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Pepe Cantillo | Un valor de ida y vuelta

Alguna vez he hecho referencia a Stefan Zweig (1881-1942), judío errante, pacifista convencido y gran pensador. Cualquiera de sus obras merece dedicarle un tiempo. En el libro El mundo de ayer, memorias de un europeo, una de las autobiografías del siglo XX más interesantes, deja un valioso testimonio de las turbulencias europeas antes de la guerra de 1914 y los intentos por crear una Europa unida, opuesta al nacionalismo, la plaga de aquel momento.



Su biografía avisa que nuestro mundo actual está amenazado por circunstancias iguales, parecidas. Si olvidamos las razones del fracaso que apunta en el citado libro volveremos a cometer los mismos errores. Pocos meses después de concluirlo, se suicidó lejos de la Europa que amó, ya que no podía soportar la crueldad de su tiempo.

Entresaco del prólogo lo siguiente: “Tres veces me han arrebatado la casa,... me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, me han arrojado al vacío... Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre... sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia”.

Una frase suya me da pie para estas líneas. “La tolerancia no era vista como hoy, como una debilidad y una flaqueza, sino que era ponderada como una virtud ética”. La otra cara del rompecabezas es de nuevo Europa.

Este año, el Premio Princesa de Asturias a la Concordia se otorgó a la Unión Europea en reconocimiento a su contribución al “más largo periodo de paz en la Europa moderna y por difundir los Derechos Humanos, la libertad, la solidaridad y contribuir en general al progreso de la humanidad”. Valores que “proyectan esperanza hacia el futuro, en tiempos de incertidumbre”.

Desde la referencia a dos momentos de nuestra Europa, intento matizar circunstancias que alertan de dificultades, tropiezos y posibles encontronazos a muerte desde dentro y desde fuera de ella. ¿Culpa de?

Hablar de convivencia puede sonar a sermón mañanero. Es algo que parece no tener el menor sentido dado que el escenario está cargado de choques frontales, provocaciones, desplantes burdos al otro y a los principios más elementales. Todo aquello que se ponga por delante y no me satisfaga hay que derrocarlo.

En estos momentos corren malos vientos para la convivencia: nos están vendiendo que todos somos enemigos, que no es posible con-vivir en “paz” porque hay choque grave de ideas. Las tuyas no me gustan porque se han quedado obsoletas y ya no valen.

¿Razones? Interesa más tirar piedras contra tejados ajenos que enfrentarse a la dura realidad de un mundo atiborrado de injusticias y de conflictos. Si para cambiar hay que destruir... pues manos a la obra.

Injuriar –en el sentido más amplio del término– parece estar de moda. De entrada, el insulto nunca es un argumento y se opone frontalmente a la conciliación. Llegados a este extremo, estaremos a un paso del enfrentamiento cuya cara más infame se muestra en el terror. Pronto olvidamos que para movernos entre conciudadanos de forma digna hay que erradicar el insulto y las burdas mentiras.

Terrorismo y fanatismo son primos hermanos. Alguien podrá pensar que sólo me refiero a un determinado tipo de terrorismo, el presente. No: tanto el de ahora como el de otros tiempos y el que esté por venir. Todos son catastróficos, dañinos y terribles. Lamentar el pasado vale para aprender de errores aunque parece que no estamos por la labor.

Aun nos duelen los atentados de Cataluña. Pero, por desgraciada, corroe más el ninguneo de las víctimas, el haber jugado con ellas para ponerlas de escudo contra mis supuestos enemigos. Dicho desprecio al dolor de las víctimas, tarde o temprano, pasará su factura pertinente.

Lo grave es que, por segunda vez en nuestra historia reciente, jugamos con el dolor de personas ajenas a idearios políticos o religiosos. Jugamos con prójimos que pasaban por allí. ¿Mala suerte? No: terrorismo indiscriminado, cargado de odio y sinrazón.

El terror es malo, venga de donde venga, y pasa factura. Por desgracia, el recelo nace desde la religión así como desde la política. Frente a ese tipo de atrocidades surge el “buenismo” hacia una parte y el anatema –la condena más mortal– contra otras partes.

¿Qué es si no esa corriente de condena contra una determinada fobia a la par que se incita a agredir a otros creencias? Si condeno un caso concreto de ataque fóbico, debo en justicia rechazar cualquier otro tipo de brote. Me refiero a quienes reprueban la islamofobia mientras azuzan a atacar contra judíos o cristianos.

En sentido estricto no vale la sentencia popular “o todos moros, o todos cristianos” puesto que parece que estaría propiciando que todos deberíamos ser del mismo sentir. El dicho viene a defender la necesidad de un mismo rasero para todos, es decir, que las reglas sean las mismas para todos, para que nadie salga perjudicado.

Es necesario, en la medida de lo posible, estar a buenas con los vecinos sean moros, cristianos, judíos, blancos, negros o coloraos. No busco lo políticamente correcto sino incidir en la riqueza de la diversidad. Tú no me atacas y yo tampoco a ti.

Una frase de Stefan Zweig da pie a estas líneas. “La tolerancia no era vista como hoy, como una debilidad y una flaqueza, sino que era ponderada como una virtud ética”. Ese “hoy” cargado de debilidad se refería a su momento. En el presente también está perdiendo dicho valor ético.

Ser tolerante es ser respetuoso, moderado y comprensible, algo difícil pero posible; no admite la doble cara y rechaza la violencia; está contra el fanatismo. La tolerancia nos humaniza y, a la postre, ganamos en igualdad.

Existe una conciencia moral de lo que es bueno o malo en función de unos valores que se estiman y se desean, que se exponen en normas explícitas e implícitas y que debe ser posible analizarlas críticamente desde la razón.

La tolerancia como valor ético no es fácil de llevar a término porque, en el fondo de la conciencia de cada cual, existe un sustrato que pretende imponer sus ideas porque son más importantes, lo que con frecuencia nos acerca al fanatismo muy presente en este mundo actual. La referencia, mal que nos pese, está a flor de piel en nuestro contexto político, tanto estatal como comunitario o vecinal.

Si no somos capaces de entender y asumir que la tolerancia es el pilar básico para una aceptable convivencia, mal lo tenemos, pues careceremos de sensatez y sobre todo de respeto hacia los demás. La realidad diaria del entorno político y social es de continuada ofensa y desprecio que, repito una vez más, anula la razón y en su lugar siembran terror. Tolerancia y brutalidad (fanatismo, terrorismo) están reñidas por definición.

La primera comporta “respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias” (sic). La tolerancia es sinónimo de comprensión, es un valor de ida y vuelta, mientras que la violencia solo genera más violencia.

PEPE CANTILLO
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