Amelia se desnudaba todas las noches delante de la ventana de su vecino. La ventana se encontraba al otro lado del patio, frente a su habitación. Nunca la vio abierta. Jamás oyó la voz de su vecino. Pero ella sabía que él estaba ahí mirándola, deseándola. Era un admirador secreto.
Cada noche, antes de irse a dormir, se repetía la misma historia. El ritual era invariable. Iba quitándose la ropa muy despacio hasta quedar totalmente desnuda. Mirándose al espejo y controlando el ojo de aquella ventana, el ojo de aquel extraño que se ocultaba tras las persianas bajadas.
Cumpliendo con los minutos más placenteros del día, Amelia se desvestía y disfrutaba pensando en él. Se imaginaba sus manos fuertes y sus dedos fibrosos como los de la estatua de Laocoonte, aquella figura mítica, el troyano que no pudo salvar a su ciudad del asalto aqueo.
Mientras se quitaba la ropa fantaseaba con su enamorado misterioso. Quizá él sería amante de caricias y de besos tiernos. A veces creyó verlo entre las rendijas de la persiana semicerrada. Ella siempre pensó que era un hombre muy tímido, por eso no daba la cara. De hecho, la única prueba de vida que había en esa casa eran las canciones desafinadas que se escuchaban de la asistenta que venía de vez en cuando a limpiar.
Amelia jamás vio el rostro del desconocido que imaginaba.
Nunca faltó a la cita. Entre las ranuras de la persiana parecía adivinar la silueta de su hombre. Sabía que él estaba allí, disfrutando del gran espectáculo de su cuerpo.
Amelia esperaba cada día con anhelo el encuentro nocturno con aquella ventana. Estaba segura de que al final de cada noche él celebraba la visión tocándose, imaginando que la estrechaba contra su cuerpo, acariciando su piel y sus labios carnosos, sedosos e inalcanzables.
En muchas ocasiones le parecía oír un leve jadeo al otro lado de la ventana. Entonces ella se acariciaba entre las piernas su tesoro más preciado. Deseando tener los dedos de su apasionado ahí, en el corazón de su esperanza. Los dedos de Laocoonte regalándole el placer prohibido. Sentía la respiración de su amante cerca, muy cerca.
Era entonces cuando ella se abandonaba a sus sueños. Tras la convulsión de un goce sin límites llegaba el silencio. Un mutismo cómplice y afable. Después, se quedaba dormida entre la soledad de sus sábanas, que eran su única compañía.
Amelia estuvo con hombres, pero nunca fue feliz. Los mejores momentos los reservaba para ese amante sin rostro y sin olores. Amelia no tuvo ninguna relación seria porque siempre quiso al vecino. Estuvo años esperándolo, buscando en el tiempo a ese extraño que ya formaba parte de ella.
Sabía que en algún momento la ventana se abriría y su enamorado secreto reclamaría todos aquellos años perdidos. Un buen día pensó que la espera había terminado. Amelia vio la ventana de su vecino totalmente abierta.
La casa estaba vacía y las paredes parecían abandonadas al moho y a la humedad. Ella no podía hacerse a la idea. Era imposible que su hombre la hubiera abandonado sin avisar, sin darle una señal.
En aquella habitación había una mujer de pie. Acompañaba a una pareja de jóvenes que parecían muy enamorados. Hablaban y el eco de la estancia vacía hacía de amplificador de sus voces.
Se acercó para oír mejor la conversación. La señora era una vendedora inmobiliaria. Ellos, posibles clientes. “Tienen que comprarla ahora porque el fisco la va a embargar. Lleva vacía muchos años, casi 50 años” dijo la mujer.
Aquellas fueron las últimas palabras que quiso oír Amelia al descubrir que la casa nunca estuvo habitada. Que su vecino era un amante inventado. No existía.
Ella quería a su hombre vivo, real, tangible, lo quería de carne y hueso, mirándola, deseándola. No podía ser… ¿O quizá si? Su vecino existe y seguramente ha tenido que salir, pero volverá…
Quiso gritar pero el sonido se atascó en su garganta, quiso llorar pero sus ojos estaban resecos por el tiempo. Necesitaba a su amado, a ese extraño que le brindó tantas noches maravillosas, de orgasmos solitarios.
Quiso matar a esa vendedora que no paraba de hablar con palabras sucias, vacías y huecas. Esa mujer que con sus vulgares formas estaba molestando el sueño eterno de su vecino, de su querido enamorado ausente.
Fue cuando les insultó desde el otro lado, y los amenazó, y los mandó callar. Cuando aquellos visitantes tan inoportunos se fueron medio asustados, Amelia se quedó allí, mirando a la ventana, a esa habitación vacía.
La noche se cernió sobre sus dudas, cayó con todo el peso, con todos sus miedos. Pero Amelia seguía viva, quería sentir y respirar. Por eso, a la hora de desnudarse, lo hizo igual que siempre. Delante del espejo. Esperando como cada noche la mirada de la ventana, que ahora estaba abierta, de par en par.
Cada noche, antes de irse a dormir, se repetía la misma historia. El ritual era invariable. Iba quitándose la ropa muy despacio hasta quedar totalmente desnuda. Mirándose al espejo y controlando el ojo de aquella ventana, el ojo de aquel extraño que se ocultaba tras las persianas bajadas.
Cumpliendo con los minutos más placenteros del día, Amelia se desvestía y disfrutaba pensando en él. Se imaginaba sus manos fuertes y sus dedos fibrosos como los de la estatua de Laocoonte, aquella figura mítica, el troyano que no pudo salvar a su ciudad del asalto aqueo.
Mientras se quitaba la ropa fantaseaba con su enamorado misterioso. Quizá él sería amante de caricias y de besos tiernos. A veces creyó verlo entre las rendijas de la persiana semicerrada. Ella siempre pensó que era un hombre muy tímido, por eso no daba la cara. De hecho, la única prueba de vida que había en esa casa eran las canciones desafinadas que se escuchaban de la asistenta que venía de vez en cuando a limpiar.
Amelia jamás vio el rostro del desconocido que imaginaba.
Nunca faltó a la cita. Entre las ranuras de la persiana parecía adivinar la silueta de su hombre. Sabía que él estaba allí, disfrutando del gran espectáculo de su cuerpo.
Amelia esperaba cada día con anhelo el encuentro nocturno con aquella ventana. Estaba segura de que al final de cada noche él celebraba la visión tocándose, imaginando que la estrechaba contra su cuerpo, acariciando su piel y sus labios carnosos, sedosos e inalcanzables.
En muchas ocasiones le parecía oír un leve jadeo al otro lado de la ventana. Entonces ella se acariciaba entre las piernas su tesoro más preciado. Deseando tener los dedos de su apasionado ahí, en el corazón de su esperanza. Los dedos de Laocoonte regalándole el placer prohibido. Sentía la respiración de su amante cerca, muy cerca.
Era entonces cuando ella se abandonaba a sus sueños. Tras la convulsión de un goce sin límites llegaba el silencio. Un mutismo cómplice y afable. Después, se quedaba dormida entre la soledad de sus sábanas, que eran su única compañía.
Amelia estuvo con hombres, pero nunca fue feliz. Los mejores momentos los reservaba para ese amante sin rostro y sin olores. Amelia no tuvo ninguna relación seria porque siempre quiso al vecino. Estuvo años esperándolo, buscando en el tiempo a ese extraño que ya formaba parte de ella.
Sabía que en algún momento la ventana se abriría y su enamorado secreto reclamaría todos aquellos años perdidos. Un buen día pensó que la espera había terminado. Amelia vio la ventana de su vecino totalmente abierta.
La casa estaba vacía y las paredes parecían abandonadas al moho y a la humedad. Ella no podía hacerse a la idea. Era imposible que su hombre la hubiera abandonado sin avisar, sin darle una señal.
En aquella habitación había una mujer de pie. Acompañaba a una pareja de jóvenes que parecían muy enamorados. Hablaban y el eco de la estancia vacía hacía de amplificador de sus voces.
Se acercó para oír mejor la conversación. La señora era una vendedora inmobiliaria. Ellos, posibles clientes. “Tienen que comprarla ahora porque el fisco la va a embargar. Lleva vacía muchos años, casi 50 años” dijo la mujer.
Aquellas fueron las últimas palabras que quiso oír Amelia al descubrir que la casa nunca estuvo habitada. Que su vecino era un amante inventado. No existía.
Ella quería a su hombre vivo, real, tangible, lo quería de carne y hueso, mirándola, deseándola. No podía ser… ¿O quizá si? Su vecino existe y seguramente ha tenido que salir, pero volverá…
Quiso gritar pero el sonido se atascó en su garganta, quiso llorar pero sus ojos estaban resecos por el tiempo. Necesitaba a su amado, a ese extraño que le brindó tantas noches maravillosas, de orgasmos solitarios.
Quiso matar a esa vendedora que no paraba de hablar con palabras sucias, vacías y huecas. Esa mujer que con sus vulgares formas estaba molestando el sueño eterno de su vecino, de su querido enamorado ausente.
Fue cuando les insultó desde el otro lado, y los amenazó, y los mandó callar. Cuando aquellos visitantes tan inoportunos se fueron medio asustados, Amelia se quedó allí, mirando a la ventana, a esa habitación vacía.
La noche se cernió sobre sus dudas, cayó con todo el peso, con todos sus miedos. Pero Amelia seguía viva, quería sentir y respirar. Por eso, a la hora de desnudarse, lo hizo igual que siempre. Delante del espejo. Esperando como cada noche la mirada de la ventana, que ahora estaba abierta, de par en par.
GONZALO PÉREZ PONFERRADA