Cincuenta artistas han puesto himno a esta pandemia que nos mantiene confinados en casa. La nueva de versión de la canción del Dúo Dinámico Resistiré se ha viralizado en las redes sociales en solo unas horas. Los derechos de autor que se obtengan con esta versión coral irán destinados a ampliar los fondos en la lucha contra el Covid-19. Además, cabe reseñar que los artistas han anunciado que ceden los derechos de la canción a la Comunidad de Madrid para que la empleen como banda sonora de los anuncios que crean necesarios para intentar frenar la pandemia de Covid-19.
Escucho esta nueva versión coral que ha perdido el tono edulcorado de sus creadores y ha ganado en fuerza y en coraje, un coraje que a todos les nace de adentro, donde a veces pensamos que ya no nos queda nada. Tiene la canción un ímpetu salvaje y tierno a la vez, una posibilidad extrema de exponernos ante nosotros mismos en un momento en que necesitamos hablar con alguien, sobre todo porque no hay nadie a nuestro alrededor para compartir la melodía.
Tiene la canción una alegría que no es improvisada y sí efectiva, pero al mismo tiempo, en esa demanda de volcar el ánimo hacia el lado positivo, demanda a voces una felicidad confiscada en tiempos confinados y complejos, en momentos en los que la música ayuda, no solo a sobrevivir, sino a lamer los minutos en cada nota musical, como si en ellas se nos fuera la vida. Quién lo diría, tal vez en este caso no se trate de una metáfora.
Sin embargo, a veces me cansa esta música desaforada y bailable hasta el extremo. Entonces, me refugio en el otro himno que nos ha regalado la pandemia. Bob Dylan grabó Murder Most Foul hace un tiempo. En Twitter ha escrito: “Manteneos a salvo, atentos y que Dios esté con vosotros”.
Es el regalo del Premio Nobel para los seres confinados por esta pandemia. Es la canción triste, melancólica, serena y arrolladora para estos tiempos demoledores. Es la canción del poeta, no del cantautor. No es el poema cantado, sino canción recitada de un premio Nobel. Hay una paz honda y descifrable en su voz gastada, en su letra medida, en el piano, en el violín.
Hace unos meses, para escribir un artículo académico sobre periodismo rock que me encargó mi amigo Carlos Serrato –y que aún no concluí porque fue creciendo en páginas y en registros–, descubrí al Bob Dylan de siempre y a ese otro Dylan huraño y esquivo que cuesta traducir entre sus versos esclarecedores. Sam Shepard lo describió como nadie en Rolling Thunder. Con Bob Dylan en la carretera.
Leerlo es de obligado cumplimiento. Pero ahora lo escucho en esta última canción, la pieza más monumental de su carrera, escribe Carlos Marcos, y descubro ángulos invisibles que no desentrañé en otras canciones ni en otras letras. No sé si es la canción más monumental, pero Un asesinato inmundo –sería la traducción del título– sí es la pieza más larga de su obra (16:56 minutos) y la única composición nueva en ocho años desde la edición en 2012 de Tempest.
Los adolescentes de mi generación crecimos con la música como una herramienta elemental e imprescindible para situarnos en una esquina de la vida. Estos días, confinados en casa, recurrimos a la música para ingerirla no como un entremés sino como el plato principal del día. Nos repechamos en el sillón relax o en el sofá y nos remontamos años atrás a atrapar con los puños cerrados la adolescencia dejada atrás.
A veces, muchas veces, cuando vuelvo a Montilla, en busca de un tiempo pasado, comemos y bebemos y escuchamos a nuestros músicos de siempre en el bar-restaurante El Convento, donde Miguel y Toñi nos deleitan con sus manjares y sus vídeos de la música compartida durante tantos años.
Estos días, el restaurante, como es lógico, está clausurado, pero de cualquier manera es una norma innecesaria, porque la higiene en el local es tal que dudo que ningún coronavirus se atreva a pisar el lugar si no quiere morir achicharrado por la limpieza total.
La música nos trae estos días los momentos vividos de la adolescencia y nos retrotrae a otro tiempo que vivimos con la inocencia y la pureza de los pocos años, la misma sensación que nos invade ahora los días, cautivos de una sinrazón que arrastramos sin entender del todo y por qué nos pasa a nosotros esto.
Cuando éramos adolescentes, tampoco entendíamos nada de lo que ocurría, porque la serenidad es una virtud que ofrecen los años vividos, pero poco importaba. Tal vez, porque la juventud no entiende de derrotas y ahora, repechados en estas melodías que fueron y son nuestra vida, nos disponemos a poner música a estos tiempos de desagravio que nadie intuyó y que tal vez alguien todavía cree que son de película.
Escucho esta nueva versión coral que ha perdido el tono edulcorado de sus creadores y ha ganado en fuerza y en coraje, un coraje que a todos les nace de adentro, donde a veces pensamos que ya no nos queda nada. Tiene la canción un ímpetu salvaje y tierno a la vez, una posibilidad extrema de exponernos ante nosotros mismos en un momento en que necesitamos hablar con alguien, sobre todo porque no hay nadie a nuestro alrededor para compartir la melodía.
Tiene la canción una alegría que no es improvisada y sí efectiva, pero al mismo tiempo, en esa demanda de volcar el ánimo hacia el lado positivo, demanda a voces una felicidad confiscada en tiempos confinados y complejos, en momentos en los que la música ayuda, no solo a sobrevivir, sino a lamer los minutos en cada nota musical, como si en ellas se nos fuera la vida. Quién lo diría, tal vez en este caso no se trate de una metáfora.
Sin embargo, a veces me cansa esta música desaforada y bailable hasta el extremo. Entonces, me refugio en el otro himno que nos ha regalado la pandemia. Bob Dylan grabó Murder Most Foul hace un tiempo. En Twitter ha escrito: “Manteneos a salvo, atentos y que Dios esté con vosotros”.
Es el regalo del Premio Nobel para los seres confinados por esta pandemia. Es la canción triste, melancólica, serena y arrolladora para estos tiempos demoledores. Es la canción del poeta, no del cantautor. No es el poema cantado, sino canción recitada de un premio Nobel. Hay una paz honda y descifrable en su voz gastada, en su letra medida, en el piano, en el violín.
Hace unos meses, para escribir un artículo académico sobre periodismo rock que me encargó mi amigo Carlos Serrato –y que aún no concluí porque fue creciendo en páginas y en registros–, descubrí al Bob Dylan de siempre y a ese otro Dylan huraño y esquivo que cuesta traducir entre sus versos esclarecedores. Sam Shepard lo describió como nadie en Rolling Thunder. Con Bob Dylan en la carretera.
Leerlo es de obligado cumplimiento. Pero ahora lo escucho en esta última canción, la pieza más monumental de su carrera, escribe Carlos Marcos, y descubro ángulos invisibles que no desentrañé en otras canciones ni en otras letras. No sé si es la canción más monumental, pero Un asesinato inmundo –sería la traducción del título– sí es la pieza más larga de su obra (16:56 minutos) y la única composición nueva en ocho años desde la edición en 2012 de Tempest.
Los adolescentes de mi generación crecimos con la música como una herramienta elemental e imprescindible para situarnos en una esquina de la vida. Estos días, confinados en casa, recurrimos a la música para ingerirla no como un entremés sino como el plato principal del día. Nos repechamos en el sillón relax o en el sofá y nos remontamos años atrás a atrapar con los puños cerrados la adolescencia dejada atrás.
A veces, muchas veces, cuando vuelvo a Montilla, en busca de un tiempo pasado, comemos y bebemos y escuchamos a nuestros músicos de siempre en el bar-restaurante El Convento, donde Miguel y Toñi nos deleitan con sus manjares y sus vídeos de la música compartida durante tantos años.
Estos días, el restaurante, como es lógico, está clausurado, pero de cualquier manera es una norma innecesaria, porque la higiene en el local es tal que dudo que ningún coronavirus se atreva a pisar el lugar si no quiere morir achicharrado por la limpieza total.
La música nos trae estos días los momentos vividos de la adolescencia y nos retrotrae a otro tiempo que vivimos con la inocencia y la pureza de los pocos años, la misma sensación que nos invade ahora los días, cautivos de una sinrazón que arrastramos sin entender del todo y por qué nos pasa a nosotros esto.
Cuando éramos adolescentes, tampoco entendíamos nada de lo que ocurría, porque la serenidad es una virtud que ofrecen los años vividos, pero poco importaba. Tal vez, porque la juventud no entiende de derrotas y ahora, repechados en estas melodías que fueron y son nuestra vida, nos disponemos a poner música a estos tiempos de desagravio que nadie intuyó y que tal vez alguien todavía cree que son de película.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO