Los tiempos de elevada mortandad son siempre, por lo general, momentos propicios para situaciones paródicas y una estructura del sentimiento proclive a la sátira y al humor negro cuando no a la bárbara contradicción y al burdo sinsentido. Entre las ocurrencias sorprendentes en la pantalla chica de esta crisis o situación de emergencia llama poderosamente la atención la publicidad orientada al discurso de la solidaridad para la venta. Un claro ejemplo de las formas perversas del eterno ritornello de la política de lo peor pues, por definición, la publicidad marca al público contra la vida en función del espejismo de la promesa de un nosotros que el propio mensaje niega.
En esta comunicación simulada, el sujeto, supuestamente racional y calculador, es un imposible, un Robinson falaz, que diría Marx, un negado actor social manipulado por las emociones y el fetichismo de la mercancía. Así, la marca funciona como señuelo que identifica y reclama al consumidor.
Se trata, en cierto modo, de una forma de jerarquización y distinción del mercado, estratificando la demanda en un proceso de individualización y diferenciación social que discrimina y unifica, a la vez, paradójicamente, el consumo social como lo hacen también los reality shows que hace tiempo aprendieron que todo y todos son vendibles y objetos de mercadeo.
Piense el lector en First Dates, la iglesia de la consumación de la cultura del postureo y el culipandeo como reclamo de la realización del valor de quien se exhibe. La publicidad, como este tipo de programas, marca así, posiciona e identifica tanto al producto como a los consumidores, desmaterializando el acto de consumo público mediante los atributos simbólicos que integran a los consumidores en el valor de cambio imaginario del producto, a condición de dotar de vida y existencia subjetiva, metafóricamente hablando, a los objetos y productos finales de la circulación de capital. Un poco muriendo, aunque sea con el deseo de superar la pandemia. Cosas curiosas de nuestro tiempo.
Pero no debería resultar sorpresivo. Ya sabíamos que la publicidad es la negación de la vida. Y que, como advirtiera Jesús Ibáñez, opera sobre los consumidores operando sobre los productos. Mediante productos transformados en metáforas, transforma a los consumidores en metonimias, en apéndices de la mercancía.
Los consumidores son parte de los objetos de consumo, son cosificados, mientras los productos y bienes de consumo público son subjetivados, adquieren personalidad propia, o la simulan, como efecto del discurso. La publicidad desmaterializa de este modo idealmente los objetos y productos de consumo hasta el punto de personalizarlos por efecto de la proyección con valores, normas y estilos de vida deseados, a fuerza de inducción y seducción.
El objeto u objetos de consumo igualan, de este modo, al consumidor en el acto imaginario de representación, a la vez que el discurso publicitario personaliza, distingue e individualiza a los receptores. La personificación del producto a través de la publicidad crea así un marco estético en el que la experiencia del receptor queda manipulada por la proyección ilusoria del deseo no realizado que anuncia el mensaje, deseo de vida se entiende.
Como bien dejara escrito un maestro de la sociología del consumo, el papel de la publicidad es, en definitiva, crear objetos personalizados (es decir, predicarlos, crear imagen de marca); su función de uso decae en favor de su función de intercambio simbólico.
Por ello, podemos caracterizar la sociedad de consumo y su universo publicitario como un sistema que promueve la publicidad y las técnicas de mercado, en función del principio de inversión por el que se cosifica a las personas y se personaliza a los objetos. El mundo al revés que diría Galeano.
La publicidad impone así la creencia de un orden social benefactor, el que nos sugieren las marcas, que dicen estar preocupadas en su discurso por la muerte y la pandemia, mientras proyectan la cultura de la muerte a través de la imagen feliz del goce que parece proporcionar el cuadro de atributos que marca el producto.
Pero, como decimos, la publicidad condensa los productos para desplazar a los consumidores. Pues la transformación cultural de la publicidad es la construcción de los productos en lo real mediante la expansión imaginaria en los anuncios. La publicidad opera, en este sentido, según la lógica de un simulacro: la realidad destruida, oculta o manipulada, se transforma en imágenes sintéticas de lo posible y deseado.
