El dominio de nuestro idioma, con el que diariamente nos comunicamos los hablantes del castellano en España, deja mucho que desear. Resulta que hablamos regular, no solo cuando lo hacemos coloquialmente, sino incluso cuando pretendemos expresarnos de manera formal o culta, pues apenas construimos una frase sintácticamente correcta sin caer en la comodidad de las frases hechas, en los comodines verbales.
Pero peor aun es cuando optamos por la comunicación escrita, especialmente si utilizamos las nuevas tecnologías para ello, ya sea a través del teléfono portátil –que no móvil– (mensajitos SMS o WhatsApp) o Internet (redes sociales).
A la hora de expresarnos, tanto de manera oral como escrita, abusamos de las abreviaturas, los neologismos, los latiguillos, las modas y hasta de la desidia que nos hace cometer faltas de ortografía e ignorar tildes y otros signos de puntuación. En no pocas ocasiones, ni siquiera sabemos colocar bien una coma.
Y no se trata de convertirnos en académicos de la Lengua, puesto que no es cuestión de adquirir una formación especializada, sino de prestar más atención, para sacar el máximo provecho, a nuestra forma de comunicación, para corregir y evitar usos descuidados. También, para valorar que el uso correcto del idioma facilita la comprensión de lo que deseamos expresar sin equívocos ni malentendidos.
Comprender y dominar el instrumento del idioma nos allana el acceso a otras formas de conocimiento que también se estructuran de manera ordenada y regido por normas. Nos habitúa a pensar o reflexionar respetando la lógica de lo complejo.
Porque en comunicación, saltarse las normas gramaticales es renunciar al dominio de la herramienta más portentosa que disponemos, como es el idioma, y a ser claros como el agua cada vez que deseamos manifestar aquella otra virtud que nos distingue de los animales, la capacidad de razonar, para expresar nuestros juicios, ideas o emociones.
Por eso, si descuidamos el idioma, empobrecemos nuestra capacidad de comunicación, limitamos esa facultad exclusivamente humana de hablar y entendernos de manera racional y renunciamos a transmitir nuestros pensamientos y experiencias, a los demás y a uno mismo, de manera fidedigna.
Viene todo esto a cuento del estudio que acaba de realizar la editorial Rubio -la que elaboraba aquellos cuadernillos didácticos que compraban nuestros padres para que hiciéramos ejercicios durante las vacaciones- acerca de los errores más frecuentes que cometen los que se comunican a través de las redes sociales e Internet.
El resultado del estudio no aporta nada nuevo pero provoca bochorno a quienes cuidan y aman el lenguaje. Porque revela que muchos internautas, en su afán por expresarse con escasos caracteres, elaboran unos textos plagados de faltas de ortografía y de “olvidos” o errores gramaticales.
Es una costumbre impuesta por las “nuevas tecnologías” que causa pavor, puesto que lo excepcional del lenguaje “on line” puede convertirse en norma en la comunicación cotidiana, oral o escrita, de tal modo que el uso del idioma “comprimido” y lleno de onomatopeyas de la red se contagia a la comunicación personal habitual.
Mucha gente que acostumbra a escribir sin tildes o acentos en las redes sociales, acaba aceptando hablar de igual forma, de manera plana y monótona, obviando los signos de puntuación que nos ayudan a entonar un enunciado sin asfixiarse en el intento. Olvidan cómo enfatizar la pronunciación o la escritura de cualquier frase, con lo que leer un poema o recitar un diálogo se convierte en una tarea verdaderamente ardua.
Si a ello añadimos el mal uso de las letras (k y c) al expresar un fonema e ignoramos si “haber” o “a ver” se escriben o no con hache, o nos empeñamos en utilizar los infinitivos para formular imperativos (cerrar por cerrad) y confundimos cuando hay ahí un ¡ay! de ¡cuidado!, que no echamos de menos (también sin hache), comprenderemos entonces que la pobreza en el uso del idioma denota una despreocupación intelectual que no se asume en otras actividades del individuo.
Sin embargo, en aquella con que nos presentamos ante los demás y usamos para interrelacionarnos con ellos, cual es el lenguaje, no parece importar que la utilicemos de manera incorrecta y descuidada.
Una pereza para el buen uso del idioma que lo degrada y degrada a la persona. Admiramos a quien se expresa con rigor y claridad, pero evitamos por pereza seguir su ejemplo si ello nos obliga a prestar atención a las palabras y cómo emplearlas. Hasta quienes escriben por oficio o afición, los que tienen el gusto por la escritura, suelen –solemos– caer en los convencionalismos que contiene el lenguaje y que devalúan la precisión y la exactitud en la exposición de un pensamiento.
Existen “estilos literarios” que revelan el desconocimiento de las posibilidades de la lengua e inseguridad de su autor, y no consiguen aportar ni originalidad ni un lenguaje rico, tan sólo pedantería y turbiedad. Es decir, la incapacidad para usar con corrección el idioma no amenaza exclusivamente a los hablantes que hacen un uso coloquial de la lengua, sino incluso a quienes se sirven de ella para fines supuestamente más cultos o literarios, los que utilizan la lengua como instrumento de la literatura y la comunicación.
El poco dominio que exhiben del medio con que trabajan muchos de estos “profesionales” de la lengua no se concibe en “artistas” de otras materias (pintores, bailarines, cineastas, músicos, etc.) Convendría recomendarles la lectura del útil libro de Luis Magrinyá Estilo rico, estilo pobre para que aprendan, al menos, a no escribir mal.
Creemos que dominamos el idioma materno de forma innata sin necesidad de conocer la estructura lingüística ni la gramática que condiciona su uso correcto. Las nuevas tecnologías parecen fomentar el deterioro de la lengua al obligarnos elaborar textos amputados más que abreviados, circunscritos al empleo de pocos caracteres.
Si ambas amenazas no son vencidas por la voluntad de no ceder al declive y empobrecimiento de nuestro idioma, un bien tan preciado como la mayor riqueza que se pueda atesorar, difícilmente podríamos “hablar en plata” en español y siempre estaríamos condicionados por nuestra desidia e ignorancia comunicativa.
No sabríamos expresar con rigor y claridad lo que pensamos, lo que queremos y las dudas que nos plantea la existencia. Participaríamos de forma activa en “atrofiar” ese don que nos distingue de los animales: la lengua como instrumento racional de comunicación.
Pero peor aun es cuando optamos por la comunicación escrita, especialmente si utilizamos las nuevas tecnologías para ello, ya sea a través del teléfono portátil –que no móvil– (mensajitos SMS o WhatsApp) o Internet (redes sociales).
A la hora de expresarnos, tanto de manera oral como escrita, abusamos de las abreviaturas, los neologismos, los latiguillos, las modas y hasta de la desidia que nos hace cometer faltas de ortografía e ignorar tildes y otros signos de puntuación. En no pocas ocasiones, ni siquiera sabemos colocar bien una coma.
Y no se trata de convertirnos en académicos de la Lengua, puesto que no es cuestión de adquirir una formación especializada, sino de prestar más atención, para sacar el máximo provecho, a nuestra forma de comunicación, para corregir y evitar usos descuidados. También, para valorar que el uso correcto del idioma facilita la comprensión de lo que deseamos expresar sin equívocos ni malentendidos.
Comprender y dominar el instrumento del idioma nos allana el acceso a otras formas de conocimiento que también se estructuran de manera ordenada y regido por normas. Nos habitúa a pensar o reflexionar respetando la lógica de lo complejo.
Porque en comunicación, saltarse las normas gramaticales es renunciar al dominio de la herramienta más portentosa que disponemos, como es el idioma, y a ser claros como el agua cada vez que deseamos manifestar aquella otra virtud que nos distingue de los animales, la capacidad de razonar, para expresar nuestros juicios, ideas o emociones.
Por eso, si descuidamos el idioma, empobrecemos nuestra capacidad de comunicación, limitamos esa facultad exclusivamente humana de hablar y entendernos de manera racional y renunciamos a transmitir nuestros pensamientos y experiencias, a los demás y a uno mismo, de manera fidedigna.
Viene todo esto a cuento del estudio que acaba de realizar la editorial Rubio -la que elaboraba aquellos cuadernillos didácticos que compraban nuestros padres para que hiciéramos ejercicios durante las vacaciones- acerca de los errores más frecuentes que cometen los que se comunican a través de las redes sociales e Internet.
El resultado del estudio no aporta nada nuevo pero provoca bochorno a quienes cuidan y aman el lenguaje. Porque revela que muchos internautas, en su afán por expresarse con escasos caracteres, elaboran unos textos plagados de faltas de ortografía y de “olvidos” o errores gramaticales.
Es una costumbre impuesta por las “nuevas tecnologías” que causa pavor, puesto que lo excepcional del lenguaje “on line” puede convertirse en norma en la comunicación cotidiana, oral o escrita, de tal modo que el uso del idioma “comprimido” y lleno de onomatopeyas de la red se contagia a la comunicación personal habitual.
Mucha gente que acostumbra a escribir sin tildes o acentos en las redes sociales, acaba aceptando hablar de igual forma, de manera plana y monótona, obviando los signos de puntuación que nos ayudan a entonar un enunciado sin asfixiarse en el intento. Olvidan cómo enfatizar la pronunciación o la escritura de cualquier frase, con lo que leer un poema o recitar un diálogo se convierte en una tarea verdaderamente ardua.
Si a ello añadimos el mal uso de las letras (k y c) al expresar un fonema e ignoramos si “haber” o “a ver” se escriben o no con hache, o nos empeñamos en utilizar los infinitivos para formular imperativos (cerrar por cerrad) y confundimos cuando hay ahí un ¡ay! de ¡cuidado!, que no echamos de menos (también sin hache), comprenderemos entonces que la pobreza en el uso del idioma denota una despreocupación intelectual que no se asume en otras actividades del individuo.
Sin embargo, en aquella con que nos presentamos ante los demás y usamos para interrelacionarnos con ellos, cual es el lenguaje, no parece importar que la utilicemos de manera incorrecta y descuidada.
Una pereza para el buen uso del idioma que lo degrada y degrada a la persona. Admiramos a quien se expresa con rigor y claridad, pero evitamos por pereza seguir su ejemplo si ello nos obliga a prestar atención a las palabras y cómo emplearlas. Hasta quienes escriben por oficio o afición, los que tienen el gusto por la escritura, suelen –solemos– caer en los convencionalismos que contiene el lenguaje y que devalúan la precisión y la exactitud en la exposición de un pensamiento.
Existen “estilos literarios” que revelan el desconocimiento de las posibilidades de la lengua e inseguridad de su autor, y no consiguen aportar ni originalidad ni un lenguaje rico, tan sólo pedantería y turbiedad. Es decir, la incapacidad para usar con corrección el idioma no amenaza exclusivamente a los hablantes que hacen un uso coloquial de la lengua, sino incluso a quienes se sirven de ella para fines supuestamente más cultos o literarios, los que utilizan la lengua como instrumento de la literatura y la comunicación.
El poco dominio que exhiben del medio con que trabajan muchos de estos “profesionales” de la lengua no se concibe en “artistas” de otras materias (pintores, bailarines, cineastas, músicos, etc.) Convendría recomendarles la lectura del útil libro de Luis Magrinyá Estilo rico, estilo pobre para que aprendan, al menos, a no escribir mal.
Creemos que dominamos el idioma materno de forma innata sin necesidad de conocer la estructura lingüística ni la gramática que condiciona su uso correcto. Las nuevas tecnologías parecen fomentar el deterioro de la lengua al obligarnos elaborar textos amputados más que abreviados, circunscritos al empleo de pocos caracteres.
Si ambas amenazas no son vencidas por la voluntad de no ceder al declive y empobrecimiento de nuestro idioma, un bien tan preciado como la mayor riqueza que se pueda atesorar, difícilmente podríamos “hablar en plata” en español y siempre estaríamos condicionados por nuestra desidia e ignorancia comunicativa.
No sabríamos expresar con rigor y claridad lo que pensamos, lo que queremos y las dudas que nos plantea la existencia. Participaríamos de forma activa en “atrofiar” ese don que nos distingue de los animales: la lengua como instrumento racional de comunicación.
DANIEL GUERRERO