La libertad y el progreso causan temor por lo desconocido que deparan y las pérdidas que podrían ocasionarnos. La incertidumbre de todo avance nos hace buscar refugio en las certezas de lo conocido, de lo establecido. El progreso, como la inteligencia, es fuente de vacilación porque remite a posibilidades ignotas y a replantear esquemas, establecer nuevas relaciones con nosotros mismos y con nuestro entorno, incluso a desprendernos de las creencias que considerábamos sólidas e inmutables.
Existe miedo a avanzar como da miedo saber más de cualquier cosa, una enfermedad por ejemplo, puesto que nos vuelve inseguros y vulnerables frente a todo lo que ignoramos y no comprendemos. Cuanto más progresamos y aprendemos, más evidente se hace la inmensidad de lo que desconocemos o la lejanía de lo que buscamos.
Llega un momento en que nos comportamos, haciendo alusión a Erich Fromm, exteriorizando un indisimulado miedo a la libertad y, por tal motivo, buscamos protección en el burladero de lo convenido aunque sea retrógrado, echamos anclas que inmovilizan el presente en lo manido, lo tradicional. Por eso dudamos y damos pasos atrás, tanto como comunidad como individuos.
La construcción de una Europa unida y la cesión de soberanía a un ente supranacional despiertan recelos en algunos Estados temerosos de perder identidad y autonomía, debido a que muchas decisiones se adoptarán en instancias continentales.
Y, a pesar de las bondades de formar parte de una unidad de mayor peso, desde cualquier punto de vista (político, comercial, económico, militar, industrial, agrícola, educativo, monetario, cultural, social, etcétera), emerge ese miedo que los hace desconfiar del proyecto común europeo y temer que la identidad nacional se disuelva, los intereses específicos se desatiendan y la soberanía nacional quede condicionada a directrices comunitarias.
Entonces surgen los nacionalismos radicales que intentan la vuelta atrás, el retorno al estado-nación en constante enfrentamiento con su entorno, donde busca extender su idiosincrasia y, también, imponer sus exclusivos intereses. Ultras que no quieren Europa si no es una réplica exacta de su país, que no aceptan deberes para obtener derechos compartidos y que prefieren la insolidaridad antes que estar sujetos a normas y procedimientos comunitarios.
Es el caso del Reino Unido y su Brexit (salida de la Unión Europea) insensato y desastroso, pero también de Italia, de Hungría, de Polonia y, tal vez, de España cuando la ultraderecha consiga condicionar el Gobierno.
Estos países muestran miedo de avanzar hacia una unión más firme y profunda que haga de Europa un interlocutor internacional con una sola voz y una fortaleza continental incuestionables. Y utilizan cualquier excusa para propalar sus mensajes de odio y supuestos agravios, como la presión migratoria, el control del déficit presupuestario, los acuerdos comerciales que perjudican a determinados sectores, la libre circulación de personas en toda la unión, etcétera.
Subrayan los inconvenientes y obvian las ventajas a la hora de elaborar discursos de rechazo a Europa y defensa maniquea de lo nacional, de un nacionalismo trasnochado y desintegrador, impropio de los tiempos que corren.
Frente al miedo al progreso colectivo en una Europa unida, proponen el retorno al viejo nacionalismo intransigente, excluyente, aislacionista y retrógrado del que Vox, Le Pen, Salvini, Urban y tantos otros obtienen réditos electorales y triunfos políticos. No es nada nuevo, sino caer en los mismos errores que, como recordara, en 1941, Stefan Sweig en su libro El mundo de ayer. Memorias de un europeo (Acantilado, 2017), desmembraron Europa entre dos guerras mundiales a causa de “la peor de las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea” (p.13). Entonces, como hoy, “las fuerzas que empujaban hacia el odio eran, por su misma naturaleza vil, más vehementes y agresivas que las conciliadoras” (p. 262). De ahí su éxito y efectividad.
Pero también como individuos tenemos miedo a la libertad, a la igualdad, a la responsabilidad. Y escogemos una seguridad, supuestamente amenazada por multitud de peligros, en detrimento de libertades y derechos que tanto costaron conquistar. Por eso entregamos nuestra confianza a la derecha del capital y la iglesia cuando se tambalean el trabajo y la economía de los que depende nuestra subsistencia.
