Los “problemas” en Cataluña, la primera y única comunidad autónoma intervenida por el Estado por declarar unilateralmente su independencia, se mantienen como estaban tras unas elecciones del pasado 21 de diciembre que debían clarificar la situación. Pero no ha sido así. Continúan existiendo dos bloques enfrentados en la sociedad catalana y el Parlamento regional, aunque uno de ellos, el soberanista, con el 47,5 por ciento de los votos, acapara la mayoría absoluta de la Cámara, que vuelve, de esta forma, a dirigir la política de la comunidad en clave independentista. ¿Será ello posible por enésima vez? Sí y no.
Ya decíamos en una columna anterior que, ganase quien ganase estas elecciones, debería gobernar Cataluña sin saltarse la ley y manteniendo un escrupuloso respeto al Estado de Derecho, por las cuentas que le traía. En caso de que esa responsabilidad recaiga en elegidos de nuevo cuño, los consejeros encarcelados y un presidente de la Generalitat fugado recordarán el alto riesgo que se asume al ignorar y violar la ley. Pero si son los mismos actores de la Legislatura anterior, algunos de los cuales están sujetos a medidas cautelares, la reincidencia representaría un agravante que podría complicarles y endurecerles cualquier medida judicial.
Y la verdad es que, en esta ocasión, no está el horno para bollos secesionistas, con el foco de la Justicia puesto en lo que hagan y decidido a no tolerar ningún quebranto más de la legalidad, incluyendo entre las leyes, naturalmente, a la Constitución.
Deberán, por tanto, hilar fino los elegidos para, sin renunciar a sus ideas, hacer política desde la lealtad institucional y bajo el imperio de la ley. Es decir, recuperando el diálogo (el verdadero, sin imposiciones), la estabilidad democrática (y legal) y la normalidad (política, económica y social) en una Cataluña fracturada, paralizada por una tensión estéril y en grave riesgo de convertirse en una autonomía fracasada (al no satisfacer las necesidades de todos los catalanes).
Pero en el centro de esta coyuntura, la situación creada tras las nuevas elecciones presenta una inimaginable extravagancia: la de contar como elegidos a algunas personas que están siendo investigadas y procesadas por cometer graves delitos (sedición, prevaricación, etc.).
En tal tesitura, existe la intención de interpretar el resultado electoral como sentencia ciudadana que absolvería a los encausados. Es una tentación en la que han caído todos los partidos que cuentan con líderes sometidos a causas judiciales. Ejemplo de ello es el propio presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que suele parapetarse tras este argumento para declararse absuelto de cualquier responsabilidad por los casos de corrupción existentes en su partido.
También en el PSOE se recurre a la misma cantinela cuando quiere amparar y justificar a cargos electos señalados o imputados en causas penales. Es una utilización del derecho a la presunción de inocencia que persigue la impunidad.
Por ello, no resulta extraño que el “molt honorable president” fugitivo, Carles Puigdemont, exija desde su refugio de Bruselas que se le permita retornar para tomar posesión de su escaño y asumir una eventual investidura sin preocuparse por el auto de busca y captura que le aguarda si pisa suelo español.
Se considera, como todos en su situación de delincuentes electos, juzgado y absuelto gracias a los votos que cosechó su partido PDeCAT, la antigua Convergència. Del mismo modo, también los políticos encarcelados reclaman libertad para ocupar sus escaños en el Parlamento catalán. Todos ellos piensan que los delitos prescriben al ser elegidos por el voto popular. ¿Sería ello correcto?
En un Estado de Derecho, con separación de poderes, el Judicial es independiente del Ejecutivo y el Legislativo. Todos, sin embargo, están sometidos a la ley y su ámbito de actuación está delimitado por el marco legal en el que han de desenvolverse. En la configuración del estado autonómico español, los gobiernos autonómicos representan al Estado en sus territorios y administran las competencias que este delega para descentralizar el poder y acercarlo a los ciudadanos.
