El primer paso en la pasarela es el más difícil. Es en ese momento cuando se recurre a toda la decisión que pueda acumularse. Da igual que haya muchos ojos expectantes: la cegadora luz impide ver claramente quién está allí para mirar. El tacto del pie con las tablas es lo único que la conecta con el mundo y la realidad. Es, al mismo tiempo, el cable gracias al cual el funambulista se aferra a la vida y el trampolín que permite volar durante unos instantes con gloriosa gracilidad.
Algunos dirán que ese es el juego, que está hecho para eso. Para otros es una estupidez solo dirigida a mentes faltas de distracción. Pero para ella era mucho más. Desde la niñez soñó con ese día, notar ese calor en sus mejillas, refrenar los nervios e irrumpir con paso decidido entre quienes juzgarían si eran solo simples retales combinados o algo más, algo superior al arte y al genio, a la estricta naturaleza humana.
De nada valía la técnica empleada en la costura, la calidad de los tejidos, el cuidadoso hilvanado que había incubado la innovadora idea, las pruebas que habían determinado si estaba destinado a cubrir un cuerpo; todo quedaría reducido a la imagen mental que crearían en sus cabezas los allí presentes.
Habrá quien diga que no importa lo que digan los demás, que lo que realmente ha de considerarse es la sensación de trascendencia, la eclosión de un sentimiento profundo e íntimo, la superación de lo tangible hacia lo metafísico y lo espiritual. Miles de jóvenes en la etapa más vital de la existencia no pueden estar equivocados.
Otros dirán que solo es ropa: ¡ropa! Se preguntarán el porqué de darle tal importancia a fibras entretejidas, teñidas y cosidas, de una manera más o menos ajustada a una silueta antropomorfa. ¿Qué trascendencia puede haber en eso?
La nula voluntad de suscitar la impaciencia de quienes esperaban su turno para ingresar en la pasarela fue el empujón definitivo. Con paso firme comenzó el paseo de no más de diez metros sobre la estructura que la situaba ligeramente por encima del nivel de quienes la observaban.
Las primeras reacciones fueron de tenue indiferencia, pero conforme avanzaba en su trayecto brotaba a borbotones la desaprobación. Podía ver cómo el fracaso la hundía a cada paso. Tan solo un sector de los que observaban mostraron su satisfacción con miradas felices y de admiración por la propuesta.
En ese momento, el gendarme Louis Bouquets y su compañera, desde los tiempos de la Academia, Marie Thérèse, se aproximaron a la joven y la impelieron a descubrirse con un vehemente: «Madame, está usted infringiendo la Ley, destápese, ¡por el amor de dios!».
Justo en ese preciso instante supo que su carrera como modelo de burkinis estaba acabada y decidió ponerle como broche de oro un fin brillante, luminoso, explosivo. Se despojó de la prenda y dejó a la vista un voluptuoso cuerpo dorado con tatuajes en vívidos colores que iban desde el cuello hasta sus depiladas partes más íntimas. En un relampagueante movimiento instintivo, Monsieur Bouquets, tapó los ojos de su compañera y exclamó: «¡Qué escándalo, cúbrase!».
Algunos dirán que ese es el juego, que está hecho para eso. Para otros es una estupidez solo dirigida a mentes faltas de distracción. Pero para ella era mucho más. Desde la niñez soñó con ese día, notar ese calor en sus mejillas, refrenar los nervios e irrumpir con paso decidido entre quienes juzgarían si eran solo simples retales combinados o algo más, algo superior al arte y al genio, a la estricta naturaleza humana.
De nada valía la técnica empleada en la costura, la calidad de los tejidos, el cuidadoso hilvanado que había incubado la innovadora idea, las pruebas que habían determinado si estaba destinado a cubrir un cuerpo; todo quedaría reducido a la imagen mental que crearían en sus cabezas los allí presentes.
Habrá quien diga que no importa lo que digan los demás, que lo que realmente ha de considerarse es la sensación de trascendencia, la eclosión de un sentimiento profundo e íntimo, la superación de lo tangible hacia lo metafísico y lo espiritual. Miles de jóvenes en la etapa más vital de la existencia no pueden estar equivocados.
Otros dirán que solo es ropa: ¡ropa! Se preguntarán el porqué de darle tal importancia a fibras entretejidas, teñidas y cosidas, de una manera más o menos ajustada a una silueta antropomorfa. ¿Qué trascendencia puede haber en eso?
La nula voluntad de suscitar la impaciencia de quienes esperaban su turno para ingresar en la pasarela fue el empujón definitivo. Con paso firme comenzó el paseo de no más de diez metros sobre la estructura que la situaba ligeramente por encima del nivel de quienes la observaban.
Las primeras reacciones fueron de tenue indiferencia, pero conforme avanzaba en su trayecto brotaba a borbotones la desaprobación. Podía ver cómo el fracaso la hundía a cada paso. Tan solo un sector de los que observaban mostraron su satisfacción con miradas felices y de admiración por la propuesta.
En ese momento, el gendarme Louis Bouquets y su compañera, desde los tiempos de la Academia, Marie Thérèse, se aproximaron a la joven y la impelieron a descubrirse con un vehemente: «Madame, está usted infringiendo la Ley, destápese, ¡por el amor de dios!».
Justo en ese preciso instante supo que su carrera como modelo de burkinis estaba acabada y decidió ponerle como broche de oro un fin brillante, luminoso, explosivo. Se despojó de la prenda y dejó a la vista un voluptuoso cuerpo dorado con tatuajes en vívidos colores que iban desde el cuello hasta sus depiladas partes más íntimas. En un relampagueante movimiento instintivo, Monsieur Bouquets, tapó los ojos de su compañera y exclamó: «¡Qué escándalo, cúbrase!».
ENRIQUE F. GRANADOS