Llevo unos días jugando a ser un Dios que vive en una nube y observa todo desde arriba. Es divertido. Cuando estoy abajo me tomo todo demasiado en serio. Hasta llego a creer que es real todo este teatro que es la vida. El gran teatro del mundo. A veces me creo tanto el papel que tengo que representar que llego a creer que soy yo misma y sufro. La realidad es que todo es polvo, incluidas las personas: todo puede desaparecer en cualquier momento.
Desde lo alto, el mundo, las ciudades, las casas y los humanos son solo un un juego de niños. Pero ese juego tiene un final: la muerte. Vivimos estresados, corremos hacia objetivos cambiantes, sentimos angustia, opresión... Postergamos los momentos importantes; trabajo, hipoteca y reconocimiento son los árboles que nos impiden adentrarnos en el bosque. Un bosque lleno de paz, de ahora, de puestas de sol con la boca abierta, de charlas sin móvil y sin reloj, de abrazos lentos, de besos suaves, de ojos sorprendidos ante el cambio de color de las hojas de un árbol, de olas hipnóticas.
Pero, a la vez, es un bosque vacío de perífrasis de obligación, de caretas para demostrar algo a gente que no te importa y ni siquiera respetas; de mañanas apocalípticos, de falso amor vestido de dependencia, de correr hacia ninguna parte cuando el fuego está dentro de la cabeza. De horas rumiadas.
Desde arriba lo veo todo con claridad: me han mentido, me han vendido una historia y yo me la he creído. La historia de la seguridad, del control, de perseguir ropa, coche... estabilidad. Me pone triste ser consciente y ver que me he convertido en una rata que solo se mueve por un laberinto cerrado y asfixiante.
Y estoy triste porque sé que la vida es más. Porque siento que los atardeceres se escapan sin que mis ojos los vean, porque no recuerdo cuándo fue la última vez que estuve sincronizada con el universo, cuándo mi mente se dejó caer en el sofá sin pensar en nada.
Quiero volver a ser esa principita que se asombra de todo, que se deja emocionar fácilmente, que lee en la playa hasta que las estrellas requieren su atención. Quiero volver a encontrarme conmigo misma y tener un idilio. Ir a comer a un sitio bonito, bailar bajo la lluvia, tararear mi canción favorita, hacerme una cena con velas y jazz. En definitiva, echo de menos vivir. Pero me da miedo bajar...
Desde lo alto, el mundo, las ciudades, las casas y los humanos son solo un un juego de niños. Pero ese juego tiene un final: la muerte. Vivimos estresados, corremos hacia objetivos cambiantes, sentimos angustia, opresión... Postergamos los momentos importantes; trabajo, hipoteca y reconocimiento son los árboles que nos impiden adentrarnos en el bosque. Un bosque lleno de paz, de ahora, de puestas de sol con la boca abierta, de charlas sin móvil y sin reloj, de abrazos lentos, de besos suaves, de ojos sorprendidos ante el cambio de color de las hojas de un árbol, de olas hipnóticas.
Pero, a la vez, es un bosque vacío de perífrasis de obligación, de caretas para demostrar algo a gente que no te importa y ni siquiera respetas; de mañanas apocalípticos, de falso amor vestido de dependencia, de correr hacia ninguna parte cuando el fuego está dentro de la cabeza. De horas rumiadas.
Desde arriba lo veo todo con claridad: me han mentido, me han vendido una historia y yo me la he creído. La historia de la seguridad, del control, de perseguir ropa, coche... estabilidad. Me pone triste ser consciente y ver que me he convertido en una rata que solo se mueve por un laberinto cerrado y asfixiante.
Y estoy triste porque sé que la vida es más. Porque siento que los atardeceres se escapan sin que mis ojos los vean, porque no recuerdo cuándo fue la última vez que estuve sincronizada con el universo, cuándo mi mente se dejó caer en el sofá sin pensar en nada.
Quiero volver a ser esa principita que se asombra de todo, que se deja emocionar fácilmente, que lee en la playa hasta que las estrellas requieren su atención. Quiero volver a encontrarme conmigo misma y tener un idilio. Ir a comer a un sitio bonito, bailar bajo la lluvia, tararear mi canción favorita, hacerme una cena con velas y jazz. En definitiva, echo de menos vivir. Pero me da miedo bajar...
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