Al final, no hubo milagro, ni sensatez ni sentido de Estado. Al final, nos llevan a nuevas elecciones para volver a elegir a los mismos que ayer se comportaron con claro desprecio a los votantes, sin acatar su voluntad ya expresada en las urnas el pasado 28 de abril. Nos obligan a repetir la jugada. Nos obligan ajustar nuestros votos a sus intereses partidarios.
Si el PSOE no puede gobernar en solitario porque no tiene mayoría absoluta ni sabe reunir apoyos para hacerlo en minoría, tendremos que votar otra vez para corregir aquellos resultados. Y el resto de partidos juega a lo mismo, juega con los ciudadanos y su paciencia, para no tener que asumir que, más allá de la posición que sus escaños le conceden, han de priorizar el interés general del país al de sus particulares ambiciones y rencillas.
Con la investidura fallida del candidato de la minoría mayoritaria, el socialista Pedro Sánchez, se han perdido cinco meses, desde abril pasado, en poner vetos y negociar poco por alcanzar algún acuerdo que permita el arranque de la legislatura. Y no lo hubo. Nadie quiso bajarse del burro.
Al final, repetición de elecciones el próximo 10 de noviembre. Enésima campaña electoral (¿de dónde sacarán los partidos el dinero para financiar tantas campañas?), enésima presencia de loros repitiendo eslóganes, enésima confrontación y crispación entre candidatos y enésima tomadura de pelo a los votantes y enésima banalización de la democracia, la cual reducen a una simple papeleta y no a respetar sus resultados electorales.
Y nada de pensar en los retos que, como país, tenemos encima, en los próximos meses: la sentencia del Supremo en el juicio a los políticos catalanes presos que podría provocar tensiones y movilizaciones; las consecuencias para España del Brexit sin acuerdo de Inglaterra, nuestro principal mercado para la exportación de bienes y servicios; los imprescindibles acuerdos que habrán de adoptarse para respaldar nuestras empresas en caso de que continúe la guerra comercial entre Estados Unidos y China; la adopción de alternativas que garanticen nuestro abastecimiento energético en caso de agravamiento del conflicto en los países suministradores del Golfo Pérsico; las medidas necesarias para afrontar la desaceleración de la economía para que no afecte a la creación de empleo ni al bolsillo de los ciudadanos; y otros problemas de idéntica gravedad.
Todo esto, al parecer, puede esperar, puede quedar relegado mientras los partidos, en vez de pensar en resolverlo, se dedican a echarse pulsos entre ellos, culpabilizarse mutuamente y tratar a los electores como menores de edad que no saben votar e insistir en que lo hagamos como a ellos convenga.
Al final, nuevas elecciones. Pero, ¡ojo!, no se equivoquen. No son los ciudadanos los que no saben votar, son sus elegidos los que no saben asumir el veredicto de las urnas. Después, no se quejen de la abstención y de la desafección ciudadana. Y den gracias a Dios de que no se decidan –porque a ustedes no les interesa que sepan usarlo– por el voto en blanco de manera mayoritaria.
A estas alturas de la democracia, y tras cinco años de inestabilidad, sería la mejor respuesta que podrían darles: ninguno sirve ni es digno para representar a los españoes, ni Sánchez, ni Casado, ni Rivera, ni Iglesias ni, mucho menos, Abascal. Como dejó escrito Tirso de Molina, en el siglo XVII, en El burlador de Sevilla: “La desvergüenza en España se ha hecho caballería”.
Si el PSOE no puede gobernar en solitario porque no tiene mayoría absoluta ni sabe reunir apoyos para hacerlo en minoría, tendremos que votar otra vez para corregir aquellos resultados. Y el resto de partidos juega a lo mismo, juega con los ciudadanos y su paciencia, para no tener que asumir que, más allá de la posición que sus escaños le conceden, han de priorizar el interés general del país al de sus particulares ambiciones y rencillas.
Con la investidura fallida del candidato de la minoría mayoritaria, el socialista Pedro Sánchez, se han perdido cinco meses, desde abril pasado, en poner vetos y negociar poco por alcanzar algún acuerdo que permita el arranque de la legislatura. Y no lo hubo. Nadie quiso bajarse del burro.
Al final, repetición de elecciones el próximo 10 de noviembre. Enésima campaña electoral (¿de dónde sacarán los partidos el dinero para financiar tantas campañas?), enésima presencia de loros repitiendo eslóganes, enésima confrontación y crispación entre candidatos y enésima tomadura de pelo a los votantes y enésima banalización de la democracia, la cual reducen a una simple papeleta y no a respetar sus resultados electorales.
Y nada de pensar en los retos que, como país, tenemos encima, en los próximos meses: la sentencia del Supremo en el juicio a los políticos catalanes presos que podría provocar tensiones y movilizaciones; las consecuencias para España del Brexit sin acuerdo de Inglaterra, nuestro principal mercado para la exportación de bienes y servicios; los imprescindibles acuerdos que habrán de adoptarse para respaldar nuestras empresas en caso de que continúe la guerra comercial entre Estados Unidos y China; la adopción de alternativas que garanticen nuestro abastecimiento energético en caso de agravamiento del conflicto en los países suministradores del Golfo Pérsico; las medidas necesarias para afrontar la desaceleración de la economía para que no afecte a la creación de empleo ni al bolsillo de los ciudadanos; y otros problemas de idéntica gravedad.
Todo esto, al parecer, puede esperar, puede quedar relegado mientras los partidos, en vez de pensar en resolverlo, se dedican a echarse pulsos entre ellos, culpabilizarse mutuamente y tratar a los electores como menores de edad que no saben votar e insistir en que lo hagamos como a ellos convenga.
Al final, nuevas elecciones. Pero, ¡ojo!, no se equivoquen. No son los ciudadanos los que no saben votar, son sus elegidos los que no saben asumir el veredicto de las urnas. Después, no se quejen de la abstención y de la desafección ciudadana. Y den gracias a Dios de que no se decidan –porque a ustedes no les interesa que sepan usarlo– por el voto en blanco de manera mayoritaria.
A estas alturas de la democracia, y tras cinco años de inestabilidad, sería la mejor respuesta que podrían darles: ninguno sirve ni es digno para representar a los españoes, ni Sánchez, ni Casado, ni Rivera, ni Iglesias ni, mucho menos, Abascal. Como dejó escrito Tirso de Molina, en el siglo XVII, en El burlador de Sevilla: “La desvergüenza en España se ha hecho caballería”.
DANIEL GUERRERO