Sabemos que el tiempo no existe. Alguien escribió que Dios creó el tiempo y el hombre inventó las horas. Podría ser. Tampoco sabemos si la memoria existe. Probablemente seamos hijos del olvido. Ahora no recuerdo. Eso piensa este hombre.
Ahora mira este arroyo que desborda las orillas después de una riada reciente. La lluvia ha menguado y el cielo, al abrirse, muestra un sol tímido un tanto gris, como si fuera un huevo redondo. Ve a dos jóvenes zambullirse en sus aguas claras. Junto a un tronco, encuentra sus ropas en un desorden buscado.
Ahora mira otra vez y no ve el arroyo, sino la tierra cuarteada, y no hay árboles, y el canto de los jilgueros y los verderones se ha disipado con el viento y esta primavera desacostumbrada.
Ahora observamos a este hombre desde donde no puede adivinar nuestra presencia y advertimos que no tiene mirada, y que su edad suma treinta más tal vez –o más– y que en su gesto de abandono no hay una expresión de desengaño sino de apatía, y que en los treinta años ya vividos que ahora recuerda cuando ha cumplido los cincuenta solo hay momentos desvencijados que no suman una vida, sino una existencia umbría y un destino esquilmado de desaciertos.
Este hombre no sueña. Mira este arroyo de su primera juventud. Y nada más ve que el tiempo, aunque inexistente, se le agota por instantes. También es cierto que la realidad es otra. Pero esta ya no le interesa tanto como la anterior, aquella que tuvo que haber vivido.
Ahora mira este arroyo que desborda las orillas después de una riada reciente. La lluvia ha menguado y el cielo, al abrirse, muestra un sol tímido un tanto gris, como si fuera un huevo redondo. Ve a dos jóvenes zambullirse en sus aguas claras. Junto a un tronco, encuentra sus ropas en un desorden buscado.
Ahora mira otra vez y no ve el arroyo, sino la tierra cuarteada, y no hay árboles, y el canto de los jilgueros y los verderones se ha disipado con el viento y esta primavera desacostumbrada.
Ahora observamos a este hombre desde donde no puede adivinar nuestra presencia y advertimos que no tiene mirada, y que su edad suma treinta más tal vez –o más– y que en su gesto de abandono no hay una expresión de desengaño sino de apatía, y que en los treinta años ya vividos que ahora recuerda cuando ha cumplido los cincuenta solo hay momentos desvencijados que no suman una vida, sino una existencia umbría y un destino esquilmado de desaciertos.
Este hombre no sueña. Mira este arroyo de su primera juventud. Y nada más ve que el tiempo, aunque inexistente, se le agota por instantes. También es cierto que la realidad es otra. Pero esta ya no le interesa tanto como la anterior, aquella que tuvo que haber vivido.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO