodismo moderno o de cómo se escribe el titular de un reportaje.

Me pregunto también a qué dedicarán el tiempo libre los conserjes, el personal de la limpieza, los técnicos. Y cómo se las apañarán, sobre todo, los inspectores, en su afán de alcanzar un mínimo nivel de codiciados espías sin vocación, buscando en el aula al profesor descarriado al que se le pegaron las legañas o que escucha la cadena SER en un atasco de tráfico.

Tal vez entonces, en un tiempo venidero, nos visiten en casa, podamos compartir con ellos un café –que pagaremos nosotros, claro– pero que también nos devolverá el rostro humano de aquellos perfiles profesionales que cumplían funciones parapoliciales pero que, en el fondo, estaban deseando que se inaugurara la era de la telemática para ellos, por fin, los inspectores, poder realizar un verdadero trabajo presencial, aunque sea en nuestras casas.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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