Era una mujer de 24 años y, a pesar de su juventud, nunca esperó nada de nadie. Por eso jamás tuvo que sentarse en un banquito aguardando a que cualquier desgraciado le prestara atención. Nunca quería estar sola, por eso compraba sus compañías. Daba igual que fueran hombres o mujeres porque solo peritaba las sensaciones desde su sexo, que era ajeno a los géneros.
Con las mujeres se sentía más comprendida entre sus caricias, ya que compartía sus placeres y sus miedos. De los hombres necesitaba la inmediatez para culminar una ansiedad temprana. Eran caricias prestadas y besos alquilados.
Elegía a sus mártires al azar. Le daba igual la estatura, la edad o el color de sus ojos. Que fueran doctas o iletrados. Odiaba a esas energúmenas que iban de sobradas, de cansadas de la vida, y de ir de vuelta de todo. A esa pandilla de machos aburridos y mediocres que buscaban de ella su complacencia.
Pensaba que ese tipo de gente no tenía que existir, había que eliminarlos porque no merecían vivir. Esta mujer hace tiempo que dejó de creer en los sueños porque siempre se preguntó si realmente los sueños no tienen tiempo.
Nunca necesitó a nadie, aunque no soportaba la quietud de la soledad. Por eso había contratado aquellos encuentros como todos los que había encargado en aquel año. Eran citas fugaces y mortales.
Había decidido que el último sacrificio se llevaría a cabo a las diez de la noche en el banco menos iluminado del parque. Antes de cerrar el trato por teléfono, ella le dejó muy claro sus condiciones. A su llegada no necesitaría ni anunciarse, ni saludarla. Solo tendría que sentarse a su lado, acariciarla, besarla y, cuando ella le indicara, solo cuando ella se lo pidiera, penetrarla.
Él no era una persona con suerte. Su mundo se había roto y ya bien entrado en los cincuenta tuvo que vender su cuerpo a mujeres mayores para poder sobrevivir. Era todo un señor de barba canosa y cierto brillo de nostalgia en sus ojos, que reflejaban un pasado más cómodo.
Ese día se sentía mucho mejor porque iba a hacerle el servicio a una joven y hermosa mujer. Ya no era ese perdedor que engañaba a las viejas por cuatro duros. En esta cita iba a seducir a una bella muchacha.
A la llegada hizo todo lo que le pidió. Ni la saludó, ni la miró. Se sentó nervioso a su lado y espero el momento adecuado para comenzar las caricias. Para poseerla y amarla como nadie la había amado.
Fue entonces cuando sintió el disparo en su cabeza. Una sensación rara, como si le hubieran quemado con un soplete de fontanero en la sien. Ella, después de eliminar a su última víctima, se apuntó a la boca y se descerrajó un tiro en la garganta. Murió tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de averiguar lo que llevaba años intentando comprobar: si realmente era cierto que los sueños no tienen tiempo.
Con las mujeres se sentía más comprendida entre sus caricias, ya que compartía sus placeres y sus miedos. De los hombres necesitaba la inmediatez para culminar una ansiedad temprana. Eran caricias prestadas y besos alquilados.
Elegía a sus mártires al azar. Le daba igual la estatura, la edad o el color de sus ojos. Que fueran doctas o iletrados. Odiaba a esas energúmenas que iban de sobradas, de cansadas de la vida, y de ir de vuelta de todo. A esa pandilla de machos aburridos y mediocres que buscaban de ella su complacencia.
Pensaba que ese tipo de gente no tenía que existir, había que eliminarlos porque no merecían vivir. Esta mujer hace tiempo que dejó de creer en los sueños porque siempre se preguntó si realmente los sueños no tienen tiempo.
Nunca necesitó a nadie, aunque no soportaba la quietud de la soledad. Por eso había contratado aquellos encuentros como todos los que había encargado en aquel año. Eran citas fugaces y mortales.
Había decidido que el último sacrificio se llevaría a cabo a las diez de la noche en el banco menos iluminado del parque. Antes de cerrar el trato por teléfono, ella le dejó muy claro sus condiciones. A su llegada no necesitaría ni anunciarse, ni saludarla. Solo tendría que sentarse a su lado, acariciarla, besarla y, cuando ella le indicara, solo cuando ella se lo pidiera, penetrarla.
Él no era una persona con suerte. Su mundo se había roto y ya bien entrado en los cincuenta tuvo que vender su cuerpo a mujeres mayores para poder sobrevivir. Era todo un señor de barba canosa y cierto brillo de nostalgia en sus ojos, que reflejaban un pasado más cómodo.
Ese día se sentía mucho mejor porque iba a hacerle el servicio a una joven y hermosa mujer. Ya no era ese perdedor que engañaba a las viejas por cuatro duros. En esta cita iba a seducir a una bella muchacha.
A la llegada hizo todo lo que le pidió. Ni la saludó, ni la miró. Se sentó nervioso a su lado y espero el momento adecuado para comenzar las caricias. Para poseerla y amarla como nadie la había amado.
Fue entonces cuando sintió el disparo en su cabeza. Una sensación rara, como si le hubieran quemado con un soplete de fontanero en la sien. Ella, después de eliminar a su última víctima, se apuntó a la boca y se descerrajó un tiro en la garganta. Murió tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de averiguar lo que llevaba años intentando comprobar: si realmente era cierto que los sueños no tienen tiempo.
GONZALO PÉREZ PONFERRADA