¿Sería posible que hubiera un concurso para ver quién es más feliz? Me estaba acordando cuando era pequeña e iba con mi abuela al médico. En la puerta de la consulta, entre campanita y campanita de aviso, las mujeres mayores –y no tanto– competían por ver quién era la que tenía más enfermedades o la habían operado más veces.
Ser infeliz parece ser atractivo o, por lo menos, al no despertar la envidia ajena, es como un refugio contra agresiones o un reclamo de "salvadores". No es una crítica: yo también caigo en esa trampa. Creo que tiene que ver con la educación y con El Valle de Lágrimas que nuestra existencia tiene que ser.
Sería bonito que, desde pequeños, nos enseñaran que la vida es un regalo, que hay que abrir y disfrutar, y que la felicidad es un derecho que viene por añadidura. ¿Cómo estar bien? El cerebro está todo el tiempo esperando que salte el próximo tigre. No sé si me he convertido en domadora o si es que la meditación va haciendo efecto.
Siempre me ha pasado que, ante un momento alegre –o de esos que te hacen querer dar un abrazo a alguien para dar las gracias por lo bien que te sientes–, una nube se instala en mi cabeza cegando el sol de mi bienestar. En vez de dejarla pasar, siempre la he aprehendido y se ha quedado nublándolo todo.
El miedo a la felicidad lo consigue, con su voz fría: "No te acostumbres, que esto no va a durar y vas a sufrir". Sin embargo, desde hace un tiempo, y tras permitir que los pensamientos lleguen y pasen, se ha instalado en mí una verdad reveladora: todo es efímero, todo cambia y eso forma parte de la vida.
Desde que me he convertido en observadora de mis cambios de ánimo –o vaivenes del ánimo, como dice Manolo García–, de los cambios de color de las circunstancias y he llegado al convencimiento de que todo pasa, disfruto más. Ya no oigo una voz amenazante: es más bien un susurro que me recuerda que mi tristeza es pasajera, y mi alegría también, pero que en cualquier caso, ambas volverán, y se sucederán. Ya no es algo que he leído en un libro, ahora es una experiencia de vida.
Me encantaría ir a ese concurso, ser tan libre para gritar que soy feliz sin ningún miedo y ganarlo.
Ser infeliz parece ser atractivo o, por lo menos, al no despertar la envidia ajena, es como un refugio contra agresiones o un reclamo de "salvadores". No es una crítica: yo también caigo en esa trampa. Creo que tiene que ver con la educación y con El Valle de Lágrimas que nuestra existencia tiene que ser.
Sería bonito que, desde pequeños, nos enseñaran que la vida es un regalo, que hay que abrir y disfrutar, y que la felicidad es un derecho que viene por añadidura. ¿Cómo estar bien? El cerebro está todo el tiempo esperando que salte el próximo tigre. No sé si me he convertido en domadora o si es que la meditación va haciendo efecto.
Siempre me ha pasado que, ante un momento alegre –o de esos que te hacen querer dar un abrazo a alguien para dar las gracias por lo bien que te sientes–, una nube se instala en mi cabeza cegando el sol de mi bienestar. En vez de dejarla pasar, siempre la he aprehendido y se ha quedado nublándolo todo.
El miedo a la felicidad lo consigue, con su voz fría: "No te acostumbres, que esto no va a durar y vas a sufrir". Sin embargo, desde hace un tiempo, y tras permitir que los pensamientos lleguen y pasen, se ha instalado en mí una verdad reveladora: todo es efímero, todo cambia y eso forma parte de la vida.
Desde que me he convertido en observadora de mis cambios de ánimo –o vaivenes del ánimo, como dice Manolo García–, de los cambios de color de las circunstancias y he llegado al convencimiento de que todo pasa, disfruto más. Ya no oigo una voz amenazante: es más bien un susurro que me recuerda que mi tristeza es pasajera, y mi alegría también, pero que en cualquier caso, ambas volverán, y se sucederán. Ya no es algo que he leído en un libro, ahora es una experiencia de vida.
Me encantaría ir a ese concurso, ser tan libre para gritar que soy feliz sin ningún miedo y ganarlo.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