El año que acaba de finalizar no merece otra cosa más que el olvido. Un año desperdiciado en actitudes estériles o regresivas que sería preferible olvidar si no fuera porque olvidar lo malo nos predispone a repetirlo o a recrear el pasado de manera idílica, recordando sólo lo bueno (de ahí que cualquier tiempo pasado nos parezca mejor). Por eso es imposible –y desaconsejable– olvidar 2016, aunque lo deseemos ardientemente.
Fue un año frustrante a escala internacional y también nacional, ámbitos en los que todo aquello que podía salir mal se consumó, y lo que podía resultar bueno, en buena parte se malogró. Bastan dos ejemplos para resumirlo: en España, Rajoy, el presidente de los recortes económicos y del partido imputado por corrupción, intentaba revalidar la presidencia del Gobierno y lo consiguió. En EE UU, Trump, el impresentable demagogo de ultraderecha que aspiraba llegar a la Casa Blanca, también lo logró.
Ambos personajes se impusieron contra todo pronóstico –y toda lógica– en sus respectivos países. Sólo por ello, el año que acabamos de despedir ha parecido una pesadilla, una pesadilla que se ha hecho, desgraciadamente, realidad. Pero hay más.
Las guerras y la violencia siguen campando por el mundo: Libia, Yemen, Afganistán, Irak, Sudán del Sur, Burundi, Ucrania... Siria, tablero en el que se disputa con bombas una partida de geoestrategia a varios niveles, muestra hasta qué punto un dictador es capaz de aferrarse al poder masacrando a su población, una gran potencia contribuye activamente a su permanencia, facciones islamistas se enfrentan encarnizadamente entre ellas, naciones vecinas se involucran para afianzar influencia o debilitar a adversarios, las grandes potencias prueban nuevas armas y entrenan a sus ejércitos, y los que abastecen de munición y armamento a todos los bandos hacen su agosto a través de la venta legal o del tráfico ilegal más descarado.
Ese es el escenario donde el Daesh, enemigo de todos y relevo de Al-Qaeda como organización responsable del terrorismo internacional de inspiración islamista y fanática, causa la destrucción e instala la muerte en su afán de proclamar un supuesto Estado Islámico, desde el que adoctrina a musulmanes desarraigados y descerebrados para que atenten en los países occidentales que los han acogido o, incluso, han nacido.
Víctimas inocentes de esta locura, centenares de miles de refugiados que huyen de la barbarie, el hambre y la muerte, se juegan la vida en una travesía por países inhóspitos que los rechazan o aventurándose en frágiles embarcaciones por mar hacia una Europa que no sabe cómo enfrentarse a la mayor crisis migratoria que sufre el continente y que pone en cuestión aquellos valores que supuestamente figuraban esculpidos en el frontispicio de nuestras democracias: igualdad, justicia y dignidad.
El terror se ceba sobre ellos fundamentalmente, pero también, cual metástasis, intenta infectar nuestras sociedades con aislados fanáticos lunáticos, valga la redundancia, que atentan cuando pueden y como pueden en busca de hacer el mayor daño y miedo posible. Charlie Hebdo, Londres, Bataclán, Niza, Bruselas, Berlín y tantos otros lugares ponen nombre a sus acciones descabelladas por asesinar indiscriminadamente a ciudadanos tan inocentes como los que huyen y emigran buscando refugio.
Pero si grave son las muertes que provocan, también lo es la reacción de desconfianza e inseguridad que generan en Europa y que es utilizada por populistas de derechas e izquierdas que incitan el racismo y la xenofobia, como instrumento tremendamente eficaz, para alcanzar el poder, desmantelar conquistas sociales y culpar a los “otros” de todos nuestros males y problemas.
Así, de criminalizar a los inmigrantes a culpabilizar a los vecinos europeos, va sólo un paso, el que ha dado Inglaterra con el portazo del Brexit, de consecuencias aun desconocidas. De aquellos Estados Unidos de Europa en que queríamos integrarnos a levantar vallas y muros intracontinentales, poniendo fronteras contra el Espacio Schengen que nos permitía la libertad de movimientos, sólo han hecho falta el miedo, la desconfianza y unos agitadores del nacionalismo más rancio y egoísta que aprovechan este río revuelto para destruir nuestros logros.
Un proyecto, el de la Unión Europea, hecho añicos por esa inseguridad que los terroristas han logrado inocularnos hasta hacernos renunciar a nuestros ideales y valores, los que se basan en los Derechos Humanos y hacen posible la Democracia.
Esta manipulación del miedo es la misma que ha usado el candidato Donald Trump para lograr el ticket hacia la Casa Blanca, acusando a los mexicanos de ser violadores y asesinos, pavoneándose de su machismo para asegurar que un hombre poderoso puede manosear a cuantas mujeres quiera y prometiendo unos Estados Unidos más poderosos, renegando de la globalización y atrincherándose en un proteccionismo comercial y económico.
Lo más curioso del éxito del candidato republicano es su vinculación, con trama de espionaje incluida, con el presidente ruso, Vladimir Putin, relación impensable en ese país en tiempos del “inquisidor” McCarthy, senador también republicano que impulsó una infame persecución contra todo lo que oliera a comunismo, hazaña conocida como “caza de brujas”.
Ideológicamente ubicado en la ultraderecha; multimillonario con intereses empresariales que provocarán conflictos en su labor presidencial (¿impulsará leyes que perjudiquen sus negocios?); ilustrado del Reader's Digest que niega el cambio climático y piensa actuar en consecuencia, contaminando todo lo que favorezca el comercio; estadista de barrio que se deja influir por quien admira por su determinación autoritaria, como Putin o Netanhayu; racista hasta para el uso de champú y sectario clasista como para revocar la tímida protección sanitaria de Obama que extendía su cobertura a los humildes que no pueden permitirse un seguro médico privado.
Así es el nuevo comandante en jefe de la nación más poderosa de la Tierra, un Donald Trump recién elegido por sus conciudadanos norteamericanos, incluso por los que deberían temerle, mujeres, negros, hispanos y pobres que no tienen ni para el médico, pero se creen sus recetas simplistas de hacer de nuevo a América grande: Make América great again. Un simple eslogan que ha movilizado a las masas hasta hacer realidad la mayor amenaza del mundo para la libertad, la paz y la justicia en las relaciones internacionales.
A escala local, 2016 también fue nefasto para un país como España que desperdició el año sin formar gobierno y, por tanto, posponiendo medidas e iniciativas imprescindibles para el interés general. Las inevitables negociaciones para lograr un pacto que permitiera la formación de gobierno, entre fuerzas políticas minoritarias condenadas a entenderse, no supieron priorizar el interés general a los intereses partidistas, obligando a repetir las elecciones y a punto de convocarlas por tercera vez.
Ello ha debilitado un sistema político en que los partidos han dejado de ser instrumentos útiles para la participación ciudadana y han provocado la desafección social hacia ellos. Esa falta de altura política y las divergencias internas para establecer objetivos plausibles que ilusionen a los ciudadanos han ocasionado que se produzcan divisiones y fracturas en estas organizaciones políticas.
El PSOE forzó la dimisión de su secretario general para poder permitir, con su abstención, la formación de gobierno. Podemos, un partido emergente, se halla en medio de un debate que enfrenta a sus dos principales líderes en un pulso que amenaza con ruptura. Y el PP, aunque mantiene las riendas del Gobierno, se ve inmerso en permanente revisión de sus políticas a causa de los pactos que le permiten gobernar, pero que enervan a los acérrimos defensores de las esencias que velan por la pureza ideológica de la formación.
Ello es lo que ha llevado al presidente de honor de la formación, el expresidente José María Aznar, a renunciar a ese cargo honorífico para poder cuestionar con libertad, sin importarle ser tachado de deslealtad, a su propio partido y al líder que designó personalmente para dirigirlo.
Le duele que su partido, imputado por financiación ilegal y cercado por la corrupción, no defienda con más ahínco a viejas glorias, ahora imputadas, como la exalcaldesa de Valencia, Rita Barberá, fallecida a causa de un infarto cardíaco en medio del proceso judicial. No entiende que los nuevos tiempos exigen políticas más transparentes y honestas, no un corporativismo al estilo mafioso.
Mientras ello sucede en las alturas, la gente sigue viviendo como puede, consiguiendo, al menos, trabajos precarios, en condiciones precarias y con sueldos igualmente precarios. Es la famosa recuperación de la que alardean los que venden humo. Y se entristece con la muerte de las figuras que le entretuvieron y le ayudaron a soportar esta existencia, como Leornard Cohen, Manolo Tena, David Bowie, Prince, Juan Meneses, George Michael, Juan Peña “El Lebrijano”, Imre Kertész, Umberto Eco y tantos otros. Definitivamente, 2016 es un año para olvidar.
