Circulaba por ahí una versión que decía que como a los franquistas –pese a su poder armamentístico y a lo aguerrido de las fuerzas mercenarias rifeñas que pagaban, ¡y bien que les pagaban!, en cuyo ADN estaba, por cultura e idiosincrasia, la lucha y el acariciar un arma de fuego– les costó un Potosí tomar Madrid, el “cuñadísimo” de Franco era uno de los muchos partidarios que aconsejaron al general que, como castigo a Madrid, fundara Sevilla como capital futura de España. Asunto que se desestimó por aquello del calor y porque el río aproxima a los acorados y los submarinos a los palacios.
Córdoba, por derecho histórico, cultural, de raíz y de transición, sí que merecía por fuera de guerras civiles o eclesiales ser la capital de la España, por ser su zona el crisol resultante de todos aquellos pueblos que nos invadieron, no a la manera y como nos lo han pintado y nos lo pintan todavía los libros de historia como si España, como si la Península Ibérica de siempre, hubiese sido una tierra prometida para venirse a vivir subvencionado aquí, desde los tiempos de María Castaña, según una forma y fama de existir en la que la guerra, la rapiña guerrera, el corretear de una parte a otra de la siempre vieja Euroasia, entretuvo muy bien a las gentes, alejándolas de donde no les gustaba estar: en el bancal trabajando y sembrando, que para eso y para otros cosas que se hacían sin recato ni límite, estaban los esclavos y las esclavas.
Tal actividad laboral con muchas horas y parte de la vida metido en guerras, se dio habitualmente entre los cuatro gatos que a veces poblaban la Iberia, porque los supervivientes de la guerra parecían venir de ella como del supermercado de comprar baratijas –tal que ahora– la mayoría de ellas sin utilidad, y los muertos no contaban y pesaban, siempre, mucho menos que una zafa desportillada.
Y en los ocios, en los descansos entre guerra y guerra, no es lo mismo esperar la siguiente bajo el frescor de una higuera en Córdoba, que a la umbría de un bosque germánico, de ahí el efecto de llamada de la Alandalucía. ¿Tierra de Alanos?
Y aunque de Córdoba no se pueda decir abiertamente que esté olvidada, esquinada, como si fuese un Portugal dentro de la Ibérica, la realidad de una mala propaganda dirigida con un fin de restar glorias y méritos verdaderos, sí que ha logrado que de Córdoba apenas trascienda más de allá de sus fronteras su marmolejo y la Mezquita y poco más respecto a que fue habitada por unos moros ricos, pero muy malos porque no querían a los curas ni a los obispos, y mucho menos al papa de Roma.
Y, durante los cada vez más largos veranos actuales, convertirla en la capital española del calor, como si en Orense, Murcia, Badajoz o el propio Madrid cayera fresco rocío las mañanicas veraniegas; todo formando parte de una breve leyenda negra.
Romper una lanza por Córdoba en el campo del saber hispano, en la decantación de todos nosotros como pueblo y gente española, que desarrolló su propia lengua cogiendo del latín, del Cherja marroquí, del árabe y un poco de lo germánico y escandinavo, es simplemente irnos a una convulsión social que la historia, que la crónica, ha querido apañar con un poder tal, que a los próximos a mil años de guerras religiosas intestinas ibéricas, desde el gran almacén de pizas de seda que es el Vaticano, se ha trucado, divulgado y logrado, que todo pase al nivel del conocimiento popular por una invasión árabe que, en la más pura realidad fue inexistente; que se cae por su propio peso cuando nos dicen que en tres años, poco menos que un puñado de moros, nos llevaron al huerto a todos los hispanos.
Y después nosotros, los buenos, los hispanos, a pesar de la estimable ayuda de la invicta espada del apóstol matamoros Santiago, necesitamos ochocientos años, día arriba día abajo, para echarlos a ellos de nuestro santo suelo patrio, para poder entregárselo limpio de polvo y paja a nuestros queridos políticos para que nos lo hagan bicarbonato y el resto se lo regalen a Alemania o a EE.UU, a cambio de que presidentes y expresidentes tengan vidas faraónicas con Cleopatras incluidas. Y sin serpientes.
La verdad de todo lo español, reside, porque vivió, en Córdoba. Y precisamente porque allí arranca la verdadera historia nuestra como pueblo y no en las Asturias, están los flecos de algo que se quiere meter bajo la alfombra de la historia para que en los años venideros siga la gente confundida con una mentira campeadora que ha dominado al común de la gente.
A Córdoba se la nombra y se la publicita, casi siempre, bajo la incógnita constructiva de su Mezquita, como si en Atenas, los atenienses tuviesen duda de quienes fueron los constructores de su Partenón, o los cordobeses no supieran que, ante todo, la Mezquita es de ellos, es cordobesa, construida por gente de allí y que ninguna religión, salvo la politeísta de la vida simple, pero profunda, se puede atribuir su autoría.
En el proceso de la cruenta guerra religiosa entre monoteístas y trinitarios que se vivió a partir de iniciado el siglo VIII, al ser Córdoba uno de los pocos lugares donde la gente sabía leer, aquellos otros cuasi paisanos que vivían en el norte de África, al igual que a los cordobeses y los demás ibéricos, no nos vino nada a contrapelo el islam, y nos resultó atractivo aquellos que, poco a poco fueron apareciendo procedentes de un oriente medio que por entonces estaba encaminado a ser un centro de cultura adelantado, en razón de que Córdoba era por entonces la capital cultural de la Ibérica.
Para la gente que vino a la más sólida guaira donde se fundía el crisol ibérico, la Mezquita fue considerada inmediatamente como una construcción espiritual, un capricho para los sentidos; pero para esa parte intacta de los sentidos que nos llevamos cada cual al agujero que no se la damos, ni de broma, a confesión religiosa alguna, porque es nuestra, muy nuestra, y nos proporciona nuestra sensibilidad particular que la tiene hasta aquel que aparenta no tenerla.
Pues bien, la Mezquita de Córdoba es la catedral de esa, de la parte intima sentimental de cada cual, que en su bosque de columnas la pone en marcha como uno de los paisajes más formidables que ha creado el hombre.
Pero que nadie, ningún grupo religioso, ¡menos mal!, por más que lo intente, se puede llevar para su ascua y sardina, porque pertenece a Córdoba y al sentimiento apartado propio cordobés de aquellas tierras. Y Córdoba, como una consecuencia más, por el mero hecho de estar en su suelo la Mezquita, es la capital, como mínimo de España.
Salud y Felicidad.
Córdoba, por derecho histórico, cultural, de raíz y de transición, sí que merecía por fuera de guerras civiles o eclesiales ser la capital de la España, por ser su zona el crisol resultante de todos aquellos pueblos que nos invadieron, no a la manera y como nos lo han pintado y nos lo pintan todavía los libros de historia como si España, como si la Península Ibérica de siempre, hubiese sido una tierra prometida para venirse a vivir subvencionado aquí, desde los tiempos de María Castaña, según una forma y fama de existir en la que la guerra, la rapiña guerrera, el corretear de una parte a otra de la siempre vieja Euroasia, entretuvo muy bien a las gentes, alejándolas de donde no les gustaba estar: en el bancal trabajando y sembrando, que para eso y para otros cosas que se hacían sin recato ni límite, estaban los esclavos y las esclavas.
Tal actividad laboral con muchas horas y parte de la vida metido en guerras, se dio habitualmente entre los cuatro gatos que a veces poblaban la Iberia, porque los supervivientes de la guerra parecían venir de ella como del supermercado de comprar baratijas –tal que ahora– la mayoría de ellas sin utilidad, y los muertos no contaban y pesaban, siempre, mucho menos que una zafa desportillada.
Y en los ocios, en los descansos entre guerra y guerra, no es lo mismo esperar la siguiente bajo el frescor de una higuera en Córdoba, que a la umbría de un bosque germánico, de ahí el efecto de llamada de la Alandalucía. ¿Tierra de Alanos?
Y aunque de Córdoba no se pueda decir abiertamente que esté olvidada, esquinada, como si fuese un Portugal dentro de la Ibérica, la realidad de una mala propaganda dirigida con un fin de restar glorias y méritos verdaderos, sí que ha logrado que de Córdoba apenas trascienda más de allá de sus fronteras su marmolejo y la Mezquita y poco más respecto a que fue habitada por unos moros ricos, pero muy malos porque no querían a los curas ni a los obispos, y mucho menos al papa de Roma.
Y, durante los cada vez más largos veranos actuales, convertirla en la capital española del calor, como si en Orense, Murcia, Badajoz o el propio Madrid cayera fresco rocío las mañanicas veraniegas; todo formando parte de una breve leyenda negra.
Romper una lanza por Córdoba en el campo del saber hispano, en la decantación de todos nosotros como pueblo y gente española, que desarrolló su propia lengua cogiendo del latín, del Cherja marroquí, del árabe y un poco de lo germánico y escandinavo, es simplemente irnos a una convulsión social que la historia, que la crónica, ha querido apañar con un poder tal, que a los próximos a mil años de guerras religiosas intestinas ibéricas, desde el gran almacén de pizas de seda que es el Vaticano, se ha trucado, divulgado y logrado, que todo pase al nivel del conocimiento popular por una invasión árabe que, en la más pura realidad fue inexistente; que se cae por su propio peso cuando nos dicen que en tres años, poco menos que un puñado de moros, nos llevaron al huerto a todos los hispanos.
Y después nosotros, los buenos, los hispanos, a pesar de la estimable ayuda de la invicta espada del apóstol matamoros Santiago, necesitamos ochocientos años, día arriba día abajo, para echarlos a ellos de nuestro santo suelo patrio, para poder entregárselo limpio de polvo y paja a nuestros queridos políticos para que nos lo hagan bicarbonato y el resto se lo regalen a Alemania o a EE.UU, a cambio de que presidentes y expresidentes tengan vidas faraónicas con Cleopatras incluidas. Y sin serpientes.
La verdad de todo lo español, reside, porque vivió, en Córdoba. Y precisamente porque allí arranca la verdadera historia nuestra como pueblo y no en las Asturias, están los flecos de algo que se quiere meter bajo la alfombra de la historia para que en los años venideros siga la gente confundida con una mentira campeadora que ha dominado al común de la gente.
A Córdoba se la nombra y se la publicita, casi siempre, bajo la incógnita constructiva de su Mezquita, como si en Atenas, los atenienses tuviesen duda de quienes fueron los constructores de su Partenón, o los cordobeses no supieran que, ante todo, la Mezquita es de ellos, es cordobesa, construida por gente de allí y que ninguna religión, salvo la politeísta de la vida simple, pero profunda, se puede atribuir su autoría.
En el proceso de la cruenta guerra religiosa entre monoteístas y trinitarios que se vivió a partir de iniciado el siglo VIII, al ser Córdoba uno de los pocos lugares donde la gente sabía leer, aquellos otros cuasi paisanos que vivían en el norte de África, al igual que a los cordobeses y los demás ibéricos, no nos vino nada a contrapelo el islam, y nos resultó atractivo aquellos que, poco a poco fueron apareciendo procedentes de un oriente medio que por entonces estaba encaminado a ser un centro de cultura adelantado, en razón de que Córdoba era por entonces la capital cultural de la Ibérica.
Para la gente que vino a la más sólida guaira donde se fundía el crisol ibérico, la Mezquita fue considerada inmediatamente como una construcción espiritual, un capricho para los sentidos; pero para esa parte intacta de los sentidos que nos llevamos cada cual al agujero que no se la damos, ni de broma, a confesión religiosa alguna, porque es nuestra, muy nuestra, y nos proporciona nuestra sensibilidad particular que la tiene hasta aquel que aparenta no tenerla.
Pues bien, la Mezquita de Córdoba es la catedral de esa, de la parte intima sentimental de cada cual, que en su bosque de columnas la pone en marcha como uno de los paisajes más formidables que ha creado el hombre.
Pero que nadie, ningún grupo religioso, ¡menos mal!, por más que lo intente, se puede llevar para su ascua y sardina, porque pertenece a Córdoba y al sentimiento apartado propio cordobés de aquellas tierras. Y Córdoba, como una consecuencia más, por el mero hecho de estar en su suelo la Mezquita, es la capital, como mínimo de España.
Salud y Felicidad.
JUAN ELADIO PALMIS