La gran paradoja de la política es que ya no representa a los ciudadanos, puesto que el 85 por ciento de los que aprobaron la abdicación del rey y la consiguiente sucesión monárquica en el Congreso de los Diputados, al votar favorablemente la tramitación de la ley orgánica que regula el proceso, no se corresponde con el porcentaje popular que apoya esta forma de Estado, ni mucho menos a los que desean ser consultados directamente acerca de su opinión sobre el particular.
Cuesta trabajo admitir y aceptar este divorcio flagrante de la política con la ciudadanía cuando en democracia, como se denomina nuestro sistema político, lo apropiado sea someter a consideración del pueblo, presuntamente soberano, los asuntos trascendentales que afectan a la convivencia de todos.
Máxime si, por mucha legitimidad constitucional que disponga, la monarquía nunca ha sido asumida por voluntad popular, sino que ha venido impuesta, primero, por capricho dictatorial y, más tarde, como un todo inseparable del paquete de la Constitución, como si refrendar este asunto causara miedo a quienes prefieren imaginar un respaldo unánime jamás confirmado.
A pesar del resultado obtenido en las Cortes, no existe entre la población ese 85 por ciento de ciudadanos –como pretenden hacernos creer los que juegan a establecer equivalencias– favorables a la monarquía hereditaria, ni a una sucesión sujeta a antiguallas leyes sálicas que discriminan a la mujer, ni por supuesto a una Jefatura de Estado de espaldas al sentir de quienes no se consideran súbditos, sino ciudadanos de un Estado democrático.
Es probable que sean mayoritarios los monárquicos existentes en España, incluidas esas personas a las que poco les importa el modelo de Estado con tal de que no provoque enfrentamientos violentos, no genere una aristocracia parásita y privilegiada y no se muestre inmovilista ante los usos y costumbres de una sociedad que no deja de avanzar y cambiar para adecuarse a los tiempos.
Monarquía o república, en cualquier caso, alcanzarán una sólida legitimidad indiscutible cuando ésta emane de la voluntad expresa de los ciudadanos, manifestada de la única manera posible en democracia: a través del voto.
Todo lo demás, como esa ley orgánica de abdicación, son subterfugios con los que se pretende esquivar la sanción popular sobre lo que más importa en este momento histórico a los ciudadanos, justo cuando se produce una sucesión en la Jefatura del Estado: determinar el régimen bajo el que pretenden convivir todos juntos como sociedad, de acuerdo a sus deseos.
De ahí que la propaganda oficial que subraya el apoyo parlamentario a esa ley no refleje en absoluto el sentir de los españoles, sino la brecha que se ensancha entre la política y los ciudadanos, una separación que más parece un auténtico divorcio. Se trata de una ruptura tan traumática en las parejas como en la sociedad, cuyas repercusiones resultan impredecibles, pero imaginables. Confío equivocarme.
Cuesta trabajo admitir y aceptar este divorcio flagrante de la política con la ciudadanía cuando en democracia, como se denomina nuestro sistema político, lo apropiado sea someter a consideración del pueblo, presuntamente soberano, los asuntos trascendentales que afectan a la convivencia de todos.
Máxime si, por mucha legitimidad constitucional que disponga, la monarquía nunca ha sido asumida por voluntad popular, sino que ha venido impuesta, primero, por capricho dictatorial y, más tarde, como un todo inseparable del paquete de la Constitución, como si refrendar este asunto causara miedo a quienes prefieren imaginar un respaldo unánime jamás confirmado.
A pesar del resultado obtenido en las Cortes, no existe entre la población ese 85 por ciento de ciudadanos –como pretenden hacernos creer los que juegan a establecer equivalencias– favorables a la monarquía hereditaria, ni a una sucesión sujeta a antiguallas leyes sálicas que discriminan a la mujer, ni por supuesto a una Jefatura de Estado de espaldas al sentir de quienes no se consideran súbditos, sino ciudadanos de un Estado democrático.
Es probable que sean mayoritarios los monárquicos existentes en España, incluidas esas personas a las que poco les importa el modelo de Estado con tal de que no provoque enfrentamientos violentos, no genere una aristocracia parásita y privilegiada y no se muestre inmovilista ante los usos y costumbres de una sociedad que no deja de avanzar y cambiar para adecuarse a los tiempos.
Monarquía o república, en cualquier caso, alcanzarán una sólida legitimidad indiscutible cuando ésta emane de la voluntad expresa de los ciudadanos, manifestada de la única manera posible en democracia: a través del voto.
Todo lo demás, como esa ley orgánica de abdicación, son subterfugios con los que se pretende esquivar la sanción popular sobre lo que más importa en este momento histórico a los ciudadanos, justo cuando se produce una sucesión en la Jefatura del Estado: determinar el régimen bajo el que pretenden convivir todos juntos como sociedad, de acuerdo a sus deseos.
De ahí que la propaganda oficial que subraya el apoyo parlamentario a esa ley no refleje en absoluto el sentir de los españoles, sino la brecha que se ensancha entre la política y los ciudadanos, una separación que más parece un auténtico divorcio. Se trata de una ruptura tan traumática en las parejas como en la sociedad, cuyas repercusiones resultan impredecibles, pero imaginables. Confío equivocarme.
DANIEL GUERRERO