Fue un año frustrante a escala internacional y también nacional, ámbitos en los que todo aquello que podía salir mal se consumó, y lo que podía resultar bueno, en buena parte se malogró. Bastan dos ejemplos para resumirlo: en España, Rajoy, el presidente de los recortes económicos y del partido imputado por corrupción, intentaba revalidar la presidencia del Gobierno y lo consiguió. En EE UU, Trump, el impresentable demagogo de ultraderecha que aspiraba llegar a la Casa Blanca, también lo logró.
Ambos personajes se impusieron contra todo pronóstico –y toda lógica– en sus respectivos países. Sólo por ello, el año que acabamos de despedir ha parecido una pesadilla, una pesadilla que se ha hecho, desgraciadamente, realidad. Pero hay más.
Las guerras y la violencia siguen campando por el mundo: Libia, Yemen, Afganistán, Irak, Sudán del Sur, Burundi, Ucrania... Siria, tablero en el que se disputa con bombas una partida de geoestrategia a varios niveles, muestra hasta qué punto un dictador es capaz de aferrarse al poder masacrando a su población, una gran potencia contribuye activamente a su permanencia, facciones islamistas se enfrentan encarnizadamente entre ellas, naciones vecinas se involucran para afianzar influencia o debilitar a adversarios, las grandes potencias prueban nuevas armas y entrenan a sus ejércitos, y los que abastecen de munición y armamento a todos los bandos hacen su agosto a través de la venta legal o del tráfico ilegal más descarado.
Ese es el escenario donde el Daesh, enemigo de todos y relevo de Al-Qaeda como organización responsable del terrorismo internacional de inspiración islamista y fanática, causa la destrucción e instala la muerte en su afán de proclamar un supuesto Estado Islámico, desde el que adoctrina a musulmanes desarraigados y descerebrados para que atenten en los países occidentales que los han acogido o, incluso, han nacido.
Víctimas inocentes de esta locura, centenares de miles de refugiados que huyen de la barbarie, el hambre y la muerte, se juegan la vida en una travesía por países inhóspitos que los rechazan o aventurándose en frágiles embarcaciones por mar hacia una Europa que no sabe cómo enfrentarse a la mayor crisis migratoria que sufre el continente y que pone en cuestión aquellos valores que supuestamente figuraban esculpidos en el frontispicio de nuestras democracias: igualdad, justicia y dignidad.
El terror se ceba sobre ellos fundamentalmente, pero también, cual metástasis, intenta infectar nuestras sociedades con aislados fanáticos lunáticos, valga la redundancia, que atentan cuando pueden y como pueden en busca de hacer el mayor daño y miedo posible. Charlie Hebdo, Londres, Bataclán, Niza, Bruselas, Berlín y tantos otros lugares ponen nombre a sus acciones descabelladas por asesinar indiscriminadamente a ciudadanos tan inocentes como los que huyen y emigran buscando refugio.
Pero si grave son las muertes que provocan, también lo es la reacción de desconfianza e inseguridad que generan en Europa y que es utilizada por populistas de derechas e izquierdas que incitan el racismo y la xenofobia, como instrumento tremendamente eficaz, para alcanzar el poder, desmantelar conquistas sociales y culpar a los “otros” de todos nuestros males y problemas.
Así, de criminalizar a los inmigrantes a culpabilizar a los vecinos europeos, va sólo un paso, el que ha dado Inglaterra con el portazo del Brexit, de consecuencias aun desconocidas. De aquellos Estados Unidos de Europa en que queríamos integrarnos a levantar vallas y muros intracontinentales, poniendo fronteras contra el Espacio Schengen que nos permitía la libertad de movimientos, sólo han hecho falta el miedo, la desconfianza y unos agitadores del nacionalismo más rancio y egoísta que aprovechan este río revuelto para destruir nuestros logros.
Un proyecto, el de la Unión Europea, hecho añicos por esa inseguridad que los terroristas han logrado inocularnos hasta hacernos renunciar a nuestros ideales y valores, los que se basan en los Derechos Humanos y hacen posible la Democracia.
