Vulgarmente, por solidaridad se entiende “estar próximo al otro, identificarse con su problema, su postura o su situación”. Solidaridad vendría a significar algo así como “estoy contigo”, hago mía tu situación desde una empatía sentimental. Me adhiero a tu causa porque, en definitiva, quiero compartir contigo.
En el caso que nos ocupa, es de justicia hacer una matización de la solidaridad desde dos frentes: uno de entrega absoluta al trabajo asignado y, el otro, de empatía con el personal. Es decir, sanitarios, colaboradores, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y el pueblo encerrado.
Las actitudes solidarias no aparecen espontáneamente, sino que precisan de toda una cultura de educación y asimilación de actitudes por parte de cada uno de nosotros. La solidaridad requiere ante todo sensibilidad, pero alejada del individualismo en pro de acciones colectivas y compartidas. La solidaridad hace referencia a entrega, a justicia, ayuda para un determinado colectivo necesitado de ella, por eso significa cooperación, tolerancia, darse antes que dar, compartir, respetar...
Se es solidario respecto a algo, a alguien que me importa y por quien estoy dispuesto a una actitud de sacrificio, a darme para conseguir solucionar el problema. La solidaridad es ser capaces de pasar del yo al nosotros con todas las consecuencias que comporta. En ese frente está el personal sanitario y en los múltiples frentes que nos ha abierto la guerra vírica.
Pero también están la disponibilidad de empresas que aportan materiales de primera necesidad para frenar esta debacle, y la entrega de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, los militares, sin olvidar el ofrecimiento generoso de particulares. Son importantes esos aplausos enviados desde el encierro familiar que traspasan los balcones, dirigidos a nuestros abnegados héroes que luchan para dar seguridad y salvar nuestras vidas.
Estamos inmersos en un problema serio, global y desde luego mortal. Un enemigo destructor, un virus mortífero, que se ha materializado en la aldea global. El problema viral que nos ha cercado nos mantiene aislados, a la par que está deshaciendo las columnas del templo de la felicidad que teníamos construido y en el que hasta ahora hemos vivido. La alarma ha saltado en todo el planeta. Casi de golpe y porrazo, en unos países más que en otros, el mundo ha parado su actividad.
La autoridad competente ha ordenado el encierro por seguridad. Psíquicamente nos sentimos y somos libres de volar por un cielo a veces soleado; en otros momentos aparece cargado de sombrías nubes prietas de agua que cae arbitrariamente cuando quiere.
El lema es muy simple: “me quedo en casa”. Dicho argumento pretende darme la libertad de pensamiento, que no de movimiento. Asumida la situación seré libre –triste contradicción– para hacer lo que quiera dentro de las paredes de mi vivienda. Tengo derecho a no aburrirme para que el encierro no se haga insoportable. A estas alturas la prisión ya se nos hace penosa. Y lo que te rondaré, morena.
El trance que nos aísla es sumamente agobiante a todos los niveles. Estamos encerrados físicamente por una calamidad mundial que envuelve el aire que respiramos. Nos hemos convertido, de la noche a la mañana, en rehenes de un monstruo invisible que ahoga inmisericorde a quien se le ponga a tiro. Uso la palabra "ahogar" porque creo que define bien el peligro que se cierne sobre nuestras cabezas. La insuficiencia respiratoria, dicen, es la que asfixia nuestro vivir.
Otra plataforma imprescindible como base de la realización de la persona nos adentra en la responsabilidad que cada sujeto debe adoptar, primero para crecer como persona en sentido individual, y en segundo lugar buscando la integración en el colectivo donde con-vivimos. Ello implica asumir nuestra responsabilidad como miembros de una sociedad democrática junto con la tolerancia y el respeto a los demás.
En estos días de confusión, inseguridad, miedo a caer en las garras del monstruo, circulan entre nosotros muchos bulos, es decir, “noticias falsas propaladas con algún fin” (sic). Asustarnos puede ser una razón de dicho “buleo”. El bulo es una mentira sembrada con toda intencionalidad. También puede ser una de las razones para controlar una sociedad que tiembla ante un porvenir incierto. Vamos, que dichos bulos son algo así como un saco de porquería.
En nuestra sociedad somos muy propensos a manifestar sentimientos de afecto ante las personas queridas. Pues bien, dichos sentimientos están vetados en la medida en que nos aproximan al otro. El contacto con el otro que hasta ayer era –y en el fondo de nuestro corazón sigue siéndolo– la miel que endulzaba diversos momentos del día a día, se ha transmutado como si fuera un vil enemigo al que no podemos, no ya tocar, sino de quien tenemos que alejarnos.
Abrazar, besar, envolver en nuestros brazos, estrechar manos… son gestos de convivencia, son muestras de solidaridad, de amistad, cariño, alegría, que ahora están vedados por un posible contagio. Porque con ello podemos o nos pueden transmitir ese asqueroso virus que ha asesinado el afecto que pudiéramos transmitir a esas personas queridas con las que compartimos parte de nuestra vida.
Curiosamente, las circunstancias críticas de la pandemia que estamos sufriendo, de la epidemia en la que nos ha metido el destino, están produciendo unos daños colaterales que no podíamos, ni por asomo, imaginar. De momento, solo aludo a los humanos.
Aléjate del otro, sea quien sea; guarda para otro día los brotes de afecto, de efusividad, enciérrate en casa hasta que diga la autoridad competente. Serio problema. Dicho planteamiento nos abruma con creces. Es duro vivir en una isla solitaria rodeado de todos los demás.
Sumamente importante son las víctimas que se quedan en la cuneta. El número de muertes que deja la plaga crece a buena velocidad. Alguien dijo que gracias al confinamiento, el número de muertos por accidente de tráfico había descendido significativamente. Quizás comparando ambas cifras se pueda entender lo cretino de esta afirmación. Este carril nos lleva a diferenciar entre muertos directamente por el virus, ya sean jóvenes o viejos. Lógicamente los primeros suelen tener las defensas bien pertrechadas. Los segundos están más indefensos, más cuarteados.
El dilema que se plantea es de órdago: salvar a las personas que aún tienen vida por delante o a esos decrépitos sujetos que ya han vivido, poco o mucho. Morir por falta de aire (falta de respiradores) debe ser todo un drama si a ello añadimos la ausencia de seres queridos que puedan acompañarnos hasta que nos recoja Caronte con su barca para cruzar el río.
Hablo de dilema porque es duro dejar en la cuneta a unos y ayudar a salir del agujero a otros. Cuando he trabajado los dilemas morales en clase siempre fue difícil decidir por “A” frente a “B”. En el fondo del asunto que nos ocupa, creo que se ¿antepone? una opción frente a la otra. ¿Estamos ante un tipo de eugenesia selectiva?
La eugenesia dice que la practicaban entre los espartanos allá por los años de Maricastaña y consistía en despeñar a los mal-nacidos (nacidos con defecto) porque suponían una carga frente a los sanos (saludables) que serían magníficos soldados para defender al pueblo. Ya más modernamente, en determinados sitios se optó también por dicha eugenesia.
La eugenesia ha pretendido seguir diversas lineas: una de ellas, obtener mas calidad genética de las especies, humanos más sanos por selección artificial. Francis Galton, Darwin, Mendel son nombres conocidos dentro del campo de la eugenesia. El tema es amplio y complicado.
Frente a este dilema, la televisión pronto nos ha bombardeado con imágenes en las que se ve a nuestros mayores saliendo de las UCI, después de haber ganado la batalla al virus. La mano que mece la televisión pronto se ha esforzado en resolver dicho dilema. La sociedad cuida de sus mayores.
Educar en valores se hace ineludible, pero ¿en cuáles? La pregunta nos lleva a buscar esos valores que podríamos llamar universales en tanto en cuanto nos competen a todos los ciudadanos. Se hace estrictamente necesario concatenar determinados valores donde esté presente la libertad de la persona. Estos valores son imprescindibles para formar humanos capaces de dar, darse y compartir con los demás….
