Hoy he conseguido escapar del estrés, del ahogo, de la asfixia. En cuanto fui consciente de que mi corazón se encogía y en mi pecho se formaba un cráter que amenazaba con engullirme, he salido volando. Desempolvé mis alas mágicas y crucé la espesura de árboles que separa el mundo mental –lleno de voces que gritan y exigen– del mundo multicolor en que todo es posible. Pude atravesar la frontera sin problemas porque me di permiso para ser libre y soñar despierta.
Mis alas tornasol me llevaron a un sitio parecido al hogar de Maléfica. Las hadas volaban y cantaban dulces melodías que expandían el corazón y relajaban el cuerpo. Había un lago de color púrpura donde un unicornio blanco y de cuerno dorado saboreaba un agua dulce mientras sonreía de placer. Era delicioso mirarlo.
Los altos árboles vestían guirnaldas de flores claras y brillantes, el aire era ligero como el sueño de una tarde de verano. El sol bailaba un danza tranquila mientras cuidaba con sus rayos-brazos de todas las criaturitas que vivían en aquella tierra. Animales de colores corrían y se divertían sin dejar huellas. Todos estaban suspendidos en una atmósfera de paz y armonía.
La altura de mi vuelo me permitió poder disfrutar de toda aquella tranquila belleza. Subir y bajar de cabeza, dar vueltas, reír con desenfreno, moverme sin control y sin guión, no había limites, ni siguiente escena, ni un camino para seguir: solo dejarme llevar por la felicidad de no estar atada a un horario y a unas reglas. No sentía miedo, solo esa expansión total que da la alegría. Había una música dentro de mí, hecha para mí, que me regalaba una sensación de ingravidez permanente. No tenía que...
Descubrí que yo allí tenía un hogar, mi hogar verdadero. Había una casita de madera que un árbol había hecho para mí con un trozo de una de sus ramas. Era pequeñita y acogedora, con ventanas por las que el sol me podía acariciar. Me colé por una de ellas. Mis ventanas siempre estaban abiertas.
Me senté en una diminuta mecedora de color rosa desde donde podía observar toda la belleza de aquel mundo creado a mi medida. Y allí estuve un tiempo que no sabría medir balanceándome y comiendo paz y armonía con mis ojos, mientras notaba cómo el aire juguetón se escondía en mi pulmones para, al segundo, volverse a escapar.
No sé cuánto duró. Lo que sí recuerdo es que abrí los ojos y el mundo que me rodeaba era más brillante... Bajé del metro y fui a buscar a los niños.
Mis alas tornasol me llevaron a un sitio parecido al hogar de Maléfica. Las hadas volaban y cantaban dulces melodías que expandían el corazón y relajaban el cuerpo. Había un lago de color púrpura donde un unicornio blanco y de cuerno dorado saboreaba un agua dulce mientras sonreía de placer. Era delicioso mirarlo.
Los altos árboles vestían guirnaldas de flores claras y brillantes, el aire era ligero como el sueño de una tarde de verano. El sol bailaba un danza tranquila mientras cuidaba con sus rayos-brazos de todas las criaturitas que vivían en aquella tierra. Animales de colores corrían y se divertían sin dejar huellas. Todos estaban suspendidos en una atmósfera de paz y armonía.
La altura de mi vuelo me permitió poder disfrutar de toda aquella tranquila belleza. Subir y bajar de cabeza, dar vueltas, reír con desenfreno, moverme sin control y sin guión, no había limites, ni siguiente escena, ni un camino para seguir: solo dejarme llevar por la felicidad de no estar atada a un horario y a unas reglas. No sentía miedo, solo esa expansión total que da la alegría. Había una música dentro de mí, hecha para mí, que me regalaba una sensación de ingravidez permanente. No tenía que...
Descubrí que yo allí tenía un hogar, mi hogar verdadero. Había una casita de madera que un árbol había hecho para mí con un trozo de una de sus ramas. Era pequeñita y acogedora, con ventanas por las que el sol me podía acariciar. Me colé por una de ellas. Mis ventanas siempre estaban abiertas.
Me senté en una diminuta mecedora de color rosa desde donde podía observar toda la belleza de aquel mundo creado a mi medida. Y allí estuve un tiempo que no sabría medir balanceándome y comiendo paz y armonía con mis ojos, mientras notaba cómo el aire juguetón se escondía en mi pulmones para, al segundo, volverse a escapar.
No sé cuánto duró. Lo que sí recuerdo es que abrí los ojos y el mundo que me rodeaba era más brillante... Bajé del metro y fui a buscar a los niños.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