Los océanos, llenos de plástico; los animales y los humanos, con plástico dentro de su cuerpo. Todos al servicio del petróleo y de los que mandan en el mundo, sin olvidar, por supuesto, la falta de civismo de algunos animales humanos. Donde yo compro la fruta y la verdura ecológica, aparte de no venir en un recipiente de plástico, tienen bolsas resistentes, hechas de patata, ideales para cargar y para conservar alimentos en el frigorífico.
Nos engañan. Podríamos vivir con la energía del sol, del viento, del agua, de la tierra; crear envases biodegradables en poco tiempo. Podríamos cuidar este planeta, que es el único que sabemos que está habitado por seres que inspiran y expiran. A lo mejor en los otros había gente como nosotros, que se los cargaron y los hicieron inhabitables.
La inmediatez, la autoestima abonada por las posesiones o la moda, una publicidad que nos hace creer que seremos eternos... Azucarillos que se tiran masivamente, miles de botellas que crean montañas molestas de plástico y tetra-briks. El momento, el ahora. Y quien venga detrás, que arree… Los amos del mundo somos todos. No vemos el planeta como nuestra casa, sino como un piso alquilado donde todo vale. Y que, como no es mío, me da igual lo que le pase.
Las voces que alertan del calentamiento están afónicas de gritar. ¿Qué pensarán los mandatarios, esos que pasan del efecto invernadero, sobre el futuro de sus hijos, de sus nietos, sobre su salud, sobre su derecho a nadar en ríos y subir montañas para ver la nieve? Están ciegos por las monedas que tapan sus ojos. Solo cuando les viene una enfermedad incurable, los poderosos caen en que son de carne y hueso, y humanos, y que todo ese dinero que le gusta atesorar no les va a servir para nada. Para nada.
La muerte es la única certeza. Pero antes de que ella llegue, habrá que vivir y dejar vivir. Dejar existir a esas miles de especies que comparten nuestro entorno, que no son okupas, sino titulares de derechos. Derecho a la vida, a la limpieza del aire, de los mares y de los ríos. A que las estaciones les marquen sus ritmos vitales y a que su hábitat no desaparezca.
No es una visión apocalíptica: la caja de Pandora lleva tiempo abierta. Por mis sobrinas y por los millones de niños que hemos traído a este mundo, tenemos una obligación con ellos, con su vida, con su futuro. Un grano no hace una montaña, pero miles, sí. Y yo estoy dispuesta a poner el mío.
Nos engañan. Podríamos vivir con la energía del sol, del viento, del agua, de la tierra; crear envases biodegradables en poco tiempo. Podríamos cuidar este planeta, que es el único que sabemos que está habitado por seres que inspiran y expiran. A lo mejor en los otros había gente como nosotros, que se los cargaron y los hicieron inhabitables.
La inmediatez, la autoestima abonada por las posesiones o la moda, una publicidad que nos hace creer que seremos eternos... Azucarillos que se tiran masivamente, miles de botellas que crean montañas molestas de plástico y tetra-briks. El momento, el ahora. Y quien venga detrás, que arree… Los amos del mundo somos todos. No vemos el planeta como nuestra casa, sino como un piso alquilado donde todo vale. Y que, como no es mío, me da igual lo que le pase.
Las voces que alertan del calentamiento están afónicas de gritar. ¿Qué pensarán los mandatarios, esos que pasan del efecto invernadero, sobre el futuro de sus hijos, de sus nietos, sobre su salud, sobre su derecho a nadar en ríos y subir montañas para ver la nieve? Están ciegos por las monedas que tapan sus ojos. Solo cuando les viene una enfermedad incurable, los poderosos caen en que son de carne y hueso, y humanos, y que todo ese dinero que le gusta atesorar no les va a servir para nada. Para nada.
La muerte es la única certeza. Pero antes de que ella llegue, habrá que vivir y dejar vivir. Dejar existir a esas miles de especies que comparten nuestro entorno, que no son okupas, sino titulares de derechos. Derecho a la vida, a la limpieza del aire, de los mares y de los ríos. A que las estaciones les marquen sus ritmos vitales y a que su hábitat no desaparezca.
No es una visión apocalíptica: la caja de Pandora lleva tiempo abierta. Por mis sobrinas y por los millones de niños que hemos traído a este mundo, tenemos una obligación con ellos, con su vida, con su futuro. Un grano no hace una montaña, pero miles, sí. Y yo estoy dispuesta a poner el mío.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