En otras palabras, por lo general, la publicidad recrea el mundo: crea una simulación imaginaria del mundo real para que nos recreemos en ella. El lenguaje conativo y la representación imaginaria de la realidad tienen por ello la función, en todo anuncio, de borrar la distinción entre emisor y receptor, por medio de la ocultación de los límites entre texto y realidad.
El secreto de la publicidad no es otro que el intercambio de un hecho (el deseo de placer por el consumo) por un dicho (la realización del deseo en el acto de consumo de la publicidad). De ahí que el discurso publicitario resulte una reivindicación posmoderna del hedonismo y del culto al cuerpo, aquí y ahora, cuando más impera el dominio de la cultura de la muerte, de lo no vivo, reducida la vida a pura señal de la proyección del deseo en el acto voyeurista del consumo de la publicidad y su mundo luminoso.
Más aún, la publicidad es una forma de sueño electrónico y de idealismo comunicacional. En ella, no se promociona productos, sino placeres, y no precisamente placeres materializables, sino más bien placeres de goce estético o imaginario.
Hablamos, claro está, del imperio de la cultura de las apariencias, un universo simbólico dominado por el poder reificante del valor de cambio en el que, como afirmara Wells, la función del discurso publicitario no es otra cosa que enseñar a la gente a necesitar cosas, a olvidarse de vivir.
A través de la comunicación, la publicidad equipara el valor de uso y la capacidad significante de los productos y el valor de cambio y sus posibles significaciones. Al respecto conviene recordar que el reino de la mercancía es dicotómico, dual, y se manifiesta tanto en su dimensión concreta como de forma abstracta, cualitativamente particular al tiempo que general.
En palabras de Postone, como mediación es una forma social, pues la publicidad media entre el proceso de producción y el universo simbólico de las prácticas de reproducción social a través del acto de consumo, verdadera garantía de retroalimentación de la circulación de capital.
Expresa, por tanto, esta dialéctica y dualidad resultando la dimensión proyectiva central en la función vicaria de la experiencia del sujeto orientada por el reino de la mercancía. Todo lo demás, todo lo que nos quieran decir sobre el hacer los hombres de negro, los transformistas del IBEX35, pónganlo pues en cuarentena. No vaya a ser que acaben infectados del mal sueño de una vida no digna de ser vivida.
En esta comunicación simulada, el sujeto, supuestamente racional y calculador, es un imposible, un Robinson falaz, que diría Marx, un negado actor social manipulado por las emociones y el fetichismo de la mercancía. Así, la marca funciona como señuelo que identifica y reclama al consumidor.
Se trata, en cierto modo, de una forma de jerarquización y distinción del mercado, estratificando la demanda en un proceso de individualización y diferenciación social que discrimina y unifica, a la vez, paradójicamente, el consumo social como lo hacen también los reality shows que hace tiempo aprendieron que todo y todos son vendibles y objetos de mercadeo.
Piense el lector en First Dates, la iglesia de la consumación de la cultura del postureo y el culipandeo como reclamo de la realización del valor de quien se exhibe. La publicidad, como este tipo de programas, marca así, posiciona e identifica tanto al producto como a los consumidores, desmaterializando el acto de consumo público mediante los atributos simbólicos que integran a los consumidores en el valor de cambio imaginario del producto, a condición de dotar de vida y existencia subjetiva, metafóricamente hablando, a los objetos y productos finales de la circulación de capital. Un poco muriendo, aunque sea con el deseo de superar la pandemia. Cosas curiosas de nuestro tiempo.
Pero no debería resultar sorpresivo. Ya sabíamos que la publicidad es la negación de la vida. Y que, como advirtiera Jesús Ibáñez, opera sobre los consumidores operando sobre los productos. Mediante productos transformados en metáforas, transforma a los consumidores en metonimias, en apéndices de la mercancía.
Los consumidores son parte de los objetos de consumo, son cosificados, mientras los productos y bienes de consumo público son subjetivados, adquieren personalidad propia, o la simulan, como efecto del discurso. La publicidad desmaterializa de este modo idealmente los objetos y productos de consumo hasta el punto de personalizarlos por efecto de la proyección con valores, normas y estilos de vida deseados, a fuerza de inducción y seducción.