Estamos aludiendo a respeto, responsabilidad, compromiso, transparencia, honestidad, para conseguir renovar nuestra futura sociedad. Porque no nos engañemos: cuando acabe el encierro entraremos en una sociedad cambiada. Me atrevo a decir nueva o renovada.
En el caso que nos ocupa, es de justicia hacer una matización de la solidaridad desde dos frentes: uno de entrega absoluta al trabajo asignado y, el otro, de empatía con el personal. Es decir, sanitarios, colaboradores, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y el pueblo encerrado.
Las actitudes solidarias no aparecen espontáneamente, sino que precisan de toda una cultura de educación y asimilación de actitudes por parte de cada uno de nosotros. La solidaridad requiere ante todo sensibilidad, pero alejada del individualismo en pro de acciones colectivas y compartidas. La solidaridad hace referencia a entrega, a justicia, ayuda para un determinado colectivo necesitado de ella, por eso significa cooperación, tolerancia, darse antes que dar, compartir, respetar...
Se es solidario respecto a algo, a alguien que me importa y por quien estoy dispuesto a una actitud de sacrificio, a darme para conseguir solucionar el problema. La solidaridad es ser capaces de pasar del yo al nosotros con todas las consecuencias que comporta. En ese frente está el personal sanitario y en los múltiples frentes que nos ha abierto la guerra vírica.
Pero también están la disponibilidad de empresas que aportan materiales de primera necesidad para frenar esta debacle, y la entrega de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, los militares, sin olvidar el ofrecimiento generoso de particulares. Son importantes esos aplausos enviados desde el encierro familiar que traspasan los balcones, dirigidos a nuestros abnegados héroes que luchan para dar seguridad y salvar nuestras vidas.
Estamos inmersos en un problema serio, global y desde luego mortal. Un enemigo destructor, un virus mortífero, que se ha materializado en la aldea global. El problema viral que nos ha cercado nos mantiene aislados, a la par que está deshaciendo las columnas del templo de la felicidad que teníamos construido y en el que hasta ahora hemos vivido. La alarma ha saltado en todo el planeta. Casi de golpe y porrazo, en unos países más que en otros, el mundo ha parado su actividad.
La autoridad competente ha ordenado el encierro por seguridad. Psíquicamente nos sentimos y somos libres de volar por un cielo a veces soleado; en otros momentos aparece cargado de sombrías nubes prietas de agua que cae arbitrariamente cuando quiere.
El lema es muy simple: “me quedo en casa”. Dicho argumento pretende darme la libertad de pensamiento, que no de movimiento. Asumida la situación seré libre –triste contradicción– para hacer lo que quiera dentro de las paredes de mi vivienda. Tengo derecho a no aburrirme para que el encierro no se haga insoportable. A estas alturas la prisión ya se nos hace penosa. Y lo que te rondaré, morena.
El trance que nos aísla es sumamente agobiante a todos los niveles. Estamos encerrados físicamente por una calamidad mundial que envuelve el aire que respiramos. Nos hemos convertido, de la noche a la mañana, en rehenes de un monstruo invisible que ahoga inmisericorde a quien se le ponga a tiro. Uso la palabra "ahogar" porque creo que define bien el peligro que se cierne sobre nuestras cabezas. La insuficiencia respiratoria, dicen, es la que asfixia nuestro vivir.
Otra plataforma imprescindible como base de la realización de la persona nos adentra en la responsabilidad que cada sujeto debe adoptar, primero para crecer como persona en sentido individual, y en segundo lugar buscando la integración en el colectivo donde con-vivimos. Ello implica asumir nuestra responsabilidad como miembros de una sociedad democrática junto con la tolerancia y el respeto a los demás.
En estos días de confusión, inseguridad, miedo a caer en las garras del monstruo, circulan entre nosotros muchos bulos, es decir, “noticias falsas propaladas con algún fin” (sic). Asustarnos puede ser una razón de dicho “buleo”. El bulo es una mentira sembrada con toda intencionalidad. También puede ser una de las razones para controlar una sociedad que tiembla ante un porvenir incierto. Vamos, que dichos bulos son algo así como un saco de porquería.
En nuestra sociedad somos muy propensos a manifestar sentimientos de afecto ante las personas queridas. Pues bien, dichos sentimientos están vetados en la medida en que nos aproximan al otro. El contacto con el otro que hasta ayer era –y en el fondo de nuestro corazón sigue siéndolo– la miel que endulzaba diversos momentos del día a día, se ha transmutado como si fuera un vil enemigo al que no podemos, no ya tocar, sino de quien tenemos que alejarnos.
Abrazar, besar, envolver en nuestros brazos, estrechar manos… son gestos de convivencia, son muestras de solidaridad, de amistad, cariño, alegría, que ahora están vedados por un posible contagio. Porque con ello podemos o nos pueden transmitir ese asqueroso virus que ha asesinado el afecto que pudiéramos transmitir a esas personas queridas con las que compartimos parte de nuestra vida.
Curiosamente, las circunstancias críticas de la pandemia que estamos sufriendo, de la epidemia en la que nos ha metido el destino, están produciendo unos daños colaterales que no podíamos, ni por asomo, imaginar. De momento, solo aludo a los humanos.
Aléjate del otro, sea quien sea; guarda para otro día los brotes de afecto, de efusividad, enciérrate en casa hasta que diga la autoridad competente. Serio problema. Dicho planteamiento nos abruma con creces. Es duro vivir en una isla solitaria rodeado de todos los demás.
Sumamente importante son las víctimas que se quedan en la cuneta. El número de muertes que deja la plaga crece a buena velocidad. Alguien dijo que gracias al confinamiento, el número de muertos por accidente de tráfico había descendido significativamente. Quizás comparando ambas cifras se pueda entender lo cretino de esta afirmación. Este carril nos lleva a diferenciar entre muertos directamente por el virus, ya sean jóvenes o viejos. Lógicamente los primeros suelen tener las defensas bien pertrechadas. Los segundos están más indefensos, más cuarteados.
El dilema que se plantea es de órdago: salvar a las personas que aún tienen vida por delante o a esos decrépitos sujetos que ya han vivido, poco o mucho. Morir por falta de aire (falta de respiradores) debe ser todo un drama si a ello añadimos la ausencia de seres queridos que puedan acompañarnos hasta que nos recoja Caronte con su barca para cruzar el río.
Hablo de dilema porque es duro dejar en la cuneta a unos y ayudar a salir del agujero a otros. Cuando he trabajado los dilemas morales en clase siempre fue difícil decidir por “A” frente a “B”. En el fondo del asunto que nos ocupa, creo que se ¿antepone? una opción frente a la otra. ¿Estamos ante un tipo de eugenesia selectiva?
La eugenesia dice que la practicaban entre los espartanos allá por los años de Maricastaña y consistía en despeñar a los mal-nacidos (nacidos con defecto) porque suponían una carga frente a los sanos (saludables) que serían magníficos soldados para defender al pueblo. Ya más modernamente, en determinados sitios se optó también por dicha eugenesia.
La eugenesia ha pretendido seguir diversas lineas: una de ellas, obtener mas calidad genética de las especies, humanos más sanos por selección artificial. Francis Galton, Darwin, Mendel son nombres conocidos dentro del campo de la eugenesia. El tema es amplio y complicado.
Frente a este dilema, la televisión pronto nos ha bombardeado con imágenes en las que se ve a nuestros mayores saliendo de las UCI, después de haber ganado la batalla al virus. La mano que mece la televisión pronto se ha esforzado en resolver dicho dilema. La sociedad cuida de sus mayores.
Educar en valores se hace ineludible, pero ¿en cuáles? La pregunta nos lleva a buscar esos valores que podríamos llamar universales en tanto en cuanto nos competen a todos los ciudadanos. Se hace estrictamente necesario concatenar determinados valores donde esté presente la libertad de la persona. Estos valores son imprescindibles para formar humanos capaces de dar, darse y compartir con los demás….
Estamos aludiendo a respeto, responsabilidad, compromiso, transparencia, honestidad, para conseguir renovar nuestra futura sociedad. Porque no nos engañemos: cuando acabe el encierro entraremos en una sociedad cambiada. Me atrevo a decir nueva o renovada.
PEPE CANTILLO