En el caso catalán, aunque la voluntad del Gobierno fuera la de permitir que los electos encausados por diversos delitos tomaran posesión de sus cargos, no podría, sin embargo, impedir que la Justicia continúe su curso y persiga a quienes están acusados de un delito de rebelión contra el Estado al que, en puridad, han de representar. Y de todos los dirigentes nacionalistas investigados, 18 son parlamentarios electos, entre los que se encuentran tres encarcelados (Oriol Junqueras, Joaquim Forn y Jordi Sánchez) y cinco huidos a Bélgica (Puigdemont, Clara Ponsatí, Lluís Puig, Toni Comín y Meritxell Serret).
Por esta razón, aunque persista la existencia de dos bloques antagónicos (separatistas y unionistas) que dividen la sociedad y el Parlamento de Cataluña, la Legislatura surgida de estas elecciones extraordinarias no podrá volver a repetir el pulso al Estado y la desobediencia a las leyes, al Estatuto de Autonomía y a la Constitución. Y ello, incluso, como es probable, si la repetida mayoría parlamentaria independentista conforma un Govern idéntico al anterior, disuelto por la aplicación del Artículo 155 de la Constitución.
Quiere decirse que, respondiendo al interrogante que nos hacíamos al principio, es factible por enésima vez dirigir la política catalana en clave soberanista, pero no es posible hacerlo desde la ilegalidad y la desobediencia a los tribunales de Justicia ni al Tribunal Constitucional. Entre otros motivos, porque ni desde la cárcel ni desde el exilio, donde se hallan por sus responsabilidades penales los máximos dirigentes de las dos formaciones con mayoría parlamentaria, aunque sin mayoría social, se puede predicar una política que conduce inexorablemente a tales destinos.
Ni Puigdemont ni Junqueras, que se disputan la Presidencia de la Generalitat, pueden representar al Estado contra el que se rebelan si antes no cumplen con la Justicia y declaran ante el juez su intención de acatar la ley, lo que les impediría toda vía unilateral e ilegal hacia la independencia.
Y si fueran otros los que les sustituyeran, las situaciones penales de los citados servirían de advertencia ante las tentaciones secesionistas a través del desafío a la legalidad vigente. Queda claro, por tanto, que ser electo no exime del respeto a la ley ni de las consecuencias penales de la comisión de delitos, por otra parte, impropios en representantes de la soberanía popular en un Estado de Derecho.
Ya decíamos en una columna anterior que, ganase quien ganase estas elecciones, debería gobernar Cataluña sin saltarse la ley y manteniendo un escrupuloso respeto al Estado de Derecho, por las cuentas que le traía. En caso de que esa responsabilidad recaiga en elegidos de nuevo cuño, los consejeros encarcelados y un presidente de la Generalitat fugado recordarán el alto riesgo que se asume al ignorar y violar la ley. Pero si son los mismos actores de la Legislatura anterior, algunos de los cuales están sujetos a medidas cautelares, la reincidencia representaría un agravante que podría complicarles y endurecerles cualquier medida judicial.
Y la verdad es que, en esta ocasión, no está el horno para bollos secesionistas, con el foco de la Justicia puesto en lo que hagan y decidido a no tolerar ningún quebranto más de la legalidad, incluyendo entre las leyes, naturalmente, a la Constitución.
Deberán, por tanto, hilar fino los elegidos para, sin renunciar a sus ideas, hacer política desde la lealtad institucional y bajo el imperio de la ley. Es decir, recuperando el diálogo (el verdadero, sin imposiciones), la estabilidad democrática (y legal) y la normalidad (política, económica y social) en una Cataluña fracturada, paralizada por una tensión estéril y en grave riesgo de convertirse en una autonomía fracasada (al no satisfacer las necesidades de todos los catalanes).
Pero en el centro de esta coyuntura, la situación creada tras las nuevas elecciones presenta una inimaginable extravagancia: la de contar como elegidos a algunas personas que están siendo investigadas y procesadas por cometer graves delitos (sedición, prevaricación, etc.).
