Está de actualidad, a causa de la denuncia presentada por la Asociación de Prensa de Madrid (APM) contra Podemos (partido emergente de izquierdas), la existencia de presuntas presiones y acoso a los que ejercen el periodismo, sobre todo a aquellos que se dedican a dar seguimiento mediático de los partidos políticos y de sus dirigentes.
Parece, por el revuelo levantado con el comunicado de la APM, que tales presiones suponen una novedad que se acaba de descubrir en el noble oficio de intentar contar a la gente lo que dicen y hacen –y, en algunos casos, ocultan– los que pretenden gobernarnos y las organizaciones políticas en que se apoyan. Y nada más lejos de la realidad. No son presuntas, son reales.
Los periodistas siempre han recibido presiones, más o menos sutiles, para que se limiten a trasladar lo que el emisor pretende decir, no para que hagan una valoración de las intenciones del emisor o de las claves de su mensaje. Para que no contextualicen.
Es, por tanto, una relación complicada de amor/odio en la que ambas partes –periodistas y políticos, en este caso– utilizan las armas a su alcance para obtener lo que buscan del otro, a partir de una mutua seducción hasta la más burda coacción, pero casi nunca desde la simple objetividad aséptica, si es que ello es posible. El abanico de presiones es amplísimo.
Lo complicado de esta relación es mantener el equilibrio justo entre la profesionalidad del periodista para obtener información y la capacidad interesada de las fuentes para controlar y administrar la información que facilitan.
De esa dependencia surge una relación simbiótica que, a veces, se sirve de presiones o pequeñas amenazas que cada cual ejerce en función de su fuerza o capacidad, al estilo de “si no me informas dejamos de cubrirte” o “si aludes a esto dejo de darte más información”. Esta es la forma más benigna y habitual de presionar.
Las hay más contundentes y a mayor nivel, a través de suscripciones, subvenciones, inversión publicitaria, licencias, ideario del medio, intereses económicos e ideológicos y hasta del entramado empresarial y accionarial que financia la mayoría de los medios de comunicación y que de alguna manera delimita su independencia, impidiéndole tirar piedras sobre su propio tejado.
Lo relevante del asunto, especialmente en relación con las presiones ordinarias, es valorar hasta qué punto es conveniente mantener ese pulso sin que la verdad sea mancillada, aun sabiendo que la verdad tiene múltiples caras. Es decir, saber hasta dónde mantener el juego sin perjudicar el derecho a la información ni “taponar” el flujo de datos y hechos que interesa y afecta a la sociedad.
Un juego que debe permitir la obtención de información y no la ocultación de hechos relevantes que tienen consecuencias para el conjunto de los ciudadanos y resultan imprescindibles para conformar la opinión pública. En definitiva, ser conscientes de un juego que es el día a día del periodismo. Entonces, ¿a qué viene tanto revuelo con las presiones?
Puede que de esta historia existan elementos no conocidos en tanto en cuanto la APM no ha querido presentar, esperando que se confíe solo en el prestigio de quien preside la entidad, ni las pruebas que le han aportado ni ha identificado a los periodistas que dicen sufrir esa campaña sistematizada de acoso personal y en las redes por parte de Podemos, de sus dirigentes y de personas próximas.
También puede que tanto revuelo se haya visto engordado por reacciones hipócritas de los que aprovechan cualquier oportunidad para el ajuste de cuentas entre competidores o entre organismos vitales para la salud democrática de una sociedad plural, como son los medios de comunicación y los partidos políticos.
Aún así, se trata de algo grave que conviene aclarar cuanto antes para evitar el descrédito y la desconfianza en instituciones básicas del sistema de convivencia democrático que están condenadas a relacionarse y entenderse, cumpliendo cada una de ellas su cometido, ya sea utilizando los medios legales para el acceso al poder o cuestionando permanentemente, con rigor y veracidad, los procedimientos empleados y el ejercicio de cualquier poder. Sin partidos políticos y sin medios de comunicación, ambos plurales y libres, podrá haber cualquier gobierno, pero no democrático. De ahí la gravedad de la denuncia de la APM.
Pero, no obstante, hay una cosa que llama poderosamente la atención. Si esas presiones fueron realmente insoportables y se excedieron de las cotidianas a las que se enfrentan cada día los periodistas, se echan de menos avisos o quejas previas a la denuncia corporativa de la asociación madrileña.
Faltan pistas o sospechas de lo que estaba sucediendo. Además –y quizás más significativo–, es clamoroso el silencio de las cabeceras en las que trabajan los denunciantes presionados. Destaca, especialmente, ese ensordecedor silencio de unos medios que han tolerado que se mediatice la labor de sus periodistas y se controle su capacidad informativa. Resulta, cuando menos, extraño.
Lo lógico sería que los reporteros hubieran comentado esas presiones a sus jefes de Redacción y estos a los directores, quienes, en función de la gravedad de las amenazas, deberían responder como suelen: verificando los hechos y haciendo pública denuncia de los obstáculos intolerables que se levantan contra el servicio público del periodismo como instrumento del derecho a la información de los ciudadanos. Máxime si esos obstáculos proceden de un partido nuevo que presume de no parecerse a la vieja “casta” política y que reniega de sus servidumbres con el “establishment” y sus tejemanejes con los medios.
Ahí habría un hecho noticioso que no pasaría inadvertido a los viejos zorros de las redacciones. Sin embargo, el silencio editorial y empresarial que ha prevalecido es elocuente en este asunto. Ni La Razón, El Mundo, ABC, El País u otras cabeceras de peso nacional han relatado recibir acoso por parte de Podemos. Solo El Periódico de Catalunya –según revela Jesús Maraña, miembro de la ejecutiva de APM, en el diario digital que dirige– ha cuestionado las presiones sufridas por sus redactores.
De ser así, sería de las pocas veces que la prensa renuncia a defender su libertad para ejercer sin cortapisas ajenas su labor. Ni en la dictadura con su férrea censura, sabiendo leer entre líneas, se doblegaba la prensa no adicta al régimen a la voluntad absoluta del poder. Siempre encontraba medios para sortearla y dejarla en evidencia, aunque sufriera multas y suspensiones temporales de publicación.
¿Qué intereses existen hoy para amoldarse a la conveniencia de nadie? ¿Qué necesidad tiene ningún partido de recurrir a recursos tan manidos e imprevisibles de domesticación de los medios? Alguien debería darnos alguna explicación sobre el maridaje de los partidos con los medios de comunicación, sin escamotear el asunto con una denuncia inconcreta en la APM o aconsejando profesoralmente que se acuda a los tribunales en caso de ser víctima de un delito.
Parece, por el revuelo levantado con el comunicado de la APM, que tales presiones suponen una novedad que se acaba de descubrir en el noble oficio de intentar contar a la gente lo que dicen y hacen –y, en algunos casos, ocultan– los que pretenden gobernarnos y las organizaciones políticas en que se apoyan. Y nada más lejos de la realidad. No son presuntas, son reales.
Los periodistas siempre han recibido presiones, más o menos sutiles, para que se limiten a trasladar lo que el emisor pretende decir, no para que hagan una valoración de las intenciones del emisor o de las claves de su mensaje. Para que no contextualicen.
Es, por tanto, una relación complicada de amor/odio en la que ambas partes –periodistas y políticos, en este caso– utilizan las armas a su alcance para obtener lo que buscan del otro, a partir de una mutua seducción hasta la más burda coacción, pero casi nunca desde la simple objetividad aséptica, si es que ello es posible. El abanico de presiones es amplísimo.
Lo complicado de esta relación es mantener el equilibrio justo entre la profesionalidad del periodista para obtener información y la capacidad interesada de las fuentes para controlar y administrar la información que facilitan.
De esa dependencia surge una relación simbiótica que, a veces, se sirve de presiones o pequeñas amenazas que cada cual ejerce en función de su fuerza o capacidad, al estilo de “si no me informas dejamos de cubrirte” o “si aludes a esto dejo de darte más información”. Esta es la forma más benigna y habitual de presionar.
Las hay más contundentes y a mayor nivel, a través de suscripciones, subvenciones, inversión publicitaria, licencias, ideario del medio, intereses económicos e ideológicos y hasta del entramado empresarial y accionarial que financia la mayoría de los medios de comunicación y que de alguna manera delimita su independencia, impidiéndole tirar piedras sobre su propio tejado.
Lo relevante del asunto, especialmente en relación con las presiones ordinarias, es valorar hasta qué punto es conveniente mantener ese pulso sin que la verdad sea mancillada, aun sabiendo que la verdad tiene múltiples caras. Es decir, saber hasta dónde mantener el juego sin perjudicar el derecho a la información ni “taponar” el flujo de datos y hechos que interesa y afecta a la sociedad.
Un juego que debe permitir la obtención de información y no la ocultación de hechos relevantes que tienen consecuencias para el conjunto de los ciudadanos y resultan imprescindibles para conformar la opinión pública. En definitiva, ser conscientes de un juego que es el día a día del periodismo. Entonces, ¿a qué viene tanto revuelo con las presiones?
Puede que de esta historia existan elementos no conocidos en tanto en cuanto la APM no ha querido presentar, esperando que se confíe solo en el prestigio de quien preside la entidad, ni las pruebas que le han aportado ni ha identificado a los periodistas que dicen sufrir esa campaña sistematizada de acoso personal y en las redes por parte de Podemos, de sus dirigentes y de personas próximas.
También puede que tanto revuelo se haya visto engordado por reacciones hipócritas de los que aprovechan cualquier oportunidad para el ajuste de cuentas entre competidores o entre organismos vitales para la salud democrática de una sociedad plural, como son los medios de comunicación y los partidos políticos.
Aún así, se trata de algo grave que conviene aclarar cuanto antes para evitar el descrédito y la desconfianza en instituciones básicas del sistema de convivencia democrático que están condenadas a relacionarse y entenderse, cumpliendo cada una de ellas su cometido, ya sea utilizando los medios legales para el acceso al poder o cuestionando permanentemente, con rigor y veracidad, los procedimientos empleados y el ejercicio de cualquier poder. Sin partidos políticos y sin medios de comunicación, ambos plurales y libres, podrá haber cualquier gobierno, pero no democrático. De ahí la gravedad de la denuncia de la APM.
Pero, no obstante, hay una cosa que llama poderosamente la atención. Si esas presiones fueron realmente insoportables y se excedieron de las cotidianas a las que se enfrentan cada día los periodistas, se echan de menos avisos o quejas previas a la denuncia corporativa de la asociación madrileña.
Faltan pistas o sospechas de lo que estaba sucediendo. Además –y quizás más significativo–, es clamoroso el silencio de las cabeceras en las que trabajan los denunciantes presionados. Destaca, especialmente, ese ensordecedor silencio de unos medios que han tolerado que se mediatice la labor de sus periodistas y se controle su capacidad informativa. Resulta, cuando menos, extraño.
Lo lógico sería que los reporteros hubieran comentado esas presiones a sus jefes de Redacción y estos a los directores, quienes, en función de la gravedad de las amenazas, deberían responder como suelen: verificando los hechos y haciendo pública denuncia de los obstáculos intolerables que se levantan contra el servicio público del periodismo como instrumento del derecho a la información de los ciudadanos. Máxime si esos obstáculos proceden de un partido nuevo que presume de no parecerse a la vieja “casta” política y que reniega de sus servidumbres con el “establishment” y sus tejemanejes con los medios.
Ahí habría un hecho noticioso que no pasaría inadvertido a los viejos zorros de las redacciones. Sin embargo, el silencio editorial y empresarial que ha prevalecido es elocuente en este asunto. Ni La Razón, El Mundo, ABC, El País u otras cabeceras de peso nacional han relatado recibir acoso por parte de Podemos. Solo El Periódico de Catalunya –según revela Jesús Maraña, miembro de la ejecutiva de APM, en el diario digital que dirige– ha cuestionado las presiones sufridas por sus redactores.
De ser así, sería de las pocas veces que la prensa renuncia a defender su libertad para ejercer sin cortapisas ajenas su labor. Ni en la dictadura con su férrea censura, sabiendo leer entre líneas, se doblegaba la prensa no adicta al régimen a la voluntad absoluta del poder. Siempre encontraba medios para sortearla y dejarla en evidencia, aunque sufriera multas y suspensiones temporales de publicación.
¿Qué intereses existen hoy para amoldarse a la conveniencia de nadie? ¿Qué necesidad tiene ningún partido de recurrir a recursos tan manidos e imprevisibles de domesticación de los medios? Alguien debería darnos alguna explicación sobre el maridaje de los partidos con los medios de comunicación, sin escamotear el asunto con una denuncia inconcreta en la APM o aconsejando profesoralmente que se acuda a los tribunales en caso de ser víctima de un delito.
DANIEL GUERRERO