Lo que más me cuesta en la vida y me sigue costando es verme como un simple ser humano. Nunca me he permitido ser humana, falible, débil, indecisa, incoherente, dudosa, ridícula... Mi mente absorbió las enseñanzas externas sobre la perfección y sobre un dios que controla, ve todo y nos juzga. Y esas ideas me tiranizan.
Me tiranizan porque dentro de mí hay sentimientos y sensaciones que no me van a hacer nunca perfecta. Como cuando te sales de una línea, siempre me he aplicado un correctivo, que si bien no hace que me duelan los nudillos por el golpe de la regla metálica, sí me produce un dolor en el pecho. El oxígeno siempre falta cuando sabes que nunca llegarás a la cumbre de la montaña. Una montaña fabricada de normas que nunca cumple nadie, ni siquiera quien las predica...
¿Quién es coherente totalmente y vive como dice que hay que vivir? ¿Quién está seguro de todo y está en posesión de la verdad absoluta? ¿Quién no tiene miedo? ¿Quién no se pierde en los laberintos cotidianos? Últimamente, voy aceptando cada vez más que soy una persona de carne y hueso, con días cambiantes, con sensaciones que van y vienen como olas. No existe la línea plana en mi vida.
Buscándome quise convertirme en una especie de monje zen capaz de sortear todas las vicisitudes sin que me rocen. Imposible. Siento, me duelen las cosas –unos días más que otros–, mi humor no lo controla ni la Luna. Todo es cambiante: esa es la única verdad.
Con las puñaladas sangro y algunas han estado a punto de dejarme sobre el asfalto. Cuando estoy abajo, de repente surge una fuerza vital que me obliga a buscar respuestas y soluciones. Una fuerza que, cuando la quiero buscar, se esconde. Ella también es cambiante. ¿Hay algo permanente, inmutable, en nuestro universo? No.
Esta mirada nueva mía me acaricia como pestañas sedosas. Me conforta como los abrazos. Me dulcifica y me libera. En este camino terrenal he hecho lo que buenamente he podido. He actuado según mis circunstancias –como diría Ortega y Gasset–, equivocándome o no, sufriendo más o menos. Y es liberador sentirse humana, como cantan The Killers: "Only human".
Me tiranizan porque dentro de mí hay sentimientos y sensaciones que no me van a hacer nunca perfecta. Como cuando te sales de una línea, siempre me he aplicado un correctivo, que si bien no hace que me duelan los nudillos por el golpe de la regla metálica, sí me produce un dolor en el pecho. El oxígeno siempre falta cuando sabes que nunca llegarás a la cumbre de la montaña. Una montaña fabricada de normas que nunca cumple nadie, ni siquiera quien las predica...
¿Quién es coherente totalmente y vive como dice que hay que vivir? ¿Quién está seguro de todo y está en posesión de la verdad absoluta? ¿Quién no tiene miedo? ¿Quién no se pierde en los laberintos cotidianos? Últimamente, voy aceptando cada vez más que soy una persona de carne y hueso, con días cambiantes, con sensaciones que van y vienen como olas. No existe la línea plana en mi vida.
Buscándome quise convertirme en una especie de monje zen capaz de sortear todas las vicisitudes sin que me rocen. Imposible. Siento, me duelen las cosas –unos días más que otros–, mi humor no lo controla ni la Luna. Todo es cambiante: esa es la única verdad.
Con las puñaladas sangro y algunas han estado a punto de dejarme sobre el asfalto. Cuando estoy abajo, de repente surge una fuerza vital que me obliga a buscar respuestas y soluciones. Una fuerza que, cuando la quiero buscar, se esconde. Ella también es cambiante. ¿Hay algo permanente, inmutable, en nuestro universo? No.
Esta mirada nueva mía me acaricia como pestañas sedosas. Me conforta como los abrazos. Me dulcifica y me libera. En este camino terrenal he hecho lo que buenamente he podido. He actuado según mis circunstancias –como diría Ortega y Gasset–, equivocándome o no, sufriendo más o menos. Y es liberador sentirse humana, como cantan The Killers: "Only human".
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