En tal tesitura, existe la intención de interpretar el resultado electoral como sentencia ciudadana que absolvería a los encausados. Es una tentación en la que han caído todos los partidos que cuentan con líderes sometidos a causas judiciales. Ejemplo de ello es el propio presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que suele parapetarse tras este argumento para declararse absuelto de cualquier responsabilidad por los casos de corrupción existentes en su partido.
También en el PSOE se recurre a la misma cantinela cuando quiere amparar y justificar a cargos electos señalados o imputados en causas penales. Es una utilización del derecho a la presunción de inocencia que persigue la impunidad.
Por ello, no resulta extraño que el “molt honorable president” fugitivo, Carles Puigdemont, exija desde su refugio de Bruselas que se le permita retornar para tomar posesión de su escaño y asumir una eventual investidura sin preocuparse por el auto de busca y captura que le aguarda si pisa suelo español.
Se considera, como todos en su situación de delincuentes electos, juzgado y absuelto gracias a los votos que cosechó su partido PDeCAT, la antigua Convergència. Del mismo modo, también los políticos encarcelados reclaman libertad para ocupar sus escaños en el Parlamento catalán. Todos ellos piensan que los delitos prescriben al ser elegidos por el voto popular. ¿Sería ello correcto?
En un Estado de Derecho, con separación de poderes, el Judicial es independiente del Ejecutivo y el Legislativo. Todos, sin embargo, están sometidos a la ley y su ámbito de actuación está delimitado por el marco legal en el que han de desenvolverse. En la configuración del estado autonómico español, los gobiernos autonómicos representan al Estado en sus territorios y administran las competencias que este delega para descentralizar el poder y acercarlo a los ciudadanos.
En el caso catalán, aunque la voluntad del Gobierno fuera la de permitir que los electos encausados por diversos delitos tomaran posesión de sus cargos, no podría, sin embargo, impedir que la Justicia continúe su curso y persiga a quienes están acusados de un delito de rebelión contra el Estado al que, en puridad, han de representar. Y de todos los dirigentes nacionalistas investigados, 18 son parlamentarios electos, entre los que se encuentran tres encarcelados (Oriol Junqueras, Joaquim Forn y Jordi Sánchez) y cinco huidos a Bélgica (Puigdemont, Clara Ponsatí, Lluís Puig, Toni Comín y Meritxell Serret).
Por esta razón, aunque persista la existencia de dos bloques antagónicos (separatistas y unionistas) que dividen la sociedad y el Parlamento de Cataluña, la Legislatura surgida de estas elecciones extraordinarias no podrá volver a repetir el pulso al Estado y la desobediencia a las leyes, al Estatuto de Autonomía y a la Constitución. Y ello, incluso, como es probable, si la repetida mayoría parlamentaria independentista conforma un Govern idéntico al anterior, disuelto por la aplicación del Artículo 155 de la Constitución.
Quiere decirse que, respondiendo al interrogante que nos hacíamos al principio, es factible por enésima vez dirigir la política catalana en clave soberanista, pero no es posible hacerlo desde la ilegalidad y la desobediencia a los tribunales de Justicia ni al Tribunal Constitucional. Entre otros motivos, porque ni desde la cárcel ni desde el exilio, donde se hallan por sus responsabilidades penales los máximos dirigentes de las dos formaciones con mayoría parlamentaria, aunque sin mayoría social, se puede predicar una política que conduce inexorablemente a tales destinos.
Ni Puigdemont ni Junqueras, que se disputan la Presidencia de la Generalitat, pueden representar al Estado contra el que se rebelan si antes no cumplen con la Justicia y declaran ante el juez su intención de acatar la ley, lo que les impediría toda vía unilateral e ilegal hacia la independencia.
Y si fueran otros los que les sustituyeran, las situaciones penales de los citados servirían de advertencia ante las tentaciones secesionistas a través del desafío a la legalidad vigente. Queda claro, por tanto, que ser electo no exime del respeto a la ley ni de las consecuencias penales de la comisión de delitos, por otra parte, impropios en representantes de la soberanía popular en un Estado de Derecho.
DANIEL GUERRERO