El Hombre del Saco, El Coco, El Sacamantecas, El Tío Saín, El Diablo Blanco, el Diablo Negro… Gentes todas ellas –y muchas más– que, como muy poco, nos dejaron pensativos por unos segundos en nuestras infancias, y mentalmente hacíamos un supuesto de encuentro con ellos, y nos confiábamos por completo en la velocidad de nuestras piernas corriendo. Todo un portento en velocidad.
Nos confiamos en nuestras piernas para no quedarnos quietos cuando éramos hermosa carne y sentidos creciendo y agudizándose, cuando nos metían miedo nuestros mayores con los personajes enumerados y muchos más, sin que supieran aclararnos de qué pueblo venían, ni por qué si se sabía de su maldad en especial con los niños, no actuaban sobre ellos los guardias de nuestras infancias.
Ahora los “cocos” habituales, los miedos ubicados en personas con nombre, ya no funcionan, y a las infancias de ahora, teléfono móvil casi más grande que sus brazos, los mete desde bien pronto en un mundo donde el único coco que los está extraviando son los chips y las tarjetas SIM, mientras que a nosotros los “cocos” nos mantenían en forma por si teníamos que salir corriendo y volver al pueblo o a la casa.
Pero el problema no es nuestro, ni mucho menos, nosotros todavía llegamos a tiempo de tener elementos correctores que domesticaban nuestra conducta en beneficio, aunque fuese egoísta, de la convivencia social. Y cada niño podíamos coger el miedo que nos daba la gana, sin una necesidad especial de que nuestro mayores nos repitieran que durante la siesta, en las casas abandonadas por los campos, en el frescor de los álamos junto las acequias, cuando más a gusto estábamos bañándonos sin hacer la digestión de la comida, podía aparecer El Hombre del Saco, por ejemplo, y llevarte a vender a otro malvado que tenía una destilería donde te sacaba las mantecas del cuerpo y te morías. Doblemente mal porque lo hacías, el morirte, sin confesión.
El baño en la acequia haciendo la digestión era un asunto que las chiquillerías lo llevábamos a cabo por encima de consejos y miedos ancestrales que se han pasado de generación en generación, hasta la niñez actual –que, como no esté el asunto metido en la pantalla del teléfono móvil, la cosa no existe–.
Para distinción de miedos, los mayores, superado o no lo de El Hombre del Saco –particularmente servidor ve ahora más Hombres del Saco que allá por la infancia–, otro miedo, pero ya con fines y ánimos comerciales de venta de libros –la saga de los metemiedos de los niños no pasan de aparecer, como mucho, en cuentos y demás narraciones cortas– se crearon las profecías del astrólogo y polifacético judío que nació en Francia, Michel de Nôtre-Dame, Nostradamus para los amigos y seguidores –que los tuvo y los tiene en cantidad, especialmente después de muerto el autor de Las Profecías, cuando ya no hay que pagar derechos de autor a nadie, el sueño logrado por las grandes editoras (grande por las tragaderas que tienen)–.
Existe, por tanto, una correlación directa, sin rodeos de ninguna clase, entre los miedos que los mayores nos cogemos a camiones enteros leyendo las cuartetas de Nostradamus, o lo que nos pasaba a nosotros de chiquillos, mientras nuestros mayores tomaban el fresco antes de dormir sentados a las puertas de la casa, cuando ya estábamos nosotros rendidos de jugar y de sudar todo el día, escuchando las malvadas intenciones, y los malvados hechos ocurridos en pueblos cercanos al nuestro, certificado en la mayoría de los veces por la seriedad del cura de rigor, que daba testimonio oral de un niño desobediente que se lo llevó El Hombre del Saco y todavía lo estaban buscando. Aunque en la más dura realidad, los únicos que estábamos atentos a esas búsquedas éramos los chiquillos cuando correteábamos por los campos a las afueras del pueblo.
Nosotros los chiquillos nos quedábamos ahí, en una cierta cantidad de preocupación, más que miedo, con aquello de El Tío Saín y sus colegas, porque contábamos con nuestra preciosa velocidad de crucero que era nuestras piernas juveniles, que El Hombre del Saco, con toda seguridad, era incapaz de seguir.
Pero los mayores, con Nostradamus, todavía siguen enzarzados con su temor del fin del mundo, de las grandes catástrofes que, a modo de aperitivo, acontecerán hasta que llegue el fatídico día del año tres mil setecientos noventa y siete, en el que el gran admirador de la teoría Copérnica, de la Heliocéntrica del Sistema Solar (todos girando alrededor del sol) predijo que el mundo se acabaría para el dicho año, no sin antes darle tiempo a que un país, España, de la que, aunque judío –como francés que era–, se inspiró en sus supersticiones e inculturas, les diera tiempo a que existiera, porque en una nación como la nuestra hay incultura más que suficiente para que triunfen las leyendas, incluidas las que hablan de igualdad y democracia.
El polaco Nicolás Copérnico, cuando se murió en mil quinientos cuarenta y tres, no pudo el gran científico discernir, visto que no tuvo grandes relaciones de conocimiento sobre España –Nostradamus sí: se casó con una catalana– que su teoría era universal, excepto en España, donde toda la materia gira alrededor de lo que dicen la tele y los tertulianos, a los que Nostradamus, a ambos emparejados, unidos al servicio del amo, son un caballo apocalíptico destructor de paz y calidad de vida, fomentadores de sectas.
