El soldado está solo en su trinchera. Desde hace dos horas sigue parapetado con la metralleta en el mismo lugar donde su comandante lo dejó con la orden de no abandonar su puesto. Se presentó voluntario para la misión. Para luchar y defender a su patria que, en ese momento, se reducía a un agujero lleno de barro.
Está amaneciendo y los adversarios del otro bando se adivinan a unos doscientos metros. Se oyen voces lejanas de hombres que hablan el idioma del enemigo. Nada se mueve. Solo el viento que zarandea algunas hojas de los pocos árboles que habitan la línea del frente de batalla. Es una tierra de nadie. Un fragmento de terreno que divide los bandos. Las dos trincheras.
Antes era un campo de girasoles dentro de una próspera finca. Ahora solo hay cadáveres, barro y armas calcinadas. La mañana amanece helada. El soldado tiene frío y sigue esperando. Aguarda a los desconocidos que vendrán en su busca para quitarle la vida.
Sus compañeros se fueron y lo dejaron solo. Abandonado a la suerte de esos héroes que nunca tienen suerte. El soldado está decidido a defender su posición y no sabe cuánto tiempo mantendrá al enemigo a raya.
Da igual los hombres que mate, porque otros vendrán detrás para darle muerte a él. El soldado experimenta en toda su piel un terror desconocido. Intenta entretener su tiempo para olvidar el miedo que le atenaza. Por eso recuerda a Manuela, sus pechos y sus besos. Anhela a la muchacha que dejó en el pueblo mientras se masturba con las manos llenas de barro.
Cuando termina abre los ojos y se cuela en la realidad. En esos momentos de incertidumbre que amenazan su existencia. No quiere imaginar cómo será el último minuto antes de que cualquier hombre inocente le quite la vida.
Se imagina a los militares corriendo hacia su puesto. Hombres valientes como él, desafiando a la ametralladora que vomita balas y los deja doblados, postrados entre el fango. Muertos.
Oleadas de seres humanos que caen y que corren con la intención de tomar la posición enemiga, de arrebatarle la vida. Soldados que quieren conquistar un foso que no pertenece a nadie.
Ahora es una trinchera defendida por un hombre. Los estrategas de los dos bandos decidieron retirar sus ejércitos y dejar a un solo centinela para que guardara la frontera. Las tropas se fueron del campo de batalla y cada bando dejó a un solo soldado.
Cada uno de estos dos hombres cree que está ante un gran ejército. No saben que los dos se defienden a solas. Enfrente, al otro lado, está el soldado enemigo que también se presentó voluntario para defender la línea del frente de guerra. Se juega la vida para proteger a todos los charlatanes que provocaron el conflicto y que ahora están lejos de la trinchera.
También ese combatiente defiende a un país que se reduce a varias piedras amontonadas y a una grieta de tierra destrozada por los obuses. Los dos soldados siguen atentos a los acontecimientos. Pero no ocurre nada.
Pasan los minutos y las horas y vuelve a anochecer. La oscuridad lo cubre todo. Los dos defensores se enfrentan a su miedo. Esperando la carga final de un ejército que ya no existe.
En mitad de esa tregua no firmada y de un silencio no pactado, uno de los soldados oye un ruido en la noche y percibe un movimiento. Coge su arma, apunta hacia la oscuridad y parece ver al adversario que intenta tomar su posición. Lo ve desplazarse lentamente, reptando entre los cráteres de las bombas.
Lo tiene localizado y agarra la fría empuñadura de su ametralladora. Está en su punto de mira, y al disparar ve claramente su rostro. Descubre el enorme parecido que tiene el soldado con Manuela.
Ahora el enemigo es una mujer joven totalmente desnuda que baila entre los cadáveres. Es Manuela, la muchacha del pueblo que lo acariciaba en las noches de verano.
Los dos soldados, cada uno desde la trinchera opuesta, ven a la joven que en silencio danza un ritual desconocido. No saben si es una aparición sobrenatural o son ellos mismos.
Los dos se apuntan y utilizan sus armas. Quieren matarla porque es un objetivo. El mensaje de esa misión era claro: lo que se mueva frente a la trinchera tiene que ser abatido. Ya sean hombres, mujeres, viejos o niños.
Todo se vuelve confuso. La mujer prosigue su tango fantasmal y los dos soldados disparan. La lluvia de plomo se va acrecentando. Cada uno de los defensores lanza granadas para destrozar el cuerpo desnudo de la joven que se desvanece entre sus sueños. Ahora esa mujer se ha transformado en dos cuerpos iguales y amenaza con tomar las dos posiciones enemigas a la vez.
Los soldados salen de la trinchera disparando y con el machete en ristre. La joven desdoblada en dos fantasmas se abalanza sobre ellos. Los dos soldados que se enfrentan saben que ella es la muerte que les acecha. Por fin se han encontrado. Se ven cara a cara. Es la lucha cuerpo a cuerpo de dos desconocidos que huelen a sangre y a sexo.
Las puñaladas se intercambian y se alternan con las caricias y los mordiscos. Se tocan y se clavan el puñal. Se odian y se desean. Se besan y se matan. La explosión fortuita de una mina culmina con el encuentro entre los dos soldados.
El silencio vuelve a dominar la destrucción que asola la vieja plantación y el campo de batalla está repleto de cadáveres que huelen a girasoles.
Cuando la nube de polvo y humo se disipa descubre a los últimos defensores destrozados por la metralla. Los dos yacen desnudos e inertes. Los enemigos aparecen abrazados. Se están mirando con los ojos muy abiertos, como se miran todos los muertos cuando ya no tienen nada.
Está amaneciendo y los adversarios del otro bando se adivinan a unos doscientos metros. Se oyen voces lejanas de hombres que hablan el idioma del enemigo. Nada se mueve. Solo el viento que zarandea algunas hojas de los pocos árboles que habitan la línea del frente de batalla. Es una tierra de nadie. Un fragmento de terreno que divide los bandos. Las dos trincheras.
Antes era un campo de girasoles dentro de una próspera finca. Ahora solo hay cadáveres, barro y armas calcinadas. La mañana amanece helada. El soldado tiene frío y sigue esperando. Aguarda a los desconocidos que vendrán en su busca para quitarle la vida.
Sus compañeros se fueron y lo dejaron solo. Abandonado a la suerte de esos héroes que nunca tienen suerte. El soldado está decidido a defender su posición y no sabe cuánto tiempo mantendrá al enemigo a raya.
Da igual los hombres que mate, porque otros vendrán detrás para darle muerte a él. El soldado experimenta en toda su piel un terror desconocido. Intenta entretener su tiempo para olvidar el miedo que le atenaza. Por eso recuerda a Manuela, sus pechos y sus besos. Anhela a la muchacha que dejó en el pueblo mientras se masturba con las manos llenas de barro.
Cuando termina abre los ojos y se cuela en la realidad. En esos momentos de incertidumbre que amenazan su existencia. No quiere imaginar cómo será el último minuto antes de que cualquier hombre inocente le quite la vida.
Se imagina a los militares corriendo hacia su puesto. Hombres valientes como él, desafiando a la ametralladora que vomita balas y los deja doblados, postrados entre el fango. Muertos.
Oleadas de seres humanos que caen y que corren con la intención de tomar la posición enemiga, de arrebatarle la vida. Soldados que quieren conquistar un foso que no pertenece a nadie.
Ahora es una trinchera defendida por un hombre. Los estrategas de los dos bandos decidieron retirar sus ejércitos y dejar a un solo centinela para que guardara la frontera. Las tropas se fueron del campo de batalla y cada bando dejó a un solo soldado.
Cada uno de estos dos hombres cree que está ante un gran ejército. No saben que los dos se defienden a solas. Enfrente, al otro lado, está el soldado enemigo que también se presentó voluntario para defender la línea del frente de guerra. Se juega la vida para proteger a todos los charlatanes que provocaron el conflicto y que ahora están lejos de la trinchera.
También ese combatiente defiende a un país que se reduce a varias piedras amontonadas y a una grieta de tierra destrozada por los obuses. Los dos soldados siguen atentos a los acontecimientos. Pero no ocurre nada.
Pasan los minutos y las horas y vuelve a anochecer. La oscuridad lo cubre todo. Los dos defensores se enfrentan a su miedo. Esperando la carga final de un ejército que ya no existe.
En mitad de esa tregua no firmada y de un silencio no pactado, uno de los soldados oye un ruido en la noche y percibe un movimiento. Coge su arma, apunta hacia la oscuridad y parece ver al adversario que intenta tomar su posición. Lo ve desplazarse lentamente, reptando entre los cráteres de las bombas.
Lo tiene localizado y agarra la fría empuñadura de su ametralladora. Está en su punto de mira, y al disparar ve claramente su rostro. Descubre el enorme parecido que tiene el soldado con Manuela.
Ahora el enemigo es una mujer joven totalmente desnuda que baila entre los cadáveres. Es Manuela, la muchacha del pueblo que lo acariciaba en las noches de verano.
Los dos soldados, cada uno desde la trinchera opuesta, ven a la joven que en silencio danza un ritual desconocido. No saben si es una aparición sobrenatural o son ellos mismos.
Los dos se apuntan y utilizan sus armas. Quieren matarla porque es un objetivo. El mensaje de esa misión era claro: lo que se mueva frente a la trinchera tiene que ser abatido. Ya sean hombres, mujeres, viejos o niños.
Todo se vuelve confuso. La mujer prosigue su tango fantasmal y los dos soldados disparan. La lluvia de plomo se va acrecentando. Cada uno de los defensores lanza granadas para destrozar el cuerpo desnudo de la joven que se desvanece entre sus sueños. Ahora esa mujer se ha transformado en dos cuerpos iguales y amenaza con tomar las dos posiciones enemigas a la vez.
Los soldados salen de la trinchera disparando y con el machete en ristre. La joven desdoblada en dos fantasmas se abalanza sobre ellos. Los dos soldados que se enfrentan saben que ella es la muerte que les acecha. Por fin se han encontrado. Se ven cara a cara. Es la lucha cuerpo a cuerpo de dos desconocidos que huelen a sangre y a sexo.
Las puñaladas se intercambian y se alternan con las caricias y los mordiscos. Se tocan y se clavan el puñal. Se odian y se desean. Se besan y se matan. La explosión fortuita de una mina culmina con el encuentro entre los dos soldados.
El silencio vuelve a dominar la destrucción que asola la vieja plantación y el campo de batalla está repleto de cadáveres que huelen a girasoles.
Cuando la nube de polvo y humo se disipa descubre a los últimos defensores destrozados por la metralla. Los dos yacen desnudos e inertes. Los enemigos aparecen abrazados. Se están mirando con los ojos muy abiertos, como se miran todos los muertos cuando ya no tienen nada.
GONZALO PÉREZ PONFERRADA