Cuando, como trabajadores oprimidos por la precariedad, fiamos nuestro porvenir en quienes representan el liberalismo económico que nos empobrece, limita derechos laborales y recorta prestaciones públicas. Cuando, en poblaciones que basan su economía en una industria agropecuaria que demanda inmigrantes, porque no halla mano de obra suficiente entre los nativos, votamos partidos racistas y xenófobos.
Cuando, comportándonos como hombres acomplejados y mujeres incoherentes, despreciamos las políticas de género y de protección contra la violencia machista por considerarlas una ideología que atenta contra el patriarcado y una concepción subordinada de la mujer en las relaciones de pareja.
O cuando, en tanto particulares bombardeados de información superficial, consideramos un ultraje a nuestro patriotismo de balcón que otros territorios anhelen un mayor reconocimiento a su singularidad o particularidad identitaria. Incluso cuando, olvidando la ubicación periférica de nuestro país, deploramos la presión migratoria que sufre la frontera y exigimos su impermeabilización y la expulsión del migrante pobre o del refugiado que huye.
Manifestamos como individuos, en todos los casos, miedo a la diversidad, a la igualdad y a la fraternidad cada vez que exteriorizamos actitudes egoístas, intransigentes, supremacistas, excluyentes y acopiadora de privilegios. Tenemos miedo a avanzar en derechos y libertades que reconozcan, a todos, ser libres e iguales, sin importar lugar de nacimiento, color de piel, sexo, religión o lengua.
Es decir, cuando alcanzamos una libertad que nos exige responsabilidad y que cuestiona nuestro anquilosado sistema de valores, desconfiamos de ella y tomamos decisiones influenciadas por las convenciones o la presión social.
Y, aunque ninguna de las amenazas que nos hacen creer que penden sobre nuestra sociedad, sobre ese “nosotros” tan diferenciado de “los otros”, sean siquiera reales, las asumimos como percepciones propias para participar de lo que supone debemos desear: menos libertad a cambio de un simulacro de seguridad que nos hace retroceder en derechos.
De esa sensación de vulnerabilidad y las frustraciones que genera se valen los populismos para manipularnos y hacernos creer que somos dueños de una libertad amenaza por los “otros” y, por consiguiente, necesitada de defensa. Y ellos, claro está, están prestos a defenderla mediante el odio, el sectarismo y el egoísmo más irracionales que emanan, precisamente, de nuestro miedo a la libertad.
Existe miedo a avanzar como da miedo saber más de cualquier cosa, una enfermedad por ejemplo, puesto que nos vuelve inseguros y vulnerables frente a todo lo que ignoramos y no comprendemos. Cuanto más progresamos y aprendemos, más evidente se hace la inmensidad de lo que desconocemos o la lejanía de lo que buscamos.
Llega un momento en que nos comportamos, haciendo alusión a Erich Fromm, exteriorizando un indisimulado miedo a la libertad y, por tal motivo, buscamos protección en el burladero de lo convenido aunque sea retrógrado, echamos anclas que inmovilizan el presente en lo manido, lo tradicional. Por eso dudamos y damos pasos atrás, tanto como comunidad como individuos.
La construcción de una Europa unida y la cesión de soberanía a un ente supranacional despiertan recelos en algunos Estados temerosos de perder identidad y autonomía, debido a que muchas decisiones se adoptarán en instancias continentales.
Y, a pesar de las bondades de formar parte de una unidad de mayor peso, desde cualquier punto de vista (político, comercial, económico, militar, industrial, agrícola, educativo, monetario, cultural, social, etcétera), emerge ese miedo que los hace desconfiar del proyecto común europeo y temer que la identidad nacional se disuelva, los intereses específicos se desatiendan y la soberanía nacional quede condicionada a directrices comunitarias.
Entonces surgen los nacionalismos radicales que intentan la vuelta atrás, el retorno al estado-nación en constante enfrentamiento con su entorno, donde busca extender su idiosincrasia y, también, imponer sus exclusivos intereses. Ultras que no quieren Europa si no es una réplica exacta de su país, que no aceptan deberes para obtener derechos compartidos y que prefieren la insolidaridad antes que estar sujetos a normas y procedimientos comunitarios.
Es el caso del Reino Unido y su Brexit (salida de la Unión Europea) insensato y desastroso, pero también de Italia, de Hungría, de Polonia y, tal vez, de España cuando la ultraderecha consiga condicionar el Gobierno.
