Para muchos, ha llegado la hora de la normalidad, entendida como la vuelta a los afanes cotidianos, a los problemas nada livianos del día a día de la gente pero que los hacen sentir protagonistas de sus vidas y responsables de su futuro. El trabajo, la familia y el bienestar propio serán, a partir de ahora, el motivo que centrará su atención y no la política de confrontación y crispación que ha caracterizado en estos últimos años la obsesiva realidad española.
Después de un período, desde 2015, de incertidumbres y sobresaltos, en el que han acontecido tres elecciones generales, con una exitosa moción de censura de por medio, dos consultas autonómicas en Cataluña, con –también de por medio– un referéndum ilegal y una proclamación de la república que se dejó en suspenso y ocasionó la huida del presidente de la Generalitat y el encarcelamiento de otros miembros de aquel gobierno secesionista, más otros comicios en Andalucía que desalojaron a los socialistas del poder tras 36 años y abrieron las puertas a la ultra derecha, convirtiéndola en socio parlamentario del nuevo gobierno del Partido Popular y Ciudadanos en la Junta de Andalucía, parece, pues, que, al fin, llega la hora de la estabilidad política y la normalidad en la gestión de la cosa pública en España. No se esperan nuevas elecciones hasta dentro de cuatro años. Hacía falta esa tranquilidad, cuando menos, electoral.
El nuevo ciclo político que se presta comenzar zanja la excepcionalidad de estos últimos cuatro años tan revueltos, en los que un presidente del gobierno en funciones ha estado seis meses sin ser investido por el Congreso; otro ha ocupado el cargo sin ser diputado y sin mediar elecciones; un partido político ha sido condenado por corrupción por primera vez en democracia; una autonomía ha sido suspendida de sus competencias y ha estado dirigida desde el poder central; políticos presos han resultado elegidos en las últimas elecciones para de nuevo ser inhabilitados de sus cargos como diputados y senadores mientras sean juzgados en el Tribunal Supremo; un novísimo partido constitucionalista veta al más antiguo partido político democrático de la actualidad; y la misma fuerza de ultra derecha que emergió en Andalucía se configura como clave para gobiernos de la derecha en algunas autonomías y alcaldías del resto de España.
Con todo, los temores al avance de formaciones radicales ultranacionalistas, xenófobas y antieuropeas no ha sido tan determinante ni en nuestro país ni en Europa, aunque ha fragmentado la representación en todos los ámbitos de la política (municipal, autonómica, nacional y europea). Tampoco los “viernes sociales” despilfarradores de los que se acusaba al anterior gobierno surgido de la moción de censura han lastrado el rumbo de recuperación de la economía española, el más vigoroso entre los países de la UE.
De hecho, han convertido al partido socialista en el más importante de su familia en la Eurocámara y la primera fuerza política de España, a pesar del veto que le impuso la derecha emergente anaranjada, obligada ahora a pactar con él si no quiere ser tachada de apéndice de la ultraderecha.
De los inmigrantes ni nos acordamos ya –y eso que nos iban a invadir– hasta la próxima oleada de pateras, el Brexit se encamina hacia una salida brusca que fagocita a cuantos en el Reino Unido lo gestionan, Trump sigue envalentonado en su guerra contra el resto del mundo, no sólo con México, Venezuela, China e Irán, y el calor se va apoderando del aire que respiramos para recordarnos que el verano está al caer.
La cotidianeidad, con sus oscilaciones, se instala progresivamente en la rutina del país y en la de sus gentes, quienes han votado por enésima vez demostrando más sensatez y sentido común que esos políticos que intentaron trasladar a ellos su sectarismo e intolerancia.
Ahora, los ciudadanos confían en que la normalidad cunda entre diputados y concejales para que se ocupen de resolver los problemas que afectan a la población y trabajen por el bien común y la convivencia pacífica entre los españoles, con lealtad a las instituciones y respeto a la Constitución y las leyes.
