Como si no acumulara suficiente desprestigio, una nueva mancha ha venido a empañar los brillos de la Corona real, aquella que cubre la cabeza inviolable y no sujeta a responsabilidad del Rey, aunque sea emérito. Parece que la fatalidad es el destino de una monarquía que nació de forma irregular, por capricho de un dictador; impuso “democráticamente” su legitimidad mediante un referendo sobre la Constitución que no ofrecía ninguna alternativa; actuó decisiva y ejemplarmente en momentos críticos de involución democrática, cuando los residuos del antiguo régimen pretendieron restaurar violentamente el fascismo; se le consintió un comportamiento personal licencioso e hipócrita, con sus amoríos y amistades de dudosa reputación; y ha acabado como empezó: el hijo repudiando al padre para salvar a la Corona.
Un historial nefasto para una institución que debe representar a los españoles, encarnar la Jefatura del Estado, y que aspira a eternizarse por vía consanguínea hereditaria. Tal vez esto último sea su mayor y más grave problema: que está condenada a un legado genético en el que no prima el mérito ni la capacidad, menos aún el refrendo soberano de la ciudadanía.
Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, Rey emérito al ser jubilado del cargo y sucedido por su hijo Felipe, en quien abdicó en 2014, siempre fue un tipo campechano, sospechoso de trapicheos oscuros, aficiones privilegiadas (los elefantes de Botsuana y los yates de Palma de Mallorca lo atestiguan) y proclive a las malas compañías, todo lo cual le era tolerado mientras redundara en réditos para el país y a su empeño de abrirse al mundo, donde otras monarquías, como la saudí, lo acogían como un miembro de la familia, posibilitando unas relaciones que la vía diplomática no conseguía.
Pero su acceso al trono no fue voluntario ni elegido por sus “súbditos”, sino impuesto por un dictador que, tras salir victorioso de la guerra civil que había desatado contra la República, vio en aquel niño el instrumento para perpetuar su régimen autoritario en una monarquía reinstaurada, moldeada y “atada y bien atada” de acuerdo a sus gustos imperiales.
No respetó siquiera la línea de sucesión de una monarquía española de amplio recorrido histórico, sino que convirtió España en un reino a partir de un eslabón nuevo que Franco se encargó de educar y preparar para el futuro monárquico que él había planificado.
A tal efecto, promulgó una Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, convertida en ley fundamental de aquel régimen que dejaba todo previsto y aclarado. Tal es, sin duda, el “pecado original” de la monarquía parlamentaria que el rey Juan Carlos I, ejerciendo de jefe del Estado, quiso hacerse perdonar con el desempeño escrupuloso y constitucional, para dejar atrás la dictadura, de su papel arbitral en la política del sistema democrático surgido en 1978. No es cuestión, pues, de negarle méritos, porque es indudable que el rey Juan Carlos ha prestado grandes servicios al país como su más alto servidor público. Pero se los ha cobrado.
Durante sus más de 39 años de reinado, el Rey emérito compaginó su simpática y excelente imagen pública con sus tentaciones y avaricias, siempre al amparo del silencio y el respeto con los que su figura era tratada por los poderes públicos, los medios de comunicación y la sociedad en su conjunto.
Una imagen reforzada por su decidida intervención a la hora de frenar, no secundándola, la intentona golpista del teniente coronel Tejero quien, al mando de un grupo de militares y guardias civiles más el apoyo civil de la ultraderecha, pretendió liquidar la neonata democracia con aquella orden de “quieto todo el mundo”, pronunciada, pistola en ristre, en el Congreso de Diputados, en febrero de 1981.
De eso hace ya muchos años y las rentas del prestigio no dan para vivir tanto. Menos aún si se dilapida la fortuna de manera insensata y deshonesta. Escándalos y abusos han arrinconado al rey Juan Carlos, despojándolo de la máscara de autoridad moral con que ocultaba sus vergüenzas, confiado en su impunidad constitucional.
Lo que se silenciaba pero se sabía o intuía, lo que tapaban los poderes públicos y protegían con celo los servicios de inteligencia, ha terminado por aflorar, imposible ya de contener la bola inmensa de sinvergonzonería que ha ido engordando con pasión real.