El objeto u objetos de consumo igualan, de este modo, al consumidor en el acto imaginario de representación, a la vez que el discurso publicitario personaliza, distingue e individualiza a los receptores. La personificación del producto a través de la publicidad crea así un marco estético en el que la experiencia del receptor queda manipulada por la proyección ilusoria del deseo no realizado que anuncia el mensaje, deseo de vida se entiende.
Como bien dejara escrito un maestro de la sociología del consumo, el papel de la publicidad es, en definitiva, crear objetos personalizados (es decir, predicarlos, crear imagen de marca); su función de uso decae en favor de su función de intercambio simbólico.
Por ello, podemos caracterizar la sociedad de consumo y su universo publicitario como un sistema que promueve la publicidad y las técnicas de mercado, en función del principio de inversión por el que se cosifica a las personas y se personaliza a los objetos. El mundo al revés que diría Galeano.
La publicidad impone así la creencia de un orden social benefactor, el que nos sugieren las marcas, que dicen estar preocupadas en su discurso por la muerte y la pandemia, mientras proyectan la cultura de la muerte a través de la imagen feliz del goce que parece proporcionar el cuadro de atributos que marca el producto.
Pero, como decimos, la publicidad condensa los productos para desplazar a los consumidores. Pues la transformación cultural de la publicidad es la construcción de los productos en lo real mediante la expansión imaginaria en los anuncios. La publicidad opera, en este sentido, según la lógica de un simulacro: la realidad destruida, oculta o manipulada, se transforma en imágenes sintéticas de lo posible y deseado.
En otras palabras, por lo general, la publicidad recrea el mundo: crea una simulación imaginaria del mundo real para que nos recreemos en ella. El lenguaje conativo y la representación imaginaria de la realidad tienen por ello la función, en todo anuncio, de borrar la distinción entre emisor y receptor, por medio de la ocultación de los límites entre texto y realidad.
El secreto de la publicidad no es otro que el intercambio de un hecho (el deseo de placer por el consumo) por un dicho (la realización del deseo en el acto de consumo de la publicidad). De ahí que el discurso publicitario resulte una reivindicación posmoderna del hedonismo y del culto al cuerpo, aquí y ahora, cuando más impera el dominio de la cultura de la muerte, de lo no vivo, reducida la vida a pura señal de la proyección del deseo en el acto voyeurista del consumo de la publicidad y su mundo luminoso.
Más aún, la publicidad es una forma de sueño electrónico y de idealismo comunicacional. En ella, no se promociona productos, sino placeres, y no precisamente placeres materializables, sino más bien placeres de goce estético o imaginario.
Hablamos, claro está, del imperio de la cultura de las apariencias, un universo simbólico dominado por el poder reificante del valor de cambio en el que, como afirmara Wells, la función del discurso publicitario no es otra cosa que enseñar a la gente a necesitar cosas, a olvidarse de vivir.
A través de la comunicación, la publicidad equipara el valor de uso y la capacidad significante de los productos y el valor de cambio y sus posibles significaciones. Al respecto conviene recordar que el reino de la mercancía es dicotómico, dual, y se manifiesta tanto en su dimensión concreta como de forma abstracta, cualitativamente particular al tiempo que general.
En palabras de Postone, como mediación es una forma social, pues la publicidad media entre el proceso de producción y el universo simbólico de las prácticas de reproducción social a través del acto de consumo, verdadera garantía de retroalimentación de la circulación de capital.
Expresa, por tanto, esta dialéctica y dualidad resultando la dimensión proyectiva central en la función vicaria de la experiencia del sujeto orientada por el reino de la mercancía. Todo lo demás, todo lo que nos quieran decir sobre el hacer los hombres de negro, los transformistas del IBEX35, pónganlo pues en cuarentena. No vaya a ser que acaben infectados del mal sueño de una vida no digna de ser vivida.
FRANCISCO SIERRA CABALLERO