Estos países muestran miedo de avanzar hacia una unión más firme y profunda que haga de Europa un interlocutor internacional con una sola voz y una fortaleza continental incuestionables. Y utilizan cualquier excusa para propalar sus mensajes de odio y supuestos agravios, como la presión migratoria, el control del déficit presupuestario, los acuerdos comerciales que perjudican a determinados sectores, la libre circulación de personas en toda la unión, etcétera.
Subrayan los inconvenientes y obvian las ventajas a la hora de elaborar discursos de rechazo a Europa y defensa maniquea de lo nacional, de un nacionalismo trasnochado y desintegrador, impropio de los tiempos que corren.
Frente al miedo al progreso colectivo en una Europa unida, proponen el retorno al viejo nacionalismo intransigente, excluyente, aislacionista y retrógrado del que Vox, Le Pen, Salvini, Urban y tantos otros obtienen réditos electorales y triunfos políticos. No es nada nuevo, sino caer en los mismos errores que, como recordara, en 1941, Stefan Sweig en su libro El mundo de ayer. Memorias de un europeo (Acantilado, 2017), desmembraron Europa entre dos guerras mundiales a causa de “la peor de las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea” (p.13). Entonces, como hoy, “las fuerzas que empujaban hacia el odio eran, por su misma naturaleza vil, más vehementes y agresivas que las conciliadoras” (p. 262). De ahí su éxito y efectividad.
Pero también como individuos tenemos miedo a la libertad, a la igualdad, a la responsabilidad. Y escogemos una seguridad, supuestamente amenazada por multitud de peligros, en detrimento de libertades y derechos que tanto costaron conquistar. Por eso entregamos nuestra confianza a la derecha del capital y la iglesia cuando se tambalean el trabajo y la economía de los que depende nuestra subsistencia.
Cuando, como trabajadores oprimidos por la precariedad, fiamos nuestro porvenir en quienes representan el liberalismo económico que nos empobrece, limita derechos laborales y recorta prestaciones públicas. Cuando, en poblaciones que basan su economía en una industria agropecuaria que demanda inmigrantes, porque no halla mano de obra suficiente entre los nativos, votamos partidos racistas y xenófobos.
Cuando, comportándonos como hombres acomplejados y mujeres incoherentes, despreciamos las políticas de género y de protección contra la violencia machista por considerarlas una ideología que atenta contra el patriarcado y una concepción subordinada de la mujer en las relaciones de pareja.
O cuando, en tanto particulares bombardeados de información superficial, consideramos un ultraje a nuestro patriotismo de balcón que otros territorios anhelen un mayor reconocimiento a su singularidad o particularidad identitaria. Incluso cuando, olvidando la ubicación periférica de nuestro país, deploramos la presión migratoria que sufre la frontera y exigimos su impermeabilización y la expulsión del migrante pobre o del refugiado que huye.
Manifestamos como individuos, en todos los casos, miedo a la diversidad, a la igualdad y a la fraternidad cada vez que exteriorizamos actitudes egoístas, intransigentes, supremacistas, excluyentes y acopiadora de privilegios. Tenemos miedo a avanzar en derechos y libertades que reconozcan, a todos, ser libres e iguales, sin importar lugar de nacimiento, color de piel, sexo, religión o lengua.
Es decir, cuando alcanzamos una libertad que nos exige responsabilidad y que cuestiona nuestro anquilosado sistema de valores, desconfiamos de ella y tomamos decisiones influenciadas por las convenciones o la presión social.
Y, aunque ninguna de las amenazas que nos hacen creer que penden sobre nuestra sociedad, sobre ese “nosotros” tan diferenciado de “los otros”, sean siquiera reales, las asumimos como percepciones propias para participar de lo que supone debemos desear: menos libertad a cambio de un simulacro de seguridad que nos hace retroceder en derechos.
De esa sensación de vulnerabilidad y las frustraciones que genera se valen los populismos para manipularnos y hacernos creer que somos dueños de una libertad amenaza por los “otros” y, por consiguiente, necesitada de defensa. Y ellos, claro está, están prestos a defenderla mediante el odio, el sectarismo y el egoísmo más irracionales que emanan, precisamente, de nuestro miedo a la libertad.
DANIEL GUERRERO