Estados Unidos y China se acusan mutuamente sobre la causa del origen del coronavirus. Se escribe estos días también sobre qué país logrará la fórmula mágica de una vacuna que nos devuelva de nuevo a la calle a celebrar esta primavera incipiente, a olvidar el confinamiento, la vida monótona que se repite cada día como fotocopias de invernadero.
La pandemia que a todos nos trae en vilo ha aparcado de momento la guerra comercial entre ambos países. Se escribe estos días también que la expansión del coronavirus reactiva el poder del Estado, levanta muros invisibles donde antes las fronteras dejaron de existir, rumbo a una Europa sin traviesas, con alambradas, de terruños blindados.
Se escribe también estos días que esta no va a ser la última gran pandemia que conocerá la humanidad. El virólogo Jared Diamond escribe que conviene empezar a pensar cuál será el próximo virus, y argumenta que, en 2004, cuando se produjo la epidemia del SARS, no lo hicimos y que, como consecuencia, y debido a ello, “no hemos podido evitar la epidemia actual, que casi con toda seguridad tuvo un origen muy similar a la del SARS”. Diamond es contundente y concluyente: “Mientras los animales salvajes sigan siendo utilizados en China como alimento y en la medicina tradicional, habrá más enfermedades de alcance mundial”.
Los detenidos ya no pisan los juzgados. Los interrogatorios se realizan por videoconferencia. Un ciudadano se enfrenta a la Policía Local porque, de camino al supermercado, solo carga en el coche cajas de cerveza. Los sanitarios hacen frente a un enemigo que no estudiaron cuando cursaban los años de Medicina, lo hacen en unidades de Cuidados Intensivos atestadas.
A las ocho de la tarde-noche, los vecinos de medio mundo salen a terrazas y balcones a aplaudir a este sector tan castigado y cansado de los días consumidos y consumados, esperando aquellos otros por venir menos apocalípticos. Un vecino pone música a la noche. Ayer sonó una saeta. Es el tiempo, pensarán muchos.
Leo en El País una crónica de Natalia Junquera. Hugo, que tiene tres años, se esconde en el armario. La madre le pregunta: “¿Qué haces en el armario?”. Para la pregunta incorrecta, el niño tiene la respuesta evidente: “Me escondo del coronavirus, mamá”.
Yo también me escondo del coronavirus. Cada mañana, cada tarde, abro las páginas de un nuevo libro e intento esconderme entre sus páginas. Intento devolver a algún personaje inventado de la historia a la cruda realidad y quedarme yo sumergido en algún capítulo cuyo desenlace no adivino. Pero al final desisto y vuelvo a este mundo que compartimos.
A veces me quedo descubriendo algo nuevo en alguna película que ya he visto veinte veces y, cuando es noche cerrada, salgo a la terraza y miro de nuevo el silencio que nadie quiere, el manto negro salpicado de estrellas, la luz intermitente de los aviones que cruzan el mundo con rumbo fijo a algún lugar adonde guarecerse del fin del mundo.
Los perros duermen. Y cuando los perros duermen, el mundo también duerme. Quizás en un sueño obligadamente compartido cuyo argumento conocemos y reconocemos cada noche. Los días se repiten con una monotonía perfecta, el miedo exige cada vez más otros resortes que no estamos obligados a cederle.
Sabemos que serán más meses los que tendremos que compartir con nuestras sombras, con nuestros errores, quizás ya sin sueños. Lo peor está por venir. Por qué la comunicación institucional se muestra tozuda y por qué no descifran sus mensajes con algo más de esperanza y con menos asperezas. Malos tiempos para la lírica, pensaréis. La cima de la montaña nunca se alcanza. Siempre lo peor está por venir. Después, nos llueven las cifras de los fallecidos, de los enfermos, de los días de desgracia acumulados.
Ahora escucho música. Bueno, no la escucho. Pongo música para espantar el silencio sonoro de estos días. Y salgo a ver la primavera luminosa de esta tarde. E imagino el mar en mis pies, tendido en la arena como tantas tardes en Isla, con un gintónic helado en una mano y un libro cerrado en la otra.
¿Europa fracasa? Las cifras no ayudan a negarlo. Quitan los respiradores a los pacientes más ancianos para ayudar a los enfermos más jóvenes. La vejez siempre se vendió a precio de saldo en todo mercado. La sabiduría de los años no es imprescindible para doblegar a un enemigo que solo muestra su capacidad de destrucción y no su cara. Ahorremos pensiones. También las epidemias aportan beneficios cuantificables.
Siempre amamos las cifras, nos educan con estadísticas, pero no nos dicen que cada número esconde un rostro, un DNI, una vida truncada. Hay muertes sin duelo. El mundo es un improvisado crematorio, un hospital de campaña montado sobre los cimientos de un espacio que albergaba congresos, ferias y otros eventos.
De momento, las ferias y las fiestas están suspendidas o aplazadas. El real de nuestra feria intensiva se abre en el salón de nuestro apartamento y conduce inevitablemente a la cocina. Al fondo alguien toca la corneta, como si el barrio fuera un cuartel. Tal vez sí, tal vez sea un cuartel. Al menos por unas semanas, que os deseo felices. En la medida que se pueda, claro está.
La pandemia que a todos nos trae en vilo ha aparcado de momento la guerra comercial entre ambos países. Se escribe estos días también que la expansión del coronavirus reactiva el poder del Estado, levanta muros invisibles donde antes las fronteras dejaron de existir, rumbo a una Europa sin traviesas, con alambradas, de terruños blindados.
Se escribe también estos días que esta no va a ser la última gran pandemia que conocerá la humanidad. El virólogo Jared Diamond escribe que conviene empezar a pensar cuál será el próximo virus, y argumenta que, en 2004, cuando se produjo la epidemia del SARS, no lo hicimos y que, como consecuencia, y debido a ello, “no hemos podido evitar la epidemia actual, que casi con toda seguridad tuvo un origen muy similar a la del SARS”. Diamond es contundente y concluyente: “Mientras los animales salvajes sigan siendo utilizados en China como alimento y en la medicina tradicional, habrá más enfermedades de alcance mundial”.
Los detenidos ya no pisan los juzgados. Los interrogatorios se realizan por videoconferencia. Un ciudadano se enfrenta a la Policía Local porque, de camino al supermercado, solo carga en el coche cajas de cerveza. Los sanitarios hacen frente a un enemigo que no estudiaron cuando cursaban los años de Medicina, lo hacen en unidades de Cuidados Intensivos atestadas.
A las ocho de la tarde-noche, los vecinos de medio mundo salen a terrazas y balcones a aplaudir a este sector tan castigado y cansado de los días consumidos y consumados, esperando aquellos otros por venir menos apocalípticos. Un vecino pone música a la noche. Ayer sonó una saeta. Es el tiempo, pensarán muchos.
Leo en El País una crónica de Natalia Junquera. Hugo, que tiene tres años, se esconde en el armario. La madre le pregunta: “¿Qué haces en el armario?”. Para la pregunta incorrecta, el niño tiene la respuesta evidente: “Me escondo del coronavirus, mamá”.
Yo también me escondo del coronavirus. Cada mañana, cada tarde, abro las páginas de un nuevo libro e intento esconderme entre sus páginas. Intento devolver a algún personaje inventado de la historia a la cruda realidad y quedarme yo sumergido en algún capítulo cuyo desenlace no adivino. Pero al final desisto y vuelvo a este mundo que compartimos.
A veces me quedo descubriendo algo nuevo en alguna película que ya he visto veinte veces y, cuando es noche cerrada, salgo a la terraza y miro de nuevo el silencio que nadie quiere, el manto negro salpicado de estrellas, la luz intermitente de los aviones que cruzan el mundo con rumbo fijo a algún lugar adonde guarecerse del fin del mundo.
Los perros duermen. Y cuando los perros duermen, el mundo también duerme. Quizás en un sueño obligadamente compartido cuyo argumento conocemos y reconocemos cada noche. Los días se repiten con una monotonía perfecta, el miedo exige cada vez más otros resortes que no estamos obligados a cederle.
Sabemos que serán más meses los que tendremos que compartir con nuestras sombras, con nuestros errores, quizás ya sin sueños. Lo peor está por venir. Por qué la comunicación institucional se muestra tozuda y por qué no descifran sus mensajes con algo más de esperanza y con menos asperezas. Malos tiempos para la lírica, pensaréis. La cima de la montaña nunca se alcanza. Siempre lo peor está por venir. Después, nos llueven las cifras de los fallecidos, de los enfermos, de los días de desgracia acumulados.
Ahora escucho música. Bueno, no la escucho. Pongo música para espantar el silencio sonoro de estos días. Y salgo a ver la primavera luminosa de esta tarde. E imagino el mar en mis pies, tendido en la arena como tantas tardes en Isla, con un gintónic helado en una mano y un libro cerrado en la otra.
¿Europa fracasa? Las cifras no ayudan a negarlo. Quitan los respiradores a los pacientes más ancianos para ayudar a los enfermos más jóvenes. La vejez siempre se vendió a precio de saldo en todo mercado. La sabiduría de los años no es imprescindible para doblegar a un enemigo que solo muestra su capacidad de destrucción y no su cara. Ahorremos pensiones. También las epidemias aportan beneficios cuantificables.
Siempre amamos las cifras, nos educan con estadísticas, pero no nos dicen que cada número esconde un rostro, un DNI, una vida truncada. Hay muertes sin duelo. El mundo es un improvisado crematorio, un hospital de campaña montado sobre los cimientos de un espacio que albergaba congresos, ferias y otros eventos.
De momento, las ferias y las fiestas están suspendidas o aplazadas. El real de nuestra feria intensiva se abre en el salón de nuestro apartamento y conduce inevitablemente a la cocina. Al fondo alguien toca la corneta, como si el barrio fuera un cuartel. Tal vez sí, tal vez sea un cuartel. Al menos por unas semanas, que os deseo felices. En la medida que se pueda, claro está.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO