En algunas entregas de este verano he citado de pasada la envidia y los celos, que están más presentes entre nosotros de lo que quisiéramos. El proverbio dice que “la envidia está flaca porque nunca come”, a lo que habría que añadir que “ni deja comer”. El tema puede valernos para indagar sobre la parte de ese “yo oculto” que cobijamos cada uno de nosotros.
Cuando hablamos del color verde lo relacionamos con la naturaleza, con la fertilidad y también con lo venenoso. Simboliza la esperanza y la buena suerte, cuyo emblema es el trébol, símbolo de la buena fortuna. Está asociado con el progreso y el desarrollo, matiz este que choca con una ideología ecologista como postura ante un planeta cada día más contaminado. “Piensa en verde” es el lema que poco a poco cobra importancia.
Pero como “para gustos, colores”, el verde está fuertemente asociado a la envidia y a los celos que, a su vez, se relacionan con lo venenoso. El dicho “estar verde de envidia” nos da explicación de ese color. Efectivamente, envidia y celos son un veneno que, a la larga, taran al sujeto que los sufre. Hay que tomar conciencia de que ambos sentimientos son negativos y destructivos para el sujeto. Envidia y celos son penas mezcladas con odio.
La mayoría de los humanos padecemos esta lacra moral. Tanto es así que en el mundo grecorromano estaba muy presente y aparece representada como una cabeza de vieja coronada de serpientes y a la que se le atribuía ser la causante del “mal de ojo”.
Echarle a alguien el “mal de ojo” está relacionado con el daño que puedan desearnos o hacernos por envidia. En el mundo de la “santería”, muy de moda en estos tiempos, existen amuletos que supuestamente nos protegen de dicho mal.
Entre nosotros, cuando las cosas no nos van todo lo bien que quisiéramos, solemos decir que “nos ha mirado un tuerto” refiriéndonos a que nos han echado mal de ojo. Claro, un ciego, por desgracia, no nos puede mirar. Estamos ante una creencia extendida entre una amplia diversidad de pueblos y culturas y que viene de antiguo.
Sobre estas cuestiones, si a alguien le pica la curiosidad, en “San Google” hay mucho escrito, pues aunque vivimos en un mundo hedonista, marcadamente materialista y escéptico, no por ello dejamos de creer en determinados “fantasmas” que corretean por nuestra mente.
La envidia abunda entre nosotros con hondas raíces. Se define como la tristeza, el pesar que se siente ante el bien ajeno hasta el punto de producir un destructivo dolor al desear lo que tiene otro. El resentimiento es el motor que pone en marcha ese deseo demoledor que corroe al envidioso. La persona envidiosa se relame de gusto si al envidiado le va mal, disfruta cuando eso ocurre, aunque a posteriori sienta un regusto amargo.
Efectivamente es una “comezón” que padecemos los humanos y que afecta a la calaña moral del sujeto porque nos lleva a desear lo que tiene el vecino hasta el punto de querer lo peor para él. Pero ese deseo maligno no hace feliz al envidioso que sufre por lo que no tiene, incluso diría que luego le corroe el remordimiento.
El refranero dice que “si la envidia fuera tiña, cuántos tiñosos habría”. La tiña es un insecto y una enfermedad de la piel producida por parásitos; también significa miseria, escasez, mezquindad. “La suerte de la fea la guapa la desea”.
La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y descubrimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en las carencias, las cuales se acentúan en la medida en pensamos en ellas y vemos que no las tenemos.
La manifestación más habitual de envidia suele girar alrededor de los bienes materiales. La magnífica casa, ese lujoso coche, ropa cara, puesto de trabajo conseguido ¡vete tú a saber cómo!, son diana de los dardos envenenados del envidioso. La pregunta suele ser muy simple: ¿por qué “ese-esa” (cada cual que ponga el calificativo) tienen… y yo no? Y encima no se lo merecen.
Además de lo material se envidian cualidades, éxitos, amistades, belleza, suerte, porte físico. Para encubrir ese maligno defecto solemos decir de alguien que “tiene pelusa”. Es una forma cariñosa, desenfadada que pretende quitar hierro al asunto de la envidia como si con este vocablo quisiéramos dar a entender que solo sentimos una “mijita” de envidia, pero eso sí, sana (¿!?).
Es posible que la llamada "envidia sana" no sea mala si a ella asociamos una esperanza de superación, de esfuerzo para alcanzar determinadas metas e igualarnos, en la medida de lo posible, con quien ya las consiguió. Pero no nos engañemos: en el fondo, no deja de ser envidia y si “esa pelusilla” que sentimos ante el éxito de otros sigue creciendo, al final invade el sembrado y se convierte en mala hierba.
Pero la envidia no camina sola por nuestro mundo. Para el cristianismo, la envidia es fuente y causa de otros pecados como la lujuria, la soberbia, la gula, la pereza, la avaricia, y la ira. No es que todos ellos se den a la par en la persona envidiosa pero no están muy lejos unos de otros. Digamos que van arracimados la mayoría de ellos. A esta lista, por supuesto, habría que añadir los celos.
La persona que padece de envidia se siente inferior, exterioriza su sufrimiento con rebrotes de celos, ira, tristeza, decepción, amargura. Detrás de la envidia subyace una situación grave de baja autoestima. El envidioso siempre está comparándose con los demás a los que tiene por más valiosos o cree que son más importantes, razón por la que no se aprecia en lo que realmente él o ella puedan valer. Esta actitud crea rechazo contra el envidiado y contra uno mismo por considerarse inferior y menos importante.
El envidioso, además, es inseguro, carece de iniciativas, por lo que se deja llevar por los demás siempre a regañadientes, dado que nada de lo que hace es de su agrado y, si algo sale mal, estará más predispuesto a una crítica precisamente no constructiva. Cuando se compara con los demás estará corroído por un fuerte complejo de inferioridad que mina la autoestima.
Bajo el embrujo de la envidia somos incapaces de compartir las alegrías ajenas. De forma inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas nuestras propias frustraciones. Sin embargo, reconocer nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso que necesitamos canalizar la insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que envidiamos. Solo hace falta un pequeño empujoncito y algo de imaginación para encontrar motivos para criticar a quien haga falta.
Por lo general, el envidioso camufla su envidia y, desde luego, no suele admitirla aunque sea patente, porque sería aceptar que le han cogido en un renuncio grave. Solemos decir que a fulano o mengano “se lo come la envidia”, la cual es causa de dolor e infelicidad para el que experimenta dicho sentimiento cuando se lo echamos en cara por aquello de que “la suerte de la fea la guapa la desea”.
Rastreando sobre el tema de hoy, me topo con el siguiente pensamiento que esconde una realidad más significativa de lo que a simple vista podamos pensar: “Los animales desconocen la envidia; los hombres, la sinceridad”. La frase es del poeta sevillano Rafael Lasso de la Vega (1890-1959) y da pie para pensar un poquito. La envidia, que sí es amiga de los humanos, ha echado hondas raíces entre nosotros.
Cuando hablamos del color verde lo relacionamos con la naturaleza, con la fertilidad y también con lo venenoso. Simboliza la esperanza y la buena suerte, cuyo emblema es el trébol, símbolo de la buena fortuna. Está asociado con el progreso y el desarrollo, matiz este que choca con una ideología ecologista como postura ante un planeta cada día más contaminado. “Piensa en verde” es el lema que poco a poco cobra importancia.
Pero como “para gustos, colores”, el verde está fuertemente asociado a la envidia y a los celos que, a su vez, se relacionan con lo venenoso. El dicho “estar verde de envidia” nos da explicación de ese color. Efectivamente, envidia y celos son un veneno que, a la larga, taran al sujeto que los sufre. Hay que tomar conciencia de que ambos sentimientos son negativos y destructivos para el sujeto. Envidia y celos son penas mezcladas con odio.
La mayoría de los humanos padecemos esta lacra moral. Tanto es así que en el mundo grecorromano estaba muy presente y aparece representada como una cabeza de vieja coronada de serpientes y a la que se le atribuía ser la causante del “mal de ojo”.
Echarle a alguien el “mal de ojo” está relacionado con el daño que puedan desearnos o hacernos por envidia. En el mundo de la “santería”, muy de moda en estos tiempos, existen amuletos que supuestamente nos protegen de dicho mal.
Entre nosotros, cuando las cosas no nos van todo lo bien que quisiéramos, solemos decir que “nos ha mirado un tuerto” refiriéndonos a que nos han echado mal de ojo. Claro, un ciego, por desgracia, no nos puede mirar. Estamos ante una creencia extendida entre una amplia diversidad de pueblos y culturas y que viene de antiguo.
Sobre estas cuestiones, si a alguien le pica la curiosidad, en “San Google” hay mucho escrito, pues aunque vivimos en un mundo hedonista, marcadamente materialista y escéptico, no por ello dejamos de creer en determinados “fantasmas” que corretean por nuestra mente.
La envidia abunda entre nosotros con hondas raíces. Se define como la tristeza, el pesar que se siente ante el bien ajeno hasta el punto de producir un destructivo dolor al desear lo que tiene otro. El resentimiento es el motor que pone en marcha ese deseo demoledor que corroe al envidioso. La persona envidiosa se relame de gusto si al envidiado le va mal, disfruta cuando eso ocurre, aunque a posteriori sienta un regusto amargo.
Efectivamente es una “comezón” que padecemos los humanos y que afecta a la calaña moral del sujeto porque nos lleva a desear lo que tiene el vecino hasta el punto de querer lo peor para él. Pero ese deseo maligno no hace feliz al envidioso que sufre por lo que no tiene, incluso diría que luego le corroe el remordimiento.
El refranero dice que “si la envidia fuera tiña, cuántos tiñosos habría”. La tiña es un insecto y una enfermedad de la piel producida por parásitos; también significa miseria, escasez, mezquindad. “La suerte de la fea la guapa la desea”.
La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y descubrimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en las carencias, las cuales se acentúan en la medida en pensamos en ellas y vemos que no las tenemos.
La manifestación más habitual de envidia suele girar alrededor de los bienes materiales. La magnífica casa, ese lujoso coche, ropa cara, puesto de trabajo conseguido ¡vete tú a saber cómo!, son diana de los dardos envenenados del envidioso. La pregunta suele ser muy simple: ¿por qué “ese-esa” (cada cual que ponga el calificativo) tienen… y yo no? Y encima no se lo merecen.
Además de lo material se envidian cualidades, éxitos, amistades, belleza, suerte, porte físico. Para encubrir ese maligno defecto solemos decir de alguien que “tiene pelusa”. Es una forma cariñosa, desenfadada que pretende quitar hierro al asunto de la envidia como si con este vocablo quisiéramos dar a entender que solo sentimos una “mijita” de envidia, pero eso sí, sana (¿!?).
Es posible que la llamada "envidia sana" no sea mala si a ella asociamos una esperanza de superación, de esfuerzo para alcanzar determinadas metas e igualarnos, en la medida de lo posible, con quien ya las consiguió. Pero no nos engañemos: en el fondo, no deja de ser envidia y si “esa pelusilla” que sentimos ante el éxito de otros sigue creciendo, al final invade el sembrado y se convierte en mala hierba.
Pero la envidia no camina sola por nuestro mundo. Para el cristianismo, la envidia es fuente y causa de otros pecados como la lujuria, la soberbia, la gula, la pereza, la avaricia, y la ira. No es que todos ellos se den a la par en la persona envidiosa pero no están muy lejos unos de otros. Digamos que van arracimados la mayoría de ellos. A esta lista, por supuesto, habría que añadir los celos.
La persona que padece de envidia se siente inferior, exterioriza su sufrimiento con rebrotes de celos, ira, tristeza, decepción, amargura. Detrás de la envidia subyace una situación grave de baja autoestima. El envidioso siempre está comparándose con los demás a los que tiene por más valiosos o cree que son más importantes, razón por la que no se aprecia en lo que realmente él o ella puedan valer. Esta actitud crea rechazo contra el envidiado y contra uno mismo por considerarse inferior y menos importante.
El envidioso, además, es inseguro, carece de iniciativas, por lo que se deja llevar por los demás siempre a regañadientes, dado que nada de lo que hace es de su agrado y, si algo sale mal, estará más predispuesto a una crítica precisamente no constructiva. Cuando se compara con los demás estará corroído por un fuerte complejo de inferioridad que mina la autoestima.
Bajo el embrujo de la envidia somos incapaces de compartir las alegrías ajenas. De forma inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas nuestras propias frustraciones. Sin embargo, reconocer nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso que necesitamos canalizar la insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que envidiamos. Solo hace falta un pequeño empujoncito y algo de imaginación para encontrar motivos para criticar a quien haga falta.
Por lo general, el envidioso camufla su envidia y, desde luego, no suele admitirla aunque sea patente, porque sería aceptar que le han cogido en un renuncio grave. Solemos decir que a fulano o mengano “se lo come la envidia”, la cual es causa de dolor e infelicidad para el que experimenta dicho sentimiento cuando se lo echamos en cara por aquello de que “la suerte de la fea la guapa la desea”.
Rastreando sobre el tema de hoy, me topo con el siguiente pensamiento que esconde una realidad más significativa de lo que a simple vista podamos pensar: “Los animales desconocen la envidia; los hombres, la sinceridad”. La frase es del poeta sevillano Rafael Lasso de la Vega (1890-1959) y da pie para pensar un poquito. La envidia, que sí es amiga de los humanos, ha echado hondas raíces entre nosotros.
PEPE CANTILLO
FOTOGRAFÍA: DAVID CANTILLO
FOTOGRAFÍA: DAVID CANTILLO