Esta manipulación del miedo es la misma que ha usado el candidato Donald Trump para lograr el ticket hacia la Casa Blanca, acusando a los mexicanos de ser violadores y asesinos, pavoneándose de su machismo para asegurar que un hombre poderoso puede manosear a cuantas mujeres quiera y prometiendo unos Estados Unidos más poderosos, renegando de la globalización y atrincherándose en un proteccionismo comercial y económico.
Lo más curioso del éxito del candidato republicano es su vinculación, con trama de espionaje incluida, con el presidente ruso, Vladimir Putin, relación impensable en ese país en tiempos del “inquisidor” McCarthy, senador también republicano que impulsó una infame persecución contra todo lo que oliera a comunismo, hazaña conocida como “caza de brujas”.
Ideológicamente ubicado en la ultraderecha; multimillonario con intereses empresariales que provocarán conflictos en su labor presidencial (¿impulsará leyes que perjudiquen sus negocios?); ilustrado del Reader's Digest que niega el cambio climático y piensa actuar en consecuencia, contaminando todo lo que favorezca el comercio; estadista de barrio que se deja influir por quien admira por su determinación autoritaria, como Putin o Netanhayu; racista hasta para el uso de champú y sectario clasista como para revocar la tímida protección sanitaria de Obama que extendía su cobertura a los humildes que no pueden permitirse un seguro médico privado.
Así es el nuevo comandante en jefe de la nación más poderosa de la Tierra, un Donald Trump recién elegido por sus conciudadanos norteamericanos, incluso por los que deberían temerle, mujeres, negros, hispanos y pobres que no tienen ni para el médico, pero se creen sus recetas simplistas de hacer de nuevo a América grande: Make América great again. Un simple eslogan que ha movilizado a las masas hasta hacer realidad la mayor amenaza del mundo para la libertad, la paz y la justicia en las relaciones internacionales.
A escala local, 2016 también fue nefasto para un país como España que desperdició el año sin formar gobierno y, por tanto, posponiendo medidas e iniciativas imprescindibles para el interés general. Las inevitables negociaciones para lograr un pacto que permitiera la formación de gobierno, entre fuerzas políticas minoritarias condenadas a entenderse, no supieron priorizar el interés general a los intereses partidistas, obligando a repetir las elecciones y a punto de convocarlas por tercera vez.
Ello ha debilitado un sistema político en que los partidos han dejado de ser instrumentos útiles para la participación ciudadana y han provocado la desafección social hacia ellos. Esa falta de altura política y las divergencias internas para establecer objetivos plausibles que ilusionen a los ciudadanos han ocasionado que se produzcan divisiones y fracturas en estas organizaciones políticas.
El PSOE forzó la dimisión de su secretario general para poder permitir, con su abstención, la formación de gobierno. Podemos, un partido emergente, se halla en medio de un debate que enfrenta a sus dos principales líderes en un pulso que amenaza con ruptura. Y el PP, aunque mantiene las riendas del Gobierno, se ve inmerso en permanente revisión de sus políticas a causa de los pactos que le permiten gobernar, pero que enervan a los acérrimos defensores de las esencias que velan por la pureza ideológica de la formación.
Ello es lo que ha llevado al presidente de honor de la formación, el expresidente José María Aznar, a renunciar a ese cargo honorífico para poder cuestionar con libertad, sin importarle ser tachado de deslealtad, a su propio partido y al líder que designó personalmente para dirigirlo.
Le duele que su partido, imputado por financiación ilegal y cercado por la corrupción, no defienda con más ahínco a viejas glorias, ahora imputadas, como la exalcaldesa de Valencia, Rita Barberá, fallecida a causa de un infarto cardíaco en medio del proceso judicial. No entiende que los nuevos tiempos exigen políticas más transparentes y honestas, no un corporativismo al estilo mafioso.
Mientras ello sucede en las alturas, la gente sigue viviendo como puede, consiguiendo, al menos, trabajos precarios, en condiciones precarias y con sueldos igualmente precarios. Es la famosa recuperación de la que alardean los que venden humo. Y se entristece con la muerte de las figuras que le entretuvieron y le ayudaron a soportar esta existencia, como Leornard Cohen, Manolo Tena, David Bowie, Prince, Juan Meneses, George Michael, Juan Peña “El Lebrijano”, Imre Kertész, Umberto Eco y tantos otros. Definitivamente, 2016 es un año para olvidar.
DANIEL GUERRERO