Ya no son simples affaires sentimentales, viajes secretos o imprudencias en safaris de piezas mayores. Ya son conductas indecorosas, corrupción y supuestos delitos cometidos bajo el manto protector de su inviolabilidad. Trapicheos de envergadura que afloran bajo las faldas de una de sus incontables “amigas”.
La cosa se conoce porque la Fiscalía de Suiza investiga el entramado societario de una cuenta en un banco de aquel país, Mirabaud, que recibió 100 millones de dólares en 2008, transferidos desde Arabia Saudí. Esa cuenta era controlada por la fundación Lucum, domiciliada en Panamá y administrada por testaferros, uno de los cuales es un primo del Rey emérito.
El primer beneficiario de la fundación y de la cuenta era don Juan Carlos. Y de esa cuenta salieron 65 millones de dólares, en 2012, como donativo a favor de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, una amiga íntima del Rey, la que lo acompañó a Botsuana, aparecía junto a él en actos oficiales y le asesoraba en otros temas.
La misma cuenta de la que también salieron otros dos millones para otra “amiga” del Rey, Marta Gayá. Al parecer, esta forma de romper una relación sentimental ha sido una constante del monarca, ya que utilizó idéntico procedimiento cuando acabó su “amistad” con Bárbara Rey. Entonces la despreciada actriz española amagó con contar lo que sabía, fue sometida a amenazas y acabó recibiendo otro generoso “donativo”, como el que se repitió con Corinna, que la hizo callar para siempre.
Lo peligroso de todo ello no es la desfachatez faldera del monarca, sino los delitos fiscales y la corrupción que supuestamente deja traslucir el comportamiento licencioso del rey Juan Carlos. Porque, gracias a la labor de la justicia extranjera, puede seguirse ya la pista del dinero, cosa que en España ha sido imposible a causa de la inviolabilidad del Rey.
Por eso se sabe que el ingreso de 100 millones de dólares se produce después de firmarse un acuerdo comercial entre España y Arabia Saudí para la construcción del AVE a la Meca, un acuerdo facilitado por las relaciones “familiares” entre ambas monarquías y rematado con la entrega de la medalla del Toisón de Oro al soberano saudí. La justicia suiza investiga una trama dineraria que acabó engrosando la cuenta del Rey tras pasar por testaferros y empresas offshore, el recorrido habitual para camuflar dinero negro y comisiones opacas.
Y esa era, precisamente, la dedicación “oficial” de la amiguita del Rey, ser “comisionista”, como ella misma se definía. Mientras mantuvieron la relación, Corinna tuvo conocimiento y accedió a información sobre la trama de empresas, fundaciones y testaferros de los que el monarca presuntamente se ha servido para ocultar su patrimonio. Un patrimonio millonario acumulado durante años, cuya procedencia jamás se ha hecho pública y ha eludido siempre la acción fiscalizadora de Hacienda.
Lo grave del asunto, por tanto, es que descubre a un Rey que cobra comisiones aparte de su “sueldo”, oculta su dinero a través de una red de corrupción y practica la elusión fiscal para no pagar impuestos. Es decir, además de la moralidad farisea de una monarquía que se exhibe como católica practicante y casa a sus hijos según los ritos de esta confesión religiosa en suntuosas catedrales (mientras comete infidelidades, separaciones y nupcias con divorciadas...), la actuación del Rey emérito desvela que supuestamente es capaz de cometer delitos que su fuero privilegiado no permitía, al amparo de la inviolabilidad que lo protegía. Se ha comportado supuestamente como un delincuente real.
La inviolabilidad del jefe del Estado es un escudo legal para proteger la institución e impedir su desestabilización por medios judiciales o políticos, no para amparar conductas delictivas de las personas que la encarnan o representan.
Con todas sus salvaguardas y fueros institucionales, hasta el Rey está sometido a la igualdad ante la ley, como el resto de los ciudadanos. Por eso es muy grave lo realizado presuntamente por don Juan Carlos de Borbón. Tan grave que su hijo, el actual rey Felipe VI, se ha visto obligado a difundir, en pleno estado de confinamiento del país, un comunicado desligándose de las actuaciones de su progenitor, renunciando a toda herencia que pudiera corresponderle a él y a su hija, la princesa heredera del trono, de ese patrimonio oculto, reconociendo que no tenía conocimiento de tales actividades ni que fuera nombrado beneficiario de su entramado societario y anunciando que avisó a las “autoridades competentes” de todo ello.
Ha tenido, pues, que “matar” a su padre para defender la monarquía, como su padre tuvo que hacer con su abuelo, que también tenía dinero en Suiza, para poder ponerse la corona que Franco le entregó arbitrariamente, en un acto autoritario más del dictador para impedir que los españoles eligieran un futuro no diseñado por él.
Una gravedad que se acrecienta cuando, en el propio comunicado de la Casa Real, se informa de que el rey Felipe VI hacía un año que conocía todo este embrollo escandaloso de su padre por ocultar una fortuna en paraísos fiscales.
Y lo sabía porque, según detalla en el comunicado, en marzo de 2019 recibió una carta de un despacho de abogados londinense en la que le comunicaban que había sido designado como beneficiario de la fundación Lucun, cuando su padre muriese.
A pesar de ello, no es hasta ahora, un año después, cuando el Rey ha proporcionado esa respuesta contundente, que ha hecho pública la Casa Real, con la que se desliga de su padre, de sus actividades y de sus negocios cultos, renunciando a toda herencia que pudiera legarle, fruto de ese patrimonio oculto. Contundente, pero algo tarde.
Una sociedad madura como la española admite que sus próceres no sean las idílicas personas que se imaginan, mientras puedan ser reprendidas por la justicia cuando cometen delitos. Del Rey al porquero, tomos somos iguales ante las leyes, aunque algunos, en función de su cargo, posean fueros y privilegios que hagan más escrupulosa la acción de la justicia.
Y en estos tiempos en que se exige a la totalidad de la población el acatamiento estricto de las órdenes del Gobierno para guardar un confinamiento riguroso en sus domicilios, so pena de sanciones, hubiera sido deseable que el mensaje que el rey Felipe VI dirigió a la ciudadanía, agradeciendo su colaboración y responsabilidad por tales medidas sanitarias, incluyera alguna referencia a la responsabilidad de todos, incluyendo a su padre, en el respeto a la ley, de la que nadie está exento.
Hubiera sido un detalle de honestidad y lealtad hacia un pueblo, al que representa, que afronta estoicamente momentos de grandes dificultades. Entre otras cosas, porque tan letal es para la sociedad la epidemia del coronavirus como la existencia de un presunto delincuente real. Y ya que habla de una cosa podría también hablar de la otra.
Un historial nefasto para una institución que debe representar a los españoles, encarnar la Jefatura del Estado, y que aspira a eternizarse por vía consanguínea hereditaria. Tal vez esto último sea su mayor y más grave problema: que está condenada a un legado genético en el que no prima el mérito ni la capacidad, menos aún el refrendo soberano de la ciudadanía.
Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, Rey emérito al ser jubilado del cargo y sucedido por su hijo Felipe, en quien abdicó en 2014, siempre fue un tipo campechano, sospechoso de trapicheos oscuros, aficiones privilegiadas (los elefantes de Botsuana y los yates de Palma de Mallorca lo atestiguan) y proclive a las malas compañías, todo lo cual le era tolerado mientras redundara en réditos para el país y a su empeño de abrirse al mundo, donde otras monarquías, como la saudí, lo acogían como un miembro de la familia, posibilitando unas relaciones que la vía diplomática no conseguía.
Pero su acceso al trono no fue voluntario ni elegido por sus “súbditos”, sino impuesto por un dictador que, tras salir victorioso de la guerra civil que había desatado contra la República, vio en aquel niño el instrumento para perpetuar su régimen autoritario en una monarquía reinstaurada, moldeada y “atada y bien atada” de acuerdo a sus gustos imperiales.
No respetó siquiera la línea de sucesión de una monarquía española de amplio recorrido histórico, sino que convirtió España en un reino a partir de un eslabón nuevo que Franco se encargó de educar y preparar para el futuro monárquico que él había planificado.