Esperan que desempeñen sus cargos públicos para conseguir unos pueblos y ciudades cuyo urbanismo responda a las necesidades de sus habitantes y no a las de la especulación inmobiliaria, que faciliten las condiciones para la creación de empleo estable y de calidad, que defiendan el medioambiente y la sostenibilidad de nuestro hábitat y que impulsen medidas para erradicar los vicios que arraigan la desigualdad y la injusticia social.
Tras las broncas políticas tácticas del pasado reciente, quieren que todos, desde la posición alcanzada por cada cual, se empeñen codo con codo en hacer avanzar a España, potenciar su economía y su dinamismo industrial, comercial, cultural y artístico para que la riqueza nacional revierta en el progreso y la prosperidad del conjunto de los españoles, sin distinción.
Y en reforzar nuestro Estado de bienestar para asegurar nuestros derechos y libertades. Piensan que es hora ya de dejar de mirarse el ombligo y otear el futuro con generosidad y honestidad, atendiendo a lo común antes que lo individual o partidista.
Los que votan reconocen que ahora viene lo difícil, que accedemos, con un poco de suerte, a una rutina, en un escenario fragmentado, que obliga a pactos y acuerdos alcanzados con altura de miras y voluntad de entrega a la causa del bien común.
Que ahora vienen cuatro años por delante en los que demostrar que el verdadero interés que mueve a nuestros políticos es el interés general y no el particular ni el rédito electoral. Y de asumir la política, en el día a día, como un medio para mejorar las condiciones de vida de todos los ciudadanos y no un fin para la ambición personal.
Hartos de vivir en permanente tensión y de votar cada seis meses sin necesidad, los españoles aspiran a que la normalidad sea el signo del nuevo período que ahora se abre tras las últimas y definitivas elecciones generales del domingo pasado.
Con la última papeleta, y a pesar de todos los problemas, sólo aguardan que no se frustren los deseos que han expresado en las urnas: pluralidad, convivencia, democracia y concordia en un país en el que cabemos todos y juntos somos grandes y poderosos. Los españoles, con su conducta democrática y participación colectiva, persiguen vivir con normalidad un proyecto conjunto de paz y libertad. Es lo que esperan y anhelan, merecidamente. Normalidad.
Después de un período, desde 2015, de incertidumbres y sobresaltos, en el que han acontecido tres elecciones generales, con una exitosa moción de censura de por medio, dos consultas autonómicas en Cataluña, con –también de por medio– un referéndum ilegal y una proclamación de la república que se dejó en suspenso y ocasionó la huida del presidente de la Generalitat y el encarcelamiento de otros miembros de aquel gobierno secesionista, más otros comicios en Andalucía que desalojaron a los socialistas del poder tras 36 años y abrieron las puertas a la ultra derecha, convirtiéndola en socio parlamentario del nuevo gobierno del Partido Popular y Ciudadanos en la Junta de Andalucía, parece, pues, que, al fin, llega la hora de la estabilidad política y la normalidad en la gestión de la cosa pública en España. No se esperan nuevas elecciones hasta dentro de cuatro años. Hacía falta esa tranquilidad, cuando menos, electoral.
El nuevo ciclo político que se presta comenzar zanja la excepcionalidad de estos últimos cuatro años tan revueltos, en los que un presidente del gobierno en funciones ha estado seis meses sin ser investido por el Congreso; otro ha ocupado el cargo sin ser diputado y sin mediar elecciones; un partido político ha sido condenado por corrupción por primera vez en democracia; una autonomía ha sido suspendida de sus competencias y ha estado dirigida desde el poder central; políticos presos han resultado elegidos en las últimas elecciones para de nuevo ser inhabilitados de sus cargos como diputados y senadores mientras sean juzgados en el Tribunal Supremo; un novísimo partido constitucionalista veta al más antiguo partido político democrático de la actualidad; y la misma fuerza de ultra derecha que emergió en Andalucía se configura como clave para gobiernos de la derecha en algunas autonomías y alcaldías del resto de España.
Con todo, los temores al avance de formaciones radicales ultranacionalistas, xenófobas y antieuropeas no ha sido tan determinante ni en nuestro país ni en Europa, aunque ha fragmentado la representación en todos los ámbitos de la política (municipal, autonómica, nacional y europea). Tampoco los “viernes sociales” despilfarradores de los que se acusaba al anterior gobierno surgido de la moción de censura han lastrado el rumbo de recuperación de la economía española, el más vigoroso entre los países de la UE.
De hecho, han convertido al partido socialista en el más importante de su familia en la Eurocámara y la primera fuerza política de España, a pesar del veto que le impuso la derecha emergente anaranjada, obligada ahora a pactar con él si no quiere ser tachada de apéndice de la ultraderecha.
De los inmigrantes ni nos acordamos ya –y eso que nos iban a invadir– hasta la próxima oleada de pateras, el Brexit se encamina hacia una salida brusca que fagocita a cuantos en el Reino Unido lo gestionan, Trump sigue envalentonado en su guerra contra el resto del mundo, no sólo con México, Venezuela, China e Irán, y el calor se va apoderando del aire que respiramos para recordarnos que el verano está al caer.
La cotidianeidad, con sus oscilaciones, se instala progresivamente en la rutina del país y en la de sus gentes, quienes han votado por enésima vez demostrando más sensatez y sentido común que esos políticos que intentaron trasladar a ellos su sectarismo e intolerancia.
Ahora, los ciudadanos confían en que la normalidad cunda entre diputados y concejales para que se ocupen de resolver los problemas que afectan a la población y trabajen por el bien común y la convivencia pacífica entre los españoles, con lealtad a las instituciones y respeto a la Constitución y las leyes.
Esperan que desempeñen sus cargos públicos para conseguir unos pueblos y ciudades cuyo urbanismo responda a las necesidades de sus habitantes y no a las de la especulación inmobiliaria, que faciliten las condiciones para la creación de empleo estable y de calidad, que defiendan el medioambiente y la sostenibilidad de nuestro hábitat y que impulsen medidas para erradicar los vicios que arraigan la desigualdad y la injusticia social.
Tras las broncas políticas tácticas del pasado reciente, quieren que todos, desde la posición alcanzada por cada cual, se empeñen codo con codo en hacer avanzar a España, potenciar su economía y su dinamismo industrial, comercial, cultural y artístico para que la riqueza nacional revierta en el progreso y la prosperidad del conjunto de los españoles, sin distinción.
Y en reforzar nuestro Estado de bienestar para asegurar nuestros derechos y libertades. Piensan que es hora ya de dejar de mirarse el ombligo y otear el futuro con generosidad y honestidad, atendiendo a lo común antes que lo individual o partidista.
Los que votan reconocen que ahora viene lo difícil, que accedemos, con un poco de suerte, a una rutina, en un escenario fragmentado, que obliga a pactos y acuerdos alcanzados con altura de miras y voluntad de entrega a la causa del bien común.
Que ahora vienen cuatro años por delante en los que demostrar que el verdadero interés que mueve a nuestros políticos es el interés general y no el particular ni el rédito electoral. Y de asumir la política, en el día a día, como un medio para mejorar las condiciones de vida de todos los ciudadanos y no un fin para la ambición personal.
Hartos de vivir en permanente tensión y de votar cada seis meses sin necesidad, los españoles aspiran a que la normalidad sea el signo del nuevo período que ahora se abre tras las últimas y definitivas elecciones generales del domingo pasado.
Con la última papeleta, y a pesar de todos los problemas, sólo aguardan que no se frustren los deseos que han expresado en las urnas: pluralidad, convivencia, democracia y concordia en un país en el que cabemos todos y juntos somos grandes y poderosos. Los españoles, con su conducta democrática y participación colectiva, persiguen vivir con normalidad un proyecto conjunto de paz y libertad. Es lo que esperan y anhelan, merecidamente. Normalidad.
DANIEL GUERRERO