Un árbol desnudo, un eucalipto frondoso, un cable, otro cable, una torre, un cerro cargado de árboles que desafían la gravedad. Una casa abandonada, ¿qué sería de sus habitantes? Una casa con un huerto verde, un camino de polvo rojo, un llano lleno de matorrales redondos; una encina, un almendro en flor de invierno. Un río diseccionado en pequeñas charcas, un puente de hierro, un túnel que atraviesa una montaña y otra, y otra.
Un río que brilla y corre llenito de ganas por encontrar el mar. Una torre de piedra olvidada, pájaros que toman el sol en los cables horizontales de la electricidad, disfrutando, sin quemarse. Tierra preparada, latente de vida, semillas plantadas que esperan su momento para explotar y sonreír a una primavera que ya ha llegado, que no ha esperado al veintiuno de marzo.
Dos palmeras solitarias, miles de naranjos perfumados. Terrenos dibujados con escuadra y cartabón, propiedades parceladas. Orden perfecto. Un tractor dominguero, una acequia seca, pequeños olivos que sueñan con aceitunas de mesa. Vida por todas partes. Cielo seco que no acepta la lluvia, ese maná que nos limpia de las impurezas. Cañaverales que esconden aguas, que nos hablan de frescor húmedo.
Un lago de plástico que cobija las plantas de fuera de temporada. Mano humana que altera el ritmo de la naturaleza. Otra casa blanca coronada con tejas rojas, casitas dispersas entre el verde y el marrón. Ninguna ciudad se avista. El suelo verde cortado al cepillo, ningún pelo sobresale, uniformidad que atrapa…
Y pensar que si en vez de mirar por la ventana de este tren, que me trae de regreso a casa, estuviera enredada en los pensamientos sin respuesta, estaría perdiéndome todo este espectáculo que a mi mente embelesa. Me muevo sobre una alfombra mágica que me lleva volando sobre los campos de mi Andalucía. Que me enseña los miles de regalos que la madre naturaleza nos cuenta. Cuando corro, todo esto se me escapa, pero hoy el tren no corre, sino que vuela bajo para mostrarme toda esta gran belleza.
Un río que brilla y corre llenito de ganas por encontrar el mar. Una torre de piedra olvidada, pájaros que toman el sol en los cables horizontales de la electricidad, disfrutando, sin quemarse. Tierra preparada, latente de vida, semillas plantadas que esperan su momento para explotar y sonreír a una primavera que ya ha llegado, que no ha esperado al veintiuno de marzo.
Dos palmeras solitarias, miles de naranjos perfumados. Terrenos dibujados con escuadra y cartabón, propiedades parceladas. Orden perfecto. Un tractor dominguero, una acequia seca, pequeños olivos que sueñan con aceitunas de mesa. Vida por todas partes. Cielo seco que no acepta la lluvia, ese maná que nos limpia de las impurezas. Cañaverales que esconden aguas, que nos hablan de frescor húmedo.
Un lago de plástico que cobija las plantas de fuera de temporada. Mano humana que altera el ritmo de la naturaleza. Otra casa blanca coronada con tejas rojas, casitas dispersas entre el verde y el marrón. Ninguna ciudad se avista. El suelo verde cortado al cepillo, ningún pelo sobresale, uniformidad que atrapa…
Y pensar que si en vez de mirar por la ventana de este tren, que me trae de regreso a casa, estuviera enredada en los pensamientos sin respuesta, estaría perdiéndome todo este espectáculo que a mi mente embelesa. Me muevo sobre una alfombra mágica que me lleva volando sobre los campos de mi Andalucía. Que me enseña los miles de regalos que la madre naturaleza nos cuenta. Cuando corro, todo esto se me escapa, pero hoy el tren no corre, sino que vuela bajo para mostrarme toda esta gran belleza.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