A tal efecto, promulgó una Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, convertida en ley fundamental de aquel régimen que dejaba todo previsto y aclarado. Tal es, sin duda, el “pecado original” de la monarquía parlamentaria que el rey Juan Carlos I, ejerciendo de jefe del Estado, quiso hacerse perdonar con el desempeño escrupuloso y constitucional, para dejar atrás la dictadura, de su papel arbitral en la política del sistema democrático surgido en 1978. No es cuestión, pues, de negarle méritos, porque es indudable que el rey Juan Carlos ha prestado grandes servicios al país como su más alto servidor público. Pero se los ha cobrado.
Durante sus más de 39 años de reinado, el Rey emérito compaginó su simpática y excelente imagen pública con sus tentaciones y avaricias, siempre al amparo del silencio y el respeto con los que su figura era tratada por los poderes públicos, los medios de comunicación y la sociedad en su conjunto.
Una imagen reforzada por su decidida intervención a la hora de frenar, no secundándola, la intentona golpista del teniente coronel Tejero quien, al mando de un grupo de militares y guardias civiles más el apoyo civil de la ultraderecha, pretendió liquidar la neonata democracia con aquella orden de “quieto todo el mundo”, pronunciada, pistola en ristre, en el Congreso de Diputados, en febrero de 1981.
De eso hace ya muchos años y las rentas del prestigio no dan para vivir tanto. Menos aún si se dilapida la fortuna de manera insensata y deshonesta. Escándalos y abusos han arrinconado al rey Juan Carlos, despojándolo de la máscara de autoridad moral con que ocultaba sus vergüenzas, confiado en su impunidad constitucional.
Lo que se silenciaba pero se sabía o intuía, lo que tapaban los poderes públicos y protegían con celo los servicios de inteligencia, ha terminado por aflorar, imposible ya de contener la bola inmensa de sinvergonzonería que ha ido engordando con pasión real.
Ya no son simples affaires sentimentales, viajes secretos o imprudencias en safaris de piezas mayores. Ya son conductas indecorosas, corrupción y supuestos delitos cometidos bajo el manto protector de su inviolabilidad. Trapicheos de envergadura que afloran bajo las faldas de una de sus incontables “amigas”.
La cosa se conoce porque la Fiscalía de Suiza investiga el entramado societario de una cuenta en un banco de aquel país, Mirabaud, que recibió 100 millones de dólares en 2008, transferidos desde Arabia Saudí. Esa cuenta era controlada por la fundación Lucum, domiciliada en Panamá y administrada por testaferros, uno de los cuales es un primo del Rey emérito.
El primer beneficiario de la fundación y de la cuenta era don Juan Carlos. Y de esa cuenta salieron 65 millones de dólares, en 2012, como donativo a favor de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, una amiga íntima del Rey, la que lo acompañó a Botsuana, aparecía junto a él en actos oficiales y le asesoraba en otros temas.
La misma cuenta de la que también salieron otros dos millones para otra “amiga” del Rey, Marta Gayá. Al parecer, esta forma de romper una relación sentimental ha sido una constante del monarca, ya que utilizó idéntico procedimiento cuando acabó su “amistad” con Bárbara Rey. Entonces la despreciada actriz española amagó con contar lo que sabía, fue sometida a amenazas y acabó recibiendo otro generoso “donativo”, como el que se repitió con Corinna, que la hizo callar para siempre.
Lo peligroso de todo ello no es la desfachatez faldera del monarca, sino los delitos fiscales y la corrupción que supuestamente deja traslucir el comportamiento licencioso del rey Juan Carlos. Porque, gracias a la labor de la justicia extranjera, puede seguirse ya la pista del dinero, cosa que en España ha sido imposible a causa de la inviolabilidad del Rey.
Por eso se sabe que el ingreso de 100 millones de dólares se produce después de firmarse un acuerdo comercial entre España y Arabia Saudí para la construcción del AVE a la Meca, un acuerdo facilitado por las relaciones “familiares” entre ambas monarquías y rematado con la entrega de la medalla del Toisón de Oro al soberano saudí. La justicia suiza investiga una trama dineraria que acabó engrosando la cuenta del Rey tras pasar por testaferros y empresas offshore, el recorrido habitual para camuflar dinero negro y comisiones opacas.
Y esa era, precisamente, la dedicación “oficial” de la amiguita del Rey, ser “comisionista”, como ella misma se definía. Mientras mantuvieron la relación, Corinna tuvo conocimiento y accedió a información sobre la trama de empresas, fundaciones y testaferros de los que el monarca presuntamente se ha servido para ocultar su patrimonio. Un patrimonio millonario acumulado durante años, cuya procedencia jamás se ha hecho pública y ha eludido siempre la acción fiscalizadora de Hacienda.
Lo grave del asunto, por tanto, es que descubre a un Rey que cobra comisiones aparte de su “sueldo”, oculta su dinero a través de una red de corrupción y practica la elusión fiscal para no pagar impuestos. Es decir, además de la moralidad farisea de una monarquía que se exhibe como católica practicante y casa a sus hijos según los ritos de esta confesión religiosa en suntuosas catedrales (mientras comete infidelidades, separaciones y nupcias con divorciadas...), la actuación del Rey emérito desvela que supuestamente es capaz de cometer delitos que su fuero privilegiado no permitía, al amparo de la inviolabilidad que lo protegía. Se ha comportado supuestamente como un delincuente real.
La inviolabilidad del jefe del Estado es un escudo legal para proteger la institución e impedir su desestabilización por medios judiciales o políticos, no para amparar conductas delictivas de las personas que la encarnan o representan.
Con todas sus salvaguardas y fueros institucionales, hasta el Rey está sometido a la igualdad ante la ley, como el resto de los ciudadanos. Por eso es muy grave lo realizado presuntamente por don Juan Carlos de Borbón. Tan grave que su hijo, el actual rey Felipe VI, se ha visto obligado a difundir, en pleno estado de confinamiento del país, un comunicado desligándose de las actuaciones de su progenitor, renunciando a toda herencia que pudiera corresponderle a él y a su hija, la princesa heredera del trono, de ese patrimonio oculto, reconociendo que no tenía conocimiento de tales actividades ni que fuera nombrado beneficiario de su entramado societario y anunciando que avisó a las “autoridades competentes” de todo ello.
Ha tenido, pues, que “matar” a su padre para defender la monarquía, como su padre tuvo que hacer con su abuelo, que también tenía dinero en Suiza, para poder ponerse la corona que Franco le entregó arbitrariamente, en un acto autoritario más del dictador para impedir que los españoles eligieran un futuro no diseñado por él.
Una gravedad que se acrecienta cuando, en el propio comunicado de la Casa Real, se informa de que el rey Felipe VI hacía un año que conocía todo este embrollo escandaloso de su padre por ocultar una fortuna en paraísos fiscales.
Y lo sabía porque, según detalla en el comunicado, en marzo de 2019 recibió una carta de un despacho de abogados londinense en la que le comunicaban que había sido designado como beneficiario de la fundación Lucun, cuando su padre muriese.
A pesar de ello, no es hasta ahora, un año después, cuando el Rey ha proporcionado esa respuesta contundente, que ha hecho pública la Casa Real, con la que se desliga de su padre, de sus actividades y de sus negocios cultos, renunciando a toda herencia que pudiera legarle, fruto de ese patrimonio oculto. Contundente, pero algo tarde.
Una sociedad madura como la española admite que sus próceres no sean las idílicas personas que se imaginan, mientras puedan ser reprendidas por la justicia cuando cometen delitos. Del Rey al porquero, tomos somos iguales ante las leyes, aunque algunos, en función de su cargo, posean fueros y privilegios que hagan más escrupulosa la acción de la justicia.
Y en estos tiempos en que se exige a la totalidad de la población el acatamiento estricto de las órdenes del Gobierno para guardar un confinamiento riguroso en sus domicilios, so pena de sanciones, hubiera sido deseable que el mensaje que el rey Felipe VI dirigió a la ciudadanía, agradeciendo su colaboración y responsabilidad por tales medidas sanitarias, incluyera alguna referencia a la responsabilidad de todos, incluyendo a su padre, en el respeto a la ley, de la que nadie está exento.
Hubiera sido un detalle de honestidad y lealtad hacia un pueblo, al que representa, que afronta estoicamente momentos de grandes dificultades. Entre otras cosas, porque tan letal es para la sociedad la epidemia del coronavirus como la existencia de un presunto delincuente real. Y ya que habla de una cosa podría también hablar de la otra.
DANIEL GUERRERO