Salud y Felicidad.
Nos confiamos en nuestras piernas para no quedarnos quietos cuando éramos hermosa carne y sentidos creciendo y agudizándose, cuando nos metían miedo nuestros mayores con los personajes enumerados y muchos más, sin que supieran aclararnos de qué pueblo venían, ni por qué si se sabía de su maldad en especial con los niños, no actuaban sobre ellos los guardias de nuestras infancias.
Ahora los “cocos” habituales, los miedos ubicados en personas con nombre, ya no funcionan, y a las infancias de ahora, teléfono móvil casi más grande que sus brazos, los mete desde bien pronto en un mundo donde el único coco que los está extraviando son los chips y las tarjetas SIM, mientras que a nosotros los “cocos” nos mantenían en forma por si teníamos que salir corriendo y volver al pueblo o a la casa.
Pero el problema no es nuestro, ni mucho menos, nosotros todavía llegamos a tiempo de tener elementos correctores que domesticaban nuestra conducta en beneficio, aunque fuese egoísta, de la convivencia social. Y cada niño podíamos coger el miedo que nos daba la gana, sin una necesidad especial de que nuestro mayores nos repitieran que durante la siesta, en las casas abandonadas por los campos, en el frescor de los álamos junto las acequias, cuando más a gusto estábamos bañándonos sin hacer la digestión de la comida, podía aparecer El Hombre del Saco, por ejemplo, y llevarte a vender a otro malvado que tenía una destilería donde te sacaba las mantecas del cuerpo y te morías. Doblemente mal porque lo hacías, el morirte, sin confesión.
El baño en la acequia haciendo la digestión era un asunto que las chiquillerías lo llevábamos a cabo por encima de consejos y miedos ancestrales que se han pasado de generación en generación, hasta la niñez actual –que, como no esté el asunto metido en la pantalla del teléfono móvil, la cosa no existe–.
Para distinción de miedos, los mayores, superado o no lo de El Hombre del Saco –particularmente servidor ve ahora más Hombres del Saco que allá por la infancia–, otro miedo, pero ya con fines y ánimos comerciales de venta de libros –la saga de los metemiedos de los niños no pasan de aparecer, como mucho, en cuentos y demás narraciones cortas– se crearon las profecías del astrólogo y polifacético judío que nació en Francia, Michel de Nôtre-Dame, Nostradamus para los amigos y seguidores –que los tuvo y los tiene en cantidad, especialmente después de muerto el autor de Las Profecías, cuando ya no hay que pagar derechos de autor a nadie, el sueño logrado por las grandes editoras (grande por las tragaderas que tienen)–.
Existe, por tanto, una correlación directa, sin rodeos de ninguna clase, entre los miedos que los mayores nos cogemos a camiones enteros leyendo las cuartetas de Nostradamus, o lo que nos pasaba a nosotros de chiquillos, mientras nuestros mayores tomaban el fresco antes de dormir sentados a las puertas de la casa, cuando ya estábamos nosotros rendidos de jugar y de sudar todo el día, escuchando las malvadas intenciones, y los malvados hechos ocurridos en pueblos cercanos al nuestro, certificado en la mayoría de los veces por la seriedad del cura de rigor, que daba testimonio oral de un niño desobediente que se lo llevó El Hombre del Saco y todavía lo estaban buscando. Aunque en la más dura realidad, los únicos que estábamos atentos a esas búsquedas éramos los chiquillos cuando correteábamos por los campos a las afueras del pueblo.
Nosotros los chiquillos nos quedábamos ahí, en una cierta cantidad de preocupación, más que miedo, con aquello de El Tío Saín y sus colegas, porque contábamos con nuestra preciosa velocidad de crucero que era nuestras piernas juveniles, que El Hombre del Saco, con toda seguridad, era incapaz de seguir.
Pero los mayores, con Nostradamus, todavía siguen enzarzados con su temor del fin del mundo, de las grandes catástrofes que, a modo de aperitivo, acontecerán hasta que llegue el fatídico día del año tres mil setecientos noventa y siete, en el que el gran admirador de la teoría Copérnica, de la Heliocéntrica del Sistema Solar (todos girando alrededor del sol) predijo que el mundo se acabaría para el dicho año, no sin antes darle tiempo a que un país, España, de la que, aunque judío –como francés que era–, se inspiró en sus supersticiones e inculturas, les diera tiempo a que existiera, porque en una nación como la nuestra hay incultura más que suficiente para que triunfen las leyendas, incluidas las que hablan de igualdad y democracia.
El polaco Nicolás Copérnico, cuando se murió en mil quinientos cuarenta y tres, no pudo el gran científico discernir, visto que no tuvo grandes relaciones de conocimiento sobre España –Nostradamus sí: se casó con una catalana– que su teoría era universal, excepto en España, donde toda la materia gira alrededor de lo que dicen la tele y los tertulianos, a los que Nostradamus, a ambos emparejados, unidos al servicio del amo, son un caballo apocalíptico destructor de paz y calidad de vida, fomentadores de sectas.
Salud y Felicidad.
JUAN ELADIO PALMIS