Mi pueblo es un relato de María González Pérez, una mujer nacida y criada en el centro de Dos Hermanas que debido a la crisis se vio obligada a emigrar a Londres, donde en estos momentos trabaja como psicóloga. Pero es también escritora, autora de una novela y de numerosos relatos que presenta bajo el seudónimo de María Fornet y que recoge en su web (www.mariafornet.com), uno de los cuales, dedicado a su pueblo, se reproduce a continuación.
Hay un azul muy mío que solía yo ver desde la azotea de casa. Es un azul contundente y agudo, balsámico pero grave. Es finito si lo ves de cerca, y de cerca lo ves, porque del pueblo al cielo no queda nada.
Mi pueblo tiene un azul propio, un azul que colinda en su extremo con los pueblos de otros. Si entras por la carretera larga del cementerio, esa que antaño siseaba en sus curvas y mostraba sus tumbas en los cambios de pendiente, lo ves. Ves la línea que separa a lo nuestro de lo de vosotros.
Hay pueblos con olores y con gustos, el mío es todo ojos. Las campanas de la Iglesia, que rebotan los domingos en los espejos de mi cuarto, lucen de hace siglos un bronce acusado. El amarillo del centro tiñe de albero sus fachadas blancas. Las palmeras verdes de la plaza, que estoicas resisten el calor agostizo. Los adoquines viejos que brillan de tan pisados. Los quioscos con periódicos y helados que pausados desafían a la vida nueva, como una huelga de hambre, como una guerra sin armas. Pero el bronce, el amarillo o el blanco no dicen nada. A todos dicta su color el cielo. Solo este azul, que es soberano, habla.
Desde el patio de la casa ves cruzar a las gaviotas con alas paradas, bailando el aire, cortando el viento en un silbido blanco. Huyen de un verano que acaba en enero y de un invierno que de pronto atraca. Mi madre cose y de fondo esos mismos azulejos vieron coser a mi abuela, y a mi abuelo tal vez sentarse a su lado solo a mirarla. Aún sus ojos viven repartidos por los muros de la casa vieja, ajenos a la realidad del tiempo, asidos a la vida eterna.
Son estas nubes preñadas las que siempre recuerdan lo lejos que queda casa. Y no quiero volver, pero quiero. Y no quiero pensar, pero pasa. Y es que aquí, felices como somos, siempre hay algo que al final me falta. Aquí el tiempo engaña a otro ritmo, todos cabemos y ninguno encaja.
O será quizá este azul sin cielo, que aquí nunca dice nada.
Hay un azul muy mío que solía yo ver desde la azotea de casa. Es un azul contundente y agudo, balsámico pero grave. Es finito si lo ves de cerca, y de cerca lo ves, porque del pueblo al cielo no queda nada.
Mi pueblo tiene un azul propio, un azul que colinda en su extremo con los pueblos de otros. Si entras por la carretera larga del cementerio, esa que antaño siseaba en sus curvas y mostraba sus tumbas en los cambios de pendiente, lo ves. Ves la línea que separa a lo nuestro de lo de vosotros.
Hay pueblos con olores y con gustos, el mío es todo ojos. Las campanas de la Iglesia, que rebotan los domingos en los espejos de mi cuarto, lucen de hace siglos un bronce acusado. El amarillo del centro tiñe de albero sus fachadas blancas. Las palmeras verdes de la plaza, que estoicas resisten el calor agostizo. Los adoquines viejos que brillan de tan pisados. Los quioscos con periódicos y helados que pausados desafían a la vida nueva, como una huelga de hambre, como una guerra sin armas. Pero el bronce, el amarillo o el blanco no dicen nada. A todos dicta su color el cielo. Solo este azul, que es soberano, habla.
Desde el patio de la casa ves cruzar a las gaviotas con alas paradas, bailando el aire, cortando el viento en un silbido blanco. Huyen de un verano que acaba en enero y de un invierno que de pronto atraca. Mi madre cose y de fondo esos mismos azulejos vieron coser a mi abuela, y a mi abuelo tal vez sentarse a su lado solo a mirarla. Aún sus ojos viven repartidos por los muros de la casa vieja, ajenos a la realidad del tiempo, asidos a la vida eterna.
Son estas nubes preñadas las que siempre recuerdan lo lejos que queda casa. Y no quiero volver, pero quiero. Y no quiero pensar, pero pasa. Y es que aquí, felices como somos, siempre hay algo que al final me falta. Aquí el tiempo engaña a otro ritmo, todos cabemos y ninguno encaja.
O será quizá este azul sin cielo, que aquí nunca dice nada.
MARÍA FORNET - Escritora española en Londres