Cada cierto tiempo cobra protagonismo el debate sobre las etiquetas. O mejor dicho, sobre lo pesado de vivir con etiquetas. Eso sí, solo se le dice que no se etiqueten a gais, lesbianas, bisexuales o transexuales. Nunca nadie le ha dicho a un heterosexual que no se etiquete, a pesar de que los heterosexuales llevan una etiqueta en la frente diciendo que le gustan las personas de su distinto sexo y de que tienen una pluma hetero con la que lanzan señales a diario de su orientación sexual.
Los fieles seguidores de esta ideología del noetiquetismo suelen ser quienes están en contra de la igualdad de homosexuales, transexuales o mujeres. ¡Qué casualidad! También militan en estas filas del noetiquetismo homosexuales no aceptados que travisten su represión en libertad, como si no ser capaz de decir que se es gay, bisexual, transexual o lesbiana fuera fruto de la libertad y no de la represión que sufrimos desde que descubrimos que somos atraídos por personas de nuestro mismo sexo o que nuestra identidad de género no se amolda a lo que se espera socialmente de nosotros.
En lugar de exigir que las palabras ‘gay’, ‘maricón’, ‘lesbiana’, ‘bollera’, ‘transexual’, ‘bisexual’, ‘travelo’ o ‘tortillera’ no sean estigmatizadas, los noetiquetistas prefieren acabar con la diversidad y meterlo todo en el saco de ‘somos personas’.
Esta absurdez, promovida por no pocas personas homosexuales, es un peligro para la igualdad y para la felicidad y libre desarrollo de la personalidad de miles y miles de niños y niñas que necesitan como el comer ponerle nombre a su realidad, tener referentes, saber que no son los únicos, que no son bichos raros.
A nadie se le ocurre afirmar que deberían desaparecer las etiquetas de ‘negro’, ‘gitano’, ‘católico’, ‘occidental’, ‘hombre’, ‘blanco’, ‘heterosexual’, ‘adinerado’, ‘banquero’, ‘diputada’, ‘abogada’, ‘médico’ o ‘investigadora’. Siempre, siempre, quienes militan en esta causa del noetiquetismo le piden a quienes no se adaptan a la norma social dominante –hombre, blanco, rico, de derechas y heterosexual– que renuncien a lo que son, que no se llamen, que no sean nombrados, que no existan.
Lejos de ser una anécdota, el noetiquetismo se esconde detrás de un discurso de garrafón construido para invisibilizar lo que nos hace diversos. Solo desde la visibilidad y las etiquetas se puede trabajar para romper las barreras de la desigualdad. Si todos somos personas, no existe ningún problema. Y las personas homosexuales no sufren ningún rechazo social por su condición de personas, sino por su condición de gais, bisexuales, lesbianas o transexuales.
No me imagino a ninguno de estos activistas del mundo sin etiquetas decirle a una pareja heterosexual que quite del buzón el papelito que dice que en esa casa viven dos personas de distinto sexo. O que le prohíba a una pareja hombre-mujer que vayan agarrados de la mano por la calle para no llamar la atención.
Nadie nunca se ha parado a pensar que existen miles de bares y discotecas que son auténticos guetos del mundo heterosexual donde, si una pareja homosexual se atreviera a besarse, podría, como poco, ser expulsada de la discoteca y, en el mejor de los casos, sin agresión de por medio.
Necesitamos etiquetas para vivir, para conocernos, para descifrar la diversidad, para sentir quiénes son como nosotros, para ponerle nombre a la realidad y referenciar la multitud de maneras que existen de habitar una sociedad plural. De mismo modo que las ciudades están divididas por distritos, barrios y calles –etiquetas, al fin y al cabo–, los seres humanos también nos dividimos en barrios, calles y distritos.
Renunciar a las etiquetas sería renunciar al lenguaje, a la función que éste tiene para definir. Que este discurso lo fomenten quienes siempre se han posicionado en contra de la igualdad es, hasta cierto punto, comprensible; no hablando de nosotros, no existimos y no somos objetos de derecho. Pero que a esta moda absurda se hayan apuntado un sinfín de gais, lesbianas, bisexuales y transexuales es un tiro en el pie de sí mismos. Además de patético, absurdo y una bomba atómica contra la igualdad.
Uno tiene la opción de no decir abiertamente que es gay o lesbiana, faltaría más, pero si un gay o una lesbiana no lo dice con naturalidad es señal de que vive en una sociedad que lo reprime, lo humilla y lo persigue por su orientación sexual.
Para alcanzar la igualdad no necesitamos renunciar a las etiquetas –no nombrarnos–, sino convertir en positivas y despojar el estigma negativo a las etiquetas que históricamente han sido usadas en contra de gais, lesbianas, bisexuales y transexuales. Concluyendo: el absurdismo gay perjudica seriamente la igualdad.
Los fieles seguidores de esta ideología del noetiquetismo suelen ser quienes están en contra de la igualdad de homosexuales, transexuales o mujeres. ¡Qué casualidad! También militan en estas filas del noetiquetismo homosexuales no aceptados que travisten su represión en libertad, como si no ser capaz de decir que se es gay, bisexual, transexual o lesbiana fuera fruto de la libertad y no de la represión que sufrimos desde que descubrimos que somos atraídos por personas de nuestro mismo sexo o que nuestra identidad de género no se amolda a lo que se espera socialmente de nosotros.
En lugar de exigir que las palabras ‘gay’, ‘maricón’, ‘lesbiana’, ‘bollera’, ‘transexual’, ‘bisexual’, ‘travelo’ o ‘tortillera’ no sean estigmatizadas, los noetiquetistas prefieren acabar con la diversidad y meterlo todo en el saco de ‘somos personas’.
Esta absurdez, promovida por no pocas personas homosexuales, es un peligro para la igualdad y para la felicidad y libre desarrollo de la personalidad de miles y miles de niños y niñas que necesitan como el comer ponerle nombre a su realidad, tener referentes, saber que no son los únicos, que no son bichos raros.
A nadie se le ocurre afirmar que deberían desaparecer las etiquetas de ‘negro’, ‘gitano’, ‘católico’, ‘occidental’, ‘hombre’, ‘blanco’, ‘heterosexual’, ‘adinerado’, ‘banquero’, ‘diputada’, ‘abogada’, ‘médico’ o ‘investigadora’. Siempre, siempre, quienes militan en esta causa del noetiquetismo le piden a quienes no se adaptan a la norma social dominante –hombre, blanco, rico, de derechas y heterosexual– que renuncien a lo que son, que no se llamen, que no sean nombrados, que no existan.
Lejos de ser una anécdota, el noetiquetismo se esconde detrás de un discurso de garrafón construido para invisibilizar lo que nos hace diversos. Solo desde la visibilidad y las etiquetas se puede trabajar para romper las barreras de la desigualdad. Si todos somos personas, no existe ningún problema. Y las personas homosexuales no sufren ningún rechazo social por su condición de personas, sino por su condición de gais, bisexuales, lesbianas o transexuales.
No me imagino a ninguno de estos activistas del mundo sin etiquetas decirle a una pareja heterosexual que quite del buzón el papelito que dice que en esa casa viven dos personas de distinto sexo. O que le prohíba a una pareja hombre-mujer que vayan agarrados de la mano por la calle para no llamar la atención.
Nadie nunca se ha parado a pensar que existen miles de bares y discotecas que son auténticos guetos del mundo heterosexual donde, si una pareja homosexual se atreviera a besarse, podría, como poco, ser expulsada de la discoteca y, en el mejor de los casos, sin agresión de por medio.
Necesitamos etiquetas para vivir, para conocernos, para descifrar la diversidad, para sentir quiénes son como nosotros, para ponerle nombre a la realidad y referenciar la multitud de maneras que existen de habitar una sociedad plural. De mismo modo que las ciudades están divididas por distritos, barrios y calles –etiquetas, al fin y al cabo–, los seres humanos también nos dividimos en barrios, calles y distritos.
Renunciar a las etiquetas sería renunciar al lenguaje, a la función que éste tiene para definir. Que este discurso lo fomenten quienes siempre se han posicionado en contra de la igualdad es, hasta cierto punto, comprensible; no hablando de nosotros, no existimos y no somos objetos de derecho. Pero que a esta moda absurda se hayan apuntado un sinfín de gais, lesbianas, bisexuales y transexuales es un tiro en el pie de sí mismos. Además de patético, absurdo y una bomba atómica contra la igualdad.
Uno tiene la opción de no decir abiertamente que es gay o lesbiana, faltaría más, pero si un gay o una lesbiana no lo dice con naturalidad es señal de que vive en una sociedad que lo reprime, lo humilla y lo persigue por su orientación sexual.
Para alcanzar la igualdad no necesitamos renunciar a las etiquetas –no nombrarnos–, sino convertir en positivas y despojar el estigma negativo a las etiquetas que históricamente han sido usadas en contra de gais, lesbianas, bisexuales y transexuales. Concluyendo: el absurdismo gay perjudica seriamente la igualdad.
RAÚL SOLÍS