Nada se habla estos días marcados tristemente por la pandemia mundial del Covid-19 del discreto lugar que ocupa el derecho a la salud en la Constitución Española de 1978, la cúspide de nuestro ordenamiento jurídico. El coronavirus ha conseguido que los más escépticos sean conscientes de la enorme importancia de mantener a toda costa un sistema sanitario público de calidad en un debilitado Estado del Bienestar como el nuestro.
La Constitución reconoce en su artículo 43 –dentro del Capítulo Tercero del Título I, “De los derechos y deberes fundamentales”– el derecho a la protección de la salud y refiere que “compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios”, precisando que “la ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto”.
Un lugar que a día de hoy se antoja insuficiente, pues el Derecho Constitucional agrupa en tres grandes bloques los derechos y deberes de nuestra ley de leyes según sus garantías: un nivel máximo reconocido a derechos como la vida, el honor, la libertad de expresión o la educación; un nivel intermedio en el que figuran derechos como el matrimonio, la propiedad o el trabajo y un nivel mínimo dentro del Capítulo Tercero –los “Principios rectores de la política social y económica”– en el que se incluye este derecho a la salud, la Seguridad Social o el medio ambiente.
Mi propuesta es que en una futura reforma de la Constitución se incluya en el catálogo de derechos con mayores garantías un derecho fundamental a la sanidad pública, universal y gratuita, de modo que se entienda como un derecho inherente a cualquier persona residente en nuestro país, independientemente de su capacidad económica y nacionalidad de origen.
Desde el punto de vista jurídico este cambio supondría una mayor protección del derecho, ya que los ciudadanos podrían recabar su tutela de una forma preferente y con mayor rapidez ante los juzgados y tribunales, llegando incluso a instancias máximas como el Tribunal Constitucional en busca de su amparo.
Además, los legisladores del futuro deberían respetar su contenido esencial, una prerrogativa que a día de hoy no protege al derecho a la salud, garantizado únicamente por lo que dispongan “la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos”.
En la práctica, el reconocimiento de un derecho fundamental a la sanidad pública, universal y gratuita podría contribuir a que se destinaran más recursos económicos y humanos al sistema sanitario, con la consiguiente mejora de la atención primaria y la reducción de tiempos en las listas de espera, con unos profesionales que no tengan que marcharse a otros países porque los sueldos en España sean bajos, y se impediría que cualquier Comunidad Autónoma –son estas las que tienen la competencia de sanidad– potencien los centros privados en detrimento de los públicos, como ha ocurrido en algunas regiones durante los últimos años.
A diferencia de la Constitución, el Estatuto de Autonomía para Andalucía sí recoge en un lugar destacado el derecho a la “protección de la salud mediante un sistema sanitario público de carácter universal”, en concreto en su artículo 22, donde dispone un catálogo de derechos para pacientes y usuarios del Sistema Andaluz de Salud, aunque también se remite al legislador para establecer los “términos, condiciones y requisitos” del ejercicio de estos derechos.
Es cierto que días atrás se ha esbozado en diferentes medios de comunicación la idea de un gran pacto nacional por la sanidad. Yo propongo dar un paso más e incluir en una futura reforma constitucional la necesidad de blindar una sanidad pública, universal y gratuita como derecho fundamental que goce de las mayores prerrogativas de nuestro ordenamiento jurídico.
A nadie se le escapa la complejidad que supone llevar a cabo este cambio por la rigidez de nuestra Constitución. Incluir un nuevo derecho fundamental en la Sección 1ª del Capítulo Segundo del Título I, denominada “De los derechos fundamentales y de las libertades públicas”, requiere la aprobación del Congreso de los Diputados y el Senado por una mayoría de dos tercios de los diputados y senadores en ambas cámaras, la posterior disolución de las Cortes Generales y la ratificación del nuevo Parlamento por idénticas mayorías, además de un referéndum del cuerpo electoral.
Sin embargo, por su naturaleza de Gobierno de coalición y su escasa mayoría parlamentaria para afrontar cambios estructurales, tal vez cuando esta decimocuarta legislatura toque a su fin, Partido Socialista y Unidas Podemos deban poner sobre la mesa un proyecto de reforma constitucional de gran calado con aspiraciones reales de conseguir un amplio consenso entre las distintas fuerzas políticas del arco parlamentario.
Es decir, renunciar a máximos como la posición de la Monarquía o el lugar preferente de la Iglesia Católica para no posponer más en el tiempo otras grandes cuestiones como esta mayor protección de la sanidad, el blindaje de unas pensiones dignas, un mejor encaje constitucional para Cataluña y otras regiones históricas –reconociendo el papel de las 17 autonomías y la pertenencia del Estado a la Unión Europea–, aspectos como la limitación de mandatos o los aforamientos, impedir los bloqueos a la hora de formar gobiernos reformado el artículo 99 para la elección del presidente del Gobierno, reforzar otros derechos como la vivienda o las políticas sociales o revisar el papel del Senado como verdadera cámara de representación de los territorios y no como cámara de segunda lectura legislativa, o una más adecuada tributación del trabajo por cuenta propia, cuestiones siempre debatidas en las campañas electorales y sistemáticamente olvidadas.
Por lo acontecido en los últimos años, sabemos de la extraordinaria dificultad que supone un gran pacto de los diferentes partidos políticos, pero sus dirigentes nos deben este esfuerzo. Los ciudadanos somos quienes debemos exigirlo de una forma más contundente. El Estado del Bienestar en una sociedad como la nuestra, con una edad media cada vez más avanzada, hace imprescindible que la sanidad y las políticas sociales sean el mejor servicio que presten los poderes públicos para que de una vez el ciudadano sea el centro de la vida pública.
La Constitución reconoce en su artículo 43 –dentro del Capítulo Tercero del Título I, “De los derechos y deberes fundamentales”– el derecho a la protección de la salud y refiere que “compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios”, precisando que “la ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto”.
Un lugar que a día de hoy se antoja insuficiente, pues el Derecho Constitucional agrupa en tres grandes bloques los derechos y deberes de nuestra ley de leyes según sus garantías: un nivel máximo reconocido a derechos como la vida, el honor, la libertad de expresión o la educación; un nivel intermedio en el que figuran derechos como el matrimonio, la propiedad o el trabajo y un nivel mínimo dentro del Capítulo Tercero –los “Principios rectores de la política social y económica”– en el que se incluye este derecho a la salud, la Seguridad Social o el medio ambiente.
Mi propuesta es que en una futura reforma de la Constitución se incluya en el catálogo de derechos con mayores garantías un derecho fundamental a la sanidad pública, universal y gratuita, de modo que se entienda como un derecho inherente a cualquier persona residente en nuestro país, independientemente de su capacidad económica y nacionalidad de origen.
Desde el punto de vista jurídico este cambio supondría una mayor protección del derecho, ya que los ciudadanos podrían recabar su tutela de una forma preferente y con mayor rapidez ante los juzgados y tribunales, llegando incluso a instancias máximas como el Tribunal Constitucional en busca de su amparo.
Además, los legisladores del futuro deberían respetar su contenido esencial, una prerrogativa que a día de hoy no protege al derecho a la salud, garantizado únicamente por lo que dispongan “la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos”.
En la práctica, el reconocimiento de un derecho fundamental a la sanidad pública, universal y gratuita podría contribuir a que se destinaran más recursos económicos y humanos al sistema sanitario, con la consiguiente mejora de la atención primaria y la reducción de tiempos en las listas de espera, con unos profesionales que no tengan que marcharse a otros países porque los sueldos en España sean bajos, y se impediría que cualquier Comunidad Autónoma –son estas las que tienen la competencia de sanidad– potencien los centros privados en detrimento de los públicos, como ha ocurrido en algunas regiones durante los últimos años.
A diferencia de la Constitución, el Estatuto de Autonomía para Andalucía sí recoge en un lugar destacado el derecho a la “protección de la salud mediante un sistema sanitario público de carácter universal”, en concreto en su artículo 22, donde dispone un catálogo de derechos para pacientes y usuarios del Sistema Andaluz de Salud, aunque también se remite al legislador para establecer los “términos, condiciones y requisitos” del ejercicio de estos derechos.
Es cierto que días atrás se ha esbozado en diferentes medios de comunicación la idea de un gran pacto nacional por la sanidad. Yo propongo dar un paso más e incluir en una futura reforma constitucional la necesidad de blindar una sanidad pública, universal y gratuita como derecho fundamental que goce de las mayores prerrogativas de nuestro ordenamiento jurídico.
A nadie se le escapa la complejidad que supone llevar a cabo este cambio por la rigidez de nuestra Constitución. Incluir un nuevo derecho fundamental en la Sección 1ª del Capítulo Segundo del Título I, denominada “De los derechos fundamentales y de las libertades públicas”, requiere la aprobación del Congreso de los Diputados y el Senado por una mayoría de dos tercios de los diputados y senadores en ambas cámaras, la posterior disolución de las Cortes Generales y la ratificación del nuevo Parlamento por idénticas mayorías, además de un referéndum del cuerpo electoral.
Sin embargo, por su naturaleza de Gobierno de coalición y su escasa mayoría parlamentaria para afrontar cambios estructurales, tal vez cuando esta decimocuarta legislatura toque a su fin, Partido Socialista y Unidas Podemos deban poner sobre la mesa un proyecto de reforma constitucional de gran calado con aspiraciones reales de conseguir un amplio consenso entre las distintas fuerzas políticas del arco parlamentario.
Es decir, renunciar a máximos como la posición de la Monarquía o el lugar preferente de la Iglesia Católica para no posponer más en el tiempo otras grandes cuestiones como esta mayor protección de la sanidad, el blindaje de unas pensiones dignas, un mejor encaje constitucional para Cataluña y otras regiones históricas –reconociendo el papel de las 17 autonomías y la pertenencia del Estado a la Unión Europea–, aspectos como la limitación de mandatos o los aforamientos, impedir los bloqueos a la hora de formar gobiernos reformado el artículo 99 para la elección del presidente del Gobierno, reforzar otros derechos como la vivienda o las políticas sociales o revisar el papel del Senado como verdadera cámara de representación de los territorios y no como cámara de segunda lectura legislativa, o una más adecuada tributación del trabajo por cuenta propia, cuestiones siempre debatidas en las campañas electorales y sistemáticamente olvidadas.
Por lo acontecido en los últimos años, sabemos de la extraordinaria dificultad que supone un gran pacto de los diferentes partidos políticos, pero sus dirigentes nos deben este esfuerzo. Los ciudadanos somos quienes debemos exigirlo de una forma más contundente. El Estado del Bienestar en una sociedad como la nuestra, con una edad media cada vez más avanzada, hace imprescindible que la sanidad y las políticas sociales sean el mejor servicio que presten los poderes públicos para que de una vez el ciudadano sea el centro de la vida pública.
JESÚS ORDÓÑEZ